jueves, 31 de diciembre de 2020

Segundo Semestre



Tengo este enorme libro en mis manos. Aún no lo he abierto, pero intuyo el contenido y el aroma y la textura de sus páginas, y todos estos atributos me hacen recordar la época en la que lo compré y cuando te conocí.

Estábamos en el segundo semestre de la licenciatura y tomábamos tres horas consecutivas de Sensopercepción todos los jueves. 

Faltaban algunos meses para que la selección francesa ganara su primer mundial en el Estadio Saint-Dennis, Ronaldo ni siquiera había anotado su primer gol en un mundial, Luis Hernández tampoco le había anotado ese agónico gol a Van der Sar en los últimos segundos del último partido de la fase de grupos en la que la Selección Mexicana se había enfrentado a Corea del Sur y a Bélgica. Arturo Brizio Cárter ni siquiera había expulsado a Zidane. 

El profesor que impartía el curso era muy solemne –parecía un robot– y sus clases eran aburridas. Lo que más recuerdo de su clase son tres eventos: unas pinturas de Marc Chagall que vimos, cuando nos habló del sistema visual; un alumno al que invitó a tocar una canción sin sentido en un teclado, cuando nos habló del sistema auditivo; y la famosa novela de Patrick Süskind que nos pidió leer y reseñar, para que aprendiéramos sobre el sistema olfativo. 

Me preparo para abrir el libro y recuerdo que raras veces leí algún capítulo completo, y pienso que se debe a que el libro en sí es un tanto árido y a que el método de enseñanza del profesor robot no me alentaba a aprender por mi cuenta. 

Ahora, tras haber impartido clases por más de diez años, en cuatro universidades distintas (incluyendo la facultad en la que tomé el curso de Sensopercepción al que me refiero), tanto a nivel licenciatura como posgrado, comprendo la postura del profesor robot. 

Es peligroso impartir un curso y no limitarse a enseñar exclusivamente lo que dicen los programas de estudios. La mayoría de los estudiantes son listos y comprometidos, y aprecian el tiempo que uno se toma para pensar en ejemplos claros que tengan alguna relación con sus vidas o con el acontecer contemporáneo, pero, ocasionalmente, no faltan los seis o siete estudiantes exigentes y autocomplacientes que se reúnen y que se toman el tiempo para analizar exhaustivamente las videoconferencias del curso que les compartes, en busca de tus errores. 

Tampoco puede faltar el estudiante que se deslinda de toda responsabilidad y que culpa de su bajo desempeño académico al profesor –incluso si no entregó tareas ni contestó exámenes y no asistió ni a la tercera parte del curso– y que, además, acaba reclutando a sus amistades, para convencerlas de ser partícipes de su causa y de firmar una “dura” carta en la que expresa su “profunda preocupación por su aprendizaje” y en la que te acusa de ser un mal docente.

(Este es otro tema: todos tenemos la libertad de denunciar lo que nos parece injusto, pero no necesariamente todo lo que percibimos como injusto, es injusto. ¿Quién nos ha dicho que nuestro criterio, es el criterio imperante? ¿Otros sujetos de nuestra edad, que tienen una mentalidad similar a la de nosotros...?) 

En fin, allí estabas tú, querida, mirándome insistentemente desde tu banca, durante las clases. Desde el principio, me intrigó tu mirada. (Sobre todo porque algunas veces me sonreías.) Ya sabía tu nombre, pero te desconocía por completo. Imaginaba qué clase de vida tenías, qué clase de cosas hacías al salir de la escuela, cómo sería pasar contigo toda la tarde hablando por teléfono...

Algún día de alguna semana, te vi sola –generalmente, te acompañaban tus amigas–, sentada en una de las jardineras de la facultad, y me acerqué a ti.

Te pregunté si podías leer algo que había escrito y si podías darme tu opinión.

Me sonreíste como lo habías hecho tantas veces en las clases y me preguntaste de qué se trataba lo que había escrito. 

Te había escrito un poema de dos cuartillas. Con una máquina de escribir, lo había transcrito de alguna libreta a una hoja cuadriculada y sólo quería que lo leyeras. 

Debí de insistir en que lo leyeras, sin darte ninguna pista. Tomaste la hoja y comenzaste a leerla.

Era obvio lo que pasaba allí y sin embargo me seguiste el juego. 

Suspiraste y pusiste una mirada reflexiva. 
Me dijiste que creías que el autor hablaba de una persona a la que deseaba mucho, o algo así, y tal vez después me preguntaste qué significaban ciertas palabras que no eran tan comunes. 

Te dije que el poema hablaba de ti y que tenía varios días queriendo regalártelo. Antes de que dijeras algo, te dije rápidamente que me gustabas. Volviste a sonreír, pero de un modo distinto al que me tenías acostumbrado. Tu sonrisa me dejó sin palabras. Mi corazón latió rápidamente. Intuí que estábamos en la misma frecuencia

Me dijiste que te había gustado el poema y que yo también te gustaba, y casi de inmediato comenzamos a salir. 

Los recuerdos que detona este libro de Margaret Matlin, también me llevan a pensar en que un jueves, después de la clase del profesor robot, vimos Pulp Fiction en el cineclub de la facultad. 

Mientras nos sentábamos en una de las últimas filas del auditorio en el que proyectarían el filme de Quentin Tarantino, me dijiste que lo habías visto en la Cineteca, unos meses después de su estreno. Yo te sonreí y tú tomaste una de mis manos y yo sentí que toda mi sangre se concentraba en mi entrepierna y entonces me pregunté si las cosas habrían sido iguales entre los dos, de habernos conocido entonces. 

Antes de entrar a la universidad, lo que más deseaba era tener una novia.

En la escena en la que Fabienne le dice a Butch Coolidge que le hará sexo oral, te miré con el rabillo del ojo y me pregunté si tú y yo llegaríamos a tener una relación tan intensa como la de ellos dos. No estuvimos juntos ni dos meses. Te hartaste de mí. Me dijiste que sólo parecíamos amigos y que yo sólo me limitaba a verte en la escuela y que ni siquiera te llamaba por teléfono. Esperabas más de mí, y terminaste conmigo en el Metro Copilco. A los pocos días, volviste con tu ex –él trabajaba en OCESA y supuestamente incluso había sido escolta de Marilyn Manson en su primera visita a México– y pasé unas larguísimas vacaciones de verano lamentándolo. 

Más de veinte años después, preparo un curso de Sensopercepción, abro un libro de texto y pienso en ti.
 

sábado, 19 de diciembre de 2020

sentado en un sillón


El sábado me olvido de la incertidumbre 

Transcurro como un drogadicto a través de las horas
Sentado en un sillón 

Todo es viejo para mí 
Mi juventud quedó a años luz de este sol que apenas calienta 
Mi juventud quedó a años luz de este sol que quema mi espíritu 
como si estuviera hecho de cera

Todo es viejo para mí 
Mi infancia está en la prehistoria
Cuando la gente tomaba Pepsi
Cuando Madonna y Michael Jackson 
Hacían que los niños se vistieran como ellos 
Y que los jóvenes bailarán en las fiestas como ellos

Todo es viejo para mí
Mi energía dura menos que una llovizna en primavera
Mis sueños duran menos que un abrir y cerrar de ojos 

La nostalgia y el ocio de la juventud 
Me arden en los ojos llenos de virus 
Los escalofríos de la abstinencia de la infancia 
Hierven en mi epidermis y en mis pulmones secos y oprimidos 

Todo transcurre como un paraíso artificial
Como si fuera heroína recorriendo mis venas 
Y desfogándose en el corazón de mi memoria 
Como un tren silencioso
Como una muerte tranquila y sin dolor
Como una muerte que llega suave y en un momento inesperado 

Voy respirando con calma 
Y mis recuerdos van latiendo 
Y las horas avanzan hacia el barranco de la media noche 
Y se despeñan y sus ecos atraviesan mis oídos 
Y se quedan enjaulados como un nudo en la garganta 
Y me levanto del sillón en el que he estado
Leyendo algunas páginas de una biografía de una estrella de rock 
Y el sábado agoniza como un condenado a muerte 
Que ha perdido la cabeza en la guillotina 
Tras haber sido acusado de extrañar su juventud 

lunes, 14 de diciembre de 2020

Aneurysm


Este álbum que hoy cumple 28 años, tenía 2 ó 3 años de haber salido a la venta, cuando lo compré. Me cuesta trabajo creer que había transcurrido tan poco tiempo desde su lanzamiento y desde la muerte de Kurt Cobain. Me parece que 2 ó 3 años se van en un abrir y cerrar de ojos, y que uno no es consciente de ello sino hasta que lo analiza. Tan sólo tengo 2 años viviendo en esta casa que rentamos en Lerma y tan sólo tengo 2 años trabajando en esta universidad, y los dos años se han ido en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de que hemos atravesado una larga huelga y una larga pandemia. 

Cuando compré el CD de Incesticide, estaba acabando el primer año, o estaba comenzando el segundo año, de la prepa. No lo recuerdo exactamente, pero lo que sí recuerdo es que mi “fiebre” por Guns N' Roses ya había pasado –ya tenía en cassette todos los álbumes de “la banda más peligrosa del planeta”–, y que, desde hacía más de medio año, escuchaba a Nirvana. 

En octubre o noviembre de 1994, un amigo de la prepa me había grabado Nevermind en cassette y yo me había comprado el Unplugged In New York en la Noche Buena de ese mismo año. Esto es muy importante para mí, pues el Unplugged había salido a la venta tan sólo unos días antes y yo pude escucharlo casi de inmediato. 

En los primeros días de 1995 compré un VHS pirata de Live Tonight Sold Out!!! y había estado viéndolo una y otra vez, sin ser plenamente consciente de que la muerte de Kurt Cobain tenía sólo unos cuantos meses. Me fascinaba su status de estrella de rock, cantando “Come As You Are” salvajemente en Ámsterdam, o dando entrevistas tumbado junto a una cama con gafas oscuras y respondiendo con apatía, o destrozando su Fender Stratocaster negra mientras Novoselic y Grohl continuaban tocando y un puñado de jóvenes eufóricos lo idolatraba. 

Antes de tener el VHS, ya había visto “About A Girl” –y parte de “Endless, Nameless”– en un canal de videos de la televisión abierta, y el contraste de la versión unplugged y de la versión eléctrica también me fascinaba. 

Una de las primeras canciones del VHS se llamaba “Aneurysm” y tampoco podía sacármela de la cabeza. Aunque la versión que conocía era “en vivo”, me gustaba cómo sonaban los tres acordes de la guitarra al inicio de la canción, me gustaban las partes en las que el bajo y la batería se apoderaban de la canción y me gustaba cómo se combinaban los tres instrumentos y la voz de Cobain en el coro. Me parecía una canción muy punk.

La parafernalia asociada a la muerte de Cobain –el montón de playeras con diferentes diseños de su rostro y que traía todo mundo en la escuela, el nombre de su banda pintado con la misma litografía que venía en los álbumes, en uno de los callejones detrás de la escuela; las letras de sus canciones más populares, rayoneadas con pluma en las bancas de las aulas, o los copycat que se vestían como él y que traían el cabello desaliñado como él, pero que ni siquiera podían tocar “Polly”–, también me daba vueltas en la cabeza. 

Me obsesionaba la música de Nirvana y me intrigaba Kurt Cobain. No entendía por qué había decidido terminar con su vida, cuando se encontraba en la cima del éxito y acababa de convertirse en papá. 

También estaba obsesionado en tener una guitarra eléctrica como la suya y en aprender a tocar “About A Girl” y Aneurysm”. Obviamente, quería formar una banda y convertirme en una estrella de rock.    

La prepa en la que estudié está a unas cuadras de La Merced, y a unos metros de La Merced había un Discolandia. A veces, entre clases, si ya nos habíamos aburrido de jugar futbol todo el día, algunos de mis compañeros (a los que les gustaban U2 y Caifanes) y yo, nos dábamos una escapada a esa tienda de discos.

Cierto día, un amigo y yo fuimos a Discolandia. 

Tenía suficiente dinero ahorrado para comprarme un CD –no trabajaba, pero mis papás me daban una mesada que me alcanzaba para los pasajes y para comprarme ocasionalmente alguna cosa para comer en la calle– y había planeado durante varias semanas ir a la tienda de música a comprar un álbum.

Originalmente, quería comprarme Appetite For Destruction en CD –a diferencia del cassette que tenía, el CD traía un “bonus track” de un cover de Rolling Stones–, pero cuando llegué al Discolandia vi el Incesticide y decidí comprarlo.

Me llamó la atención la portada del álbum. No sabía que era una pintura hecha por Kurt Cobain, pero, sin duda, era una portada muy distinta a las portadas de Bleach, de Nevermind o del MTV Unplugged In New York.

Le eché un vistazo a la contraportada, vi el pato de juguete que aparece allí y leí el nombre de las canciones. Entre otras canciones, el álbum traía “Aneurysm”, una versión new wave de “Polly”, “Been A Son” y “Sliver”.

Más o menos sabía de la existencia de algunas de las canciones y también sabía que ése realmente no era el tercer álbum de estudio de Nirvana, sino que era un álbum de lados B y que Dave Grohl ni siquiera tocaba todas las baterías en todas las canciones, pero estos detalles no me parecieron negativos.

Sin embargo, cuando pagué el álbum y lo metí en mi mochila y volví a la prepa con mi compañero, mientras él iba platicándome algunas cosas de Kurt Cobain y de Axl Rose, yo iba preguntándome si ésa había sido la mejor decisión. 

Temía arrepentirme. Pensaba que podría haber comprado otro de los álbumes de Nirvana que también estaban disponibles en la tienda, pero no me arrepentí. En cuanto llegué a la casa, después de todas las clases que se suponía que debía haber tomado, puse el CD en el reproductor y escuché “Aneurysm”. No sé cuántas veces la escuché, pero debieron de ser muchas.  

Mientras llego a este párrafo, suena “Aneurysm” en la grabadora. Me cuesta trabajo creer que estoy escuchando ese mismo CD que compré hace más de veinte años en una tienda de discos que estaba cerca de La Merced. 

La música me transporta a aquella mañana y me pregunto cuántas cosas ocurrieron de un modo distinto al modo en que las recuerdo. 

jueves, 10 de diciembre de 2020

Plazas Outlet



Tengo miles de cosas por hacer 
Tengo miles de pendientes por cumplir 
Tengo fiebre de insomnio
Estallo en fragmentos de angustia

La paranoia me mantiene al borde de la cama
Los recuerdos del viernes pasado me persiguen en mis sueños
Y me despiertan y me hacen sentir que me falta aire y que he contraído el virus

Tengo la impresión de que en cualquier momento comenzaré a toser
Y de que mi salud empeorará en un lapso de 24 horas

En los sueños que he tenido desde el viernes, la casa de mi abuela se ha convertido en la comarca y siempre intento cumplir una misión para salvar a la humanidad 
Y siempre debo escapar de seres malignos que quieren evitarlo
Y siempre aspiro la desolación de la Tierra Media y presiento la angustia de Frodo
Latiendo como una criatura a punto de nacer en mi vientre y de desgarrarme
Y siempre percibo mi propio lado oscuro y presiento a los entes mágicos que me observan con sus mentes codiciosas y destructivas
Y siempre fracaso en cada misión que debo cumplir
Y una porción de la ciudad estalla como si hubiera sido bombardeada por un ejército

El viernes tuve que estar en la calle más tiempo del que me hubiera gustado
Fui a la barbería, a que me cortaran el cabello
Luego tuve que ir a un centro comercial que no visitaba desde febrero o marzo

Los recuerdos de ese día me ponen paranoico 
Y ocupan mis pensamientos y me impiden concentrarme en lo que debo hacer 

La gente caminaba por los pasillos del centro comercial, como si se tratara de cualquier otro viernes antes de la pandemia

La mayoría de la gente portaba mascarillas, cubrebocas, lentes e incluso caretas
Algunas personas traían cubrebocas mal puestos, como si fueran corbatines
Otros sujetos portaban el cubrebocas egoísta de moda
Ese cubrebocas con válvula que las autoridades sanitarias y distintos medios en internet y distintas infografías en redes sociales han señalado mil veces como un cubrebocas egoísta que sólo protege a quienes lo portan 

Había algunos comensales en la sección de comida del centro comercial
Calculo que eran alrededor de veinte
Se veían tranquilos y despreocupados
Ni siquiera guardaban la sana distancia
Comían unos junto a las mesas de otros

Me pregunto cuántas veces han comido en lugares públicos en los últimos nueve meses
Me pregunto cuántas personas sin mascarillas se reunirán en sus casas para celebrar la Navidad y el Año Nuevo
Con la misma tranquilidad y despreocupación que mostraban el viernes

El cine estaba abierto, pero no había gente
Nadie hacía filas para comprar boletos o dulces
Recordé la cantidad de personas que estaban formadas hace un año
Todas querían ver el estreno de la última película de Star Wars

Junto a las taquillas había tres carteles que anunciaban los estrenos de tres películas
Las tramas de las películas parecían de lo más triviales
Una película sugería que el personal de limpieza se había rebelado a los dueños de la casa y que su rebelión nos desternillará de risa
Otra película con actores desconocidos parecía ser un musical romántico basado en la obra de Juan Gabriel
El último cartel mostraba a dos hombres y a una mujer
Sugería que uno de ellos era el esposo y que el otro era el amante 
La fotografía me hizo pensar que sólo la gente con escasa imaginación no podrá adivinar cuál será la trama

Sin embargo, lo que llamó mi atención fue el hecho de que las tres películas serán estrenadas en abril del 2021
No sé qué tan distinta sea la situación para entonces

En una de las salidas de la plaza un hombre disfrazado de Papá Noel y una mujer disfrazada de duende te invitaban a tomarte una fotografía con ellos

Tenían un pequeño negocio con escenografía ad hoc en la que resaltaban los colores rojo y verde y un triste árbol de Navidad 

Pocas personas se acercaban a tomarse la fotografía

Y sin embargo me pregunto cuál es la tasa de contagio a la que están expuestos diariamente

Ninguno de sus disfraces les permitía portar cubrebocas

Lamento que tengan que trabajar en esas condiciones
Y detesto que el egoísmo de unos ponga en riesgo la vida de otros 

Ha pasado una semana y me pregunto si todo lo que vi en el centro comercial es representativo de lo que hacen generalmente todas las personas en todo el mundo todos los viernes

A pesar de que vivimos tiempos que no son comunes

martes, 1 de diciembre de 2020

Tiempo de Vals

Escucho esta canción accidentalmente y me transporta al patio de la primaria. Puede ser cualquier día entre lunes y viernes, de mayo o junio de 1991. Faltan unas semanas para que termine el ciclo escolar y para que bailemos esta popular canción en un salón de fiestas. 

Cuando salgamos de la primaria, no volveremos a vernos. No se me ha ocurrido que no pasarás el examen de ingreso a la secundaria y que tu mamá te inscribirá en otra escuela y que nuestras vidas tomarán rumbos muy distantes. 

Tampoco sé que te llamaré por teléfono a la mitad de algunas aburridas y desesperantes vacaciones de verano de la preparatoria y que me contestarás cortantemente, como si estuvieras segura de que eres adulta y de que yo sigo siendo ese niño que ahora está junto a ti, en el patio de la escuela primaria mientras Chayanne canta.

, y me sentiré estúpido y arrepentido de haberte llamado para preguntar qué ha sido de tu vida. 

Los niños tenemos el uniforme de camisa blanca y suéter y pantalón azul con zapatos formales. Ustedes tienen la camisa azul y falda azul con zapatos formales. Me siento ridículamente emocionado. La canción me parece ridícula. No disfruto bailar, pero presiento tu cuerpo de niña y mi corazón late deprisa, como si fuera una locomotora y estuviera a punto de comenzar la marcha desde cero y hasta ochenta o cien kilómetros por hora. El tiempo se detiene por unos momentos, mientras nuestras miradas se cruzan y detecto esa sonrisa en tus labios que raras veré en otras personas a lo largo de mi vida.  

El sol nos rostiza las cabezas, pero somos demasiado jóvenes como para reparar en ello. La música suena desde una grabadora que se encuentra en una de las esquinas del patio. Somos más de doce parejas de niños de 9 ó 10 años, moviéndose torpemente e intentando lidiar con la vergüenza de bailar para una fiesta de graduación de la primaria. 

La profesora Irene nos indica cómo debemos movernos y yo pienso en las profundidades de almendra de tus ojos y el contacto de tu mano contra la mía es una explosión de emociones preadolescentes que todavía no comprendo tamos a punto de salir de la primaria. La profesora 

domingo, 22 de noviembre de 2020

Vitalogy (1994)


Lo debí de escuchar en 1995. La pelea con ticket máster. La casa del roquero. 

viernes, 13 de noviembre de 2020

Transferencia de información


 Mientras la licuadora ataca una y otra vez mis oídos con su escándalo infernal y su turbulencia anega mi garganta dolorida, en la computadora G sugiere tomar nota de los detalles de las condiciones de alojamiento de los animales, ya que los revisores de los artículos especializados están adoptando la costumbre de descartar artículos porque los animales estuvieron en grupos de 3 en lugar de estar en grupos de 4  llama la atención sobre las condiciones de alojamiento de los animales, otra persona se encuentra como casi siempre se encuentra, prestando poca atención a la junta, el infernal escándalo de la licuadora tritura tus oídos...

sábado, 7 de noviembre de 2020

Heaven Beside You (1995)


Debió de ser la última semana de marzo. 

Terminaba el trimestre 19-O y los rumores acerca del coronavirus comenzaban a ser más frecuentes en México. Aún no se habían instaurado las conferencias de todas las tardes en Palacio Nacional en las que Hugo López-Gatell y el grupo de expertos en salud informan sobre el número de contagios y muertes asociadas al COVID-19, pero en los medios de comunicación ya circulaban anuncios del Gobierno sobre las recomendaciones de distanciamiento social e higiene. 

Las noticias más comunes en redes sociales estaban relacionadas con las muertes en España y en Italia, relacionadas con el COVID-19. 

En la universidad, se avecinaba el periodo intertrimestral y varios alumnos andaban por los pasillos de la escuela y de vez en cuando nos visitaban en el cubículo para entregar trabajos finales o para recibir calificaciones. 

En general, nadie guardaba sana distancia ni usaba cubrebocas, ni caretas, ni lentes de protección. Nosotros, en el cubículo, ocasionalmente hablábamos del coronavirus.
Parecía un tema extragavante que se había salido de control en Europa y que no nos afectaría durante mucho tiempo. Un colega y yo incluso ya habíamos bromeado y hecho planes para ver algunos partidos de la Eurocopa 2020 en el proyector que tenía bajo mi resguardo, entre clases.  

El esposo de una colega trabajaba en un hospital y ella nos había contado sobre algunos casos de pacientes con coronavirus que habían llegado a ese hospital y también nos había contado sobre las medidas de prevención que recomendaban seguir las autoridades de ese hospital. 

En general, todos en el cubículo tomábamos la situación con cautela y guardábamos sana distancia, pero tampoco usábamos cubrebocas ni caretas ni lentes de protección. 

Otros colegas decían que, si la situación se agravaba, lo más probable era que sólo al personal más vulnerable –aquellos que padecían alguna enfermedad que pudiera ponerlos en riesgo y aquellos mayores de 60 años– se le recomendaría trabajar desde casa y no asistir a la universidad.

Para el miércoles de esa semana, al volver a la casa, tuve dolor de cabeza, náuseas y síntomas de resfriado, así que no fui a la universidad ni el jueves ni el viernes. Mi cuñada me sugirió tomar paracetamol y reposar.

El sábado por la mañana, me sentía peor. Estaba aturdido, débil y preocupado. Creí que tal vez tenía COVID-19. Había leído algunas noticias sobre el COVID-19 en redes sociales y decían que los síntomas que yo tenía podían estar asociados con el COVID-19 y que en un lapso de 7 a 14 de haber adquirido el virus podían agravarse. 

Me acosté en la cama y encendí el televisor, para distraerme. Puse YouTube y encontré un canal en el que había un especial de MTV con Alice In Chains. 

Quizá confunda un poco el orden en el que ocurrieron las cosas, pero estaba más preocupado por mi salud que por el televisor y no le presté demasiada atención al programa.

En el especial había videos de Facelift y segmentos de una entrevista de Ricky Rachtman con Layne Staley y Mike Starr en Nueva Orléans. Staley usaba muletas y tenía enyesada una pierna. Las preguntas de Rachtman estaban relacionadas con los videos de Facelift y con la gira de ese álbum. 

Luego, me quedé medio dormido y cuando desperté ya había acabado ese programa y se estaba reproduciendo otro programa en el que Jerry Cantrell actuaba como granjero. 

El programa databa de 1995 y un hombre vestido de mujer recogía a cada uno de los integrantes de Alice In Chains en un automóvil blanco descapotado, en varios puntos de alguna ciudad de Estados Unidos (probablemente Seattle).

Alice In Chains acababa de lanzar su tercer álbum de estudio, el que tiene la fotografía de una perra con tres patas en la portada y al que algunos llaman Tripode

Sean Kinney estaba disfrazado de payaso, Mike Inez era el nuevo bajista de la banda y Layne Staley parecía triste y hablaba poco. 

Este álbum es uno de los que más escucho de Alice In Chains. Tal vez lo escuché por primera vez cuando estaba en la universidad, o después. Conocí a la banda, a través de una ex novia que hablaba todo el tiempo de un ex novio al que le gustaba Alice In Chains. Alguien me pasó el álbum a mi iPod y lo escuchaba regularmente. 

Compré mi copia en disco compacto hace como cinco años en El Chopo. “Heaven Beside You”, “Again” y “So Close” son las canciones que más me gustan. 

Hace 25 años fue el lanzamiento de este álbum. 
Mientras lo escucho y reparo en que tenemos casi nueve meses trabajando desde casa, pienso en que jamás podría haber imaginado un aniversario tan extraño. 

lunes, 2 de noviembre de 2020

Negra o blanca, hirviente o helada



Tratas de templar el agua de la regadera
Y de ignorar las voces que te dicen qué estás pensando

El agua que cae sobre tu cuerpo impuro es como tu vida
Tampoco tiene puntos intermedios
Es negra o blanca o hirviente o helada

En la frontera del dolor de la vigilia y del placer de los sueños
Tu miembro se hincha involuntariamente como un globo de sangre
Y lo ves como un pescado que agoniza afuera del río
Y lo sientes intentar aferrarse a la vida
Y sientes su dolor y lo respiras en tu piel

Algunos pensamientos vagos surcan tu cerebro adormecido
Algunos cuerpos vagamente deseados en el sueño emergen bajo la regadera
Destrozan la estrechez de la realidad y la monotonía
Como si la realidad y la monotonía fueran una botella de vidrio
Que se quiebra contra la loseta del baño

El pescado se convulsiona violentamente en la palma de tu mano
El chorro de agua helada que cae de la regadera 
Y que inunda poco a poco tu existencia flotante en el limbo de otro día
Es el túnel de luz que lo guía a su propia muerte

Ahora te das una bofetada para despertar
Y tus ojos enceguecidos por el shampoo
Arden como una marca de hierro incandescente
En tu epidermis más sensible
En donde habitan los corpúsculos de Pacini
Y los corpúsculos de Krause

Lejos quedó esa chica de la secundaria que te gustaba 
Y que parecía hacerle el amor a tus manos con sus manos de pianista
En la penumbra del sueño que súbitamente recordaste 
Cuando el agua hirviente de la regadera
Atravesaba tus manos y quemaba los resabios del sueño 

Tu miembro-pez recién pescado por la vigilia
Deja de convulsionarse conforme el agua
Muta nuevamente de helada a hirviente

Ahora piensas en la escritura de ese artículo
Que tienes escribiendo mil años
Visualizas un día más de escritura
Otras diez horas del día destinadas a su escritura
Tu pronóstico es que al final del día
Tal y como ha ocurrido en los últimos mil años
No habrá habido un gran avance

El agua continúa cayendo
Y es como tu existencia:
Negra o blanca
Hirviente o helada

domingo, 25 de octubre de 2020

Daydream Nation

Cuántas veces escuché este disco, antes de atreverme a hablarte. Cuántas veces elucubré quién me contestaría. Qué me dirías. Trilogy. 

viernes, 16 de octubre de 2020

Playing The Angel (2005)

Qué recuerdos me trae la música de este álbum que cumple 15 años hoy.
Lo único que me mantenía cuerdo era la inminencia del mundial de futbol.
Escuchaba este álbum casi todos los días. Un amigo me lo quemó en un CD. Él y mis hermanos y yo nos veíamos casi todos los domingos. Íbamos a jugar futbol a Chapultepec con sus amigos. La música me gustó y compré el álbum original en algún momento y mi amigo y uno de sus primos a quien su duda yo le caía muy mal fuimos al concierto de Depeche Mode al Foro Sol unas semanas antes del mundial. Allí bebimos y nos emborrachamos y divagámos con la posibilidad de encontrar algún romance pasajero con alguna de las solitarias almas que pasaban cerca de nosotros mientras Martin L. Gore cantaba “Home” y yo sentía que mi vida era un desastre y que pronto debía dejar de lamentar mi suerte y que era momento de dejar de ponerme pretextos y de dejar de ilusionarme con un torneo de futbol.
Al cabo de un mes o dos, te conocería en un concierto de Los Silencios Incómodos en El Alicia y viviríamos buenos momentos por teléfono y algunos extraños momentos en persona y al principio estarías muy interesada en mí y yo no te daría importancia y al final me importarías mucho y me obsesionaría contigo y regresarías con un novio del pasado y me harías sufrir de un modo inimaginable y las canciones de desamor de Playing The Angel acabarían cobrando un sentido totalmente personal. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Without You I'm Nothing (1998)

Nuestras vidas eran un desperdicio: tú, tenías problemas en la escuela, te veían como una mala influencia, como un mal estudiante, como un delincuente; y, estaba en el limbo, recién egresado de la universidad, sin amigos, sin novia y sin empleo.
Me pediste que te acompañara a realizar algún trámite a la preparatoria. Tan sólo llegamos a la entrada, el encargado de permitir el acceso a la escuela, te trató como un vándalo y a mí me trató como tu vándalo tutor.
Nuestro padre estaba recuperándose de una complicación quirúrgica por negligencia médica que lo mantuvo casi tres meses en el hospital, y aborrecí profundamente ese trato tan descortés y tan escaso de inteligencia. 
Me puse a pensar si el individuo de la puerta trataba así a todo mundo y si tenía hijos y si sus hijos eran un ejemplo para la juventud. 
Saliste de la prepa al cabo de unos minutos y luego cruzamos Churubusco y nos metimos en un Sanborns y allí compré Without You I'm Nothing.
Después de haberse ausentado por muchos meses, en esos días mi ex había estado comunicándose insistentemente por teléfono conmigo. Ella tenía medio año viviendo en Playa del Carmen y en alguna conversación, más por condescendencia que por otra cosa, yo le había dicho que la visitaría pronto. La oferta tergiversó de tal modo que ella esperaba que me mudara ese verano a vivir con ella y con su marido. Creo que les urgía compartir con alguien los gastos de la casa que rentaban. En una semana estaría subiéndome a un avión hacia Quintana Roo y luego tomaría un autobús que me llevaría a Playa y estaría en la terminal de autobuses ADO esperando tres largas horas a mi ex y mi estancia de dos semanas sería un martirio. Ni siquiera me metería al mar y me la pasaría solo en una habitación escribiendo o caminando sin rumbo fijo en busca de algún tonto empleo de lo que fuera dentro de la rama turística, fumando Argentinos locamente y deshidratándome. No me sentía muy entusiasta.

domingo, 11 de octubre de 2020

Black Market Music (2000)

Soñé que escuchaba este álbum que hace un par de días cumplió 20 años, y en ese sueño tú y yo éramos jóvenes como hace 20 años, pero yo tenía más confianza en mí mismo y por consiguiente me daba igual si te quedabas conmigo y si lograbas resolver tus ciclos pasados, o no. 

Soñé que tu ex continuaba presente en nuestra relación y que aún lo veía como un pobre diablo que te chantajeaba y que me hacía rabiar con su actitud Cobra Kai de niño de los ochenta, y soñé que él te rogaba que volvieras y que me dejaras, y tú lo tomabas en serio mientras yo lo veía causar lástima por todas partes y mientras yo lo escuchaba amenazarte con suicidarse o con secuestrarme con sus amigos idiotas para hacerme sufrir como él sufría –me parecía un sujeto más patético, más ridículo y más insignificante–, y, a diferencia de la realidad de hace 20 años, tú me parecías menos atractiva y tenías una influencia casi nula en mis decisiones. 

Soñé que traía puestos unos audífonos y que escuchaba Black Market Music en el walkman que compré con mis ahorros en Plaza Meave, y soñé que ese álbum acababa de comprarlo en el tianguis de la Colonia Vicente Guerrero que solía visitar contigo algunos martes o jueves, y en el sueño sabía que lo escuchaba mucho y sabía que, sin embargo, sus canciones aún no formaban ninguna asociación con ningún momento particular de mi vida. 

El sueño terminó de repente. Creo que querías ofrecerme una disculpa o que esperabas que yo le ofreciera una disculpa a tu ex o que tu ex quería que fuéramos grandes amigos.

No recuerdo dónde compré mi ejemplar de Black Market Music –debió de ser en esa extraña tienda a la que llamábamos “Garage Olimpo” y que tenía varios pisos y que quedaba cerca de Tlalpan, a una cuadra del Instituto de Psiquiatría, justo enfrente de la gasolinera en la que hacía parada el RTP que iba al Reclusorio Sur–, pero sí recuerdo que hace 20 años más o menos ya escuchaba ese álbum en el walkman y que solía grabar en cassettes otros álbumes completos o canciones de diversas bandas que me gustaban y que solía grabarlos en el minicomponente Aiwa que mi papá me había regalado por haber concluido mis estudios de licenciatura.

Recuerdo que la música hacía más tolerante esos larguísimos recorridos desde Pantitlán hasta Xochimilco que hacía cuando iba a tu casa, o cuando te acompañaba a tu casa y volvía a la casa de mis papás. Recuerdo que cuando volvía de tu casa, debía tomar otro camión RTP que tenía su base a unas cuadras de un deportivo muy popular en Xochimilco y que ese camión RTP también hacía paradas exclusivas y que generalmente tardaba entre 30 ó 40 minutos en pasar y que generalmente estaba atestado de numerosas familias que iban al Metro Constitución o a Cuemanco o a La Glorieta Vaqueritos.

El trayecto era de casi dos horas cuando había mucho tráfico, y tenía que hacerlo varias veces a la semana –incluso en días feriados o en domingos, en los que, obviamente, habría preferido quedarme en la casa de mis papás y no salir a ningún lado para ponerme a leer o a escribir– y odiaba pasar tantos minutos de mi vida en un camión, y también odiaba tener que acompañarte a tu casa todos los días –y sin embargo nunca te lo dije, porque me gustaba cuidarte– y también odiaba tener que subir hasta tu casa y despedirte en la entrada de tu casa –generalmente me quedaba a comer, pero recuerdo sobre todo una ocasión en la que te hice enojar y me cerraste la puerta en la cara–, y obviamente también odiaba tener que volver a bajar desde tu casa hasta la avenida y tener que cruzarme con los vagos que siempre me decían cosas soeces y también odiaba tener que esquivar a ese perro que siempre me ladraba y perseguía, y también odiaba tener que tomar otro camión que me llevara hasta la parada del deportivo muy popular por la cual pasaba el RTP que me llevaba de vuelta a la casa de mis papás, y odiaba tener que esperarlo 30 ó 40 minutos y después de más de una hora finalmente llegar a la casa de mis papás y apenas tener tiempo para grabar canciones de distintos álbumes, o canciones de distintas bandas, en cassettes.

Recuerdo también una ocasión en la que te hice enfadar (seguramente por quejarme de la constante presencia de tu ex) mientras tus papás nos llevaban a algún lugar en ese enorme automóvil color verde de los setenta que tenía tu papá, y recuerdo que aprovechaste unos minutos en los que ellos tuvieron que estacionarse en algún sitio y bajarse a comprar algunas cosas para mirarme con tu peor mirada de odio y decirme que no sabías por qué seguías conmigo, si yo no era ni simpático ni guapo ni millonario.

Recuerdo haber escuchado cómo estallaba mi corazón en mil pedazos de rabia y de impotencia, y recuerdo haberme sentido un imbécil sometido a tu voluntad, y recuerdo haberme mordido la lengua y haber apretado los puños y haber tenido que actuar como si nada pasara cuando tus papás volvieron al auto y haberme sentido patético y humillado y haber sido incapaz de usar cualquier pretexto para bajarme del automóvil y echarme a llorar en la calle mientras caminaba a ninguna parte. 

Recuerdo haber sentido cómo toda mi sangre hervía como una caldera de emociones y recuerdo haberme sentido miserable e incapaz de mandarte al diablo a ti y a tu ex, y ahora, mientras aporreo el teclado de la Mac y escucho todas estas canciones y todas estas emociones me anegan y mientras la voz de Brian Molko me transmite una sensación de nostalgia y de vértigo, cada una de las canciones me remonta a distintos momentos de hace 20 años y me parecen eventos de una vida que sería incapaz de volver a tolerar, y sin embargo echo de menos ciertas cosas, tales como mi salud física (mi salud mental definitivamente no era la mejor) y la energía que tenía para sufrir y dañar mi cuerpo con tabaco y otras drogas, y también la música me hace aborrecer esa enfermiza co-dependencia y aborrecer a ese pusilánime otro yo que apenas tenía dos o tres horas diarias a solas (que eran insuficientes para reflexionar y para escribir todo lo que pensaba) y que empleaba exclusivamente para grabar los cassettes que escuchaba en esos monótonos y largos recorridos de tu casa a la casa de mis papás.

No sabes cuánto aborrezco a ese pusilánime otro yo que ni siquiera tenía tiempo para leer.

Ahora recuerdo que no sólo discutíamos cuando acompañábamos a tus papás a alguna parte, sino que lo hacíamos casi todos los días y que casi todos los días de nuestras vidas aparecía tu ex y tú me decías que preferías estar con él que era “el original”, en lugar de estar conmigo, que era “su copia”, y también recuerdo que sin embargo no me sentía ni cansado ni nauseabundo como me siento 20 años después, cada vez que el vacío en mi estómago o las terribles ganas de orinar me despiertan y no me dejan dormir. 

También recuerdo aquella ocasión en la que fuimos al cine y nos tomamos un café y me sentía extrañamente tan seguro de mí mismo y extrañamente tan feliz contigo que pensé que podría vivir así el resto de mi vida y que entonces se me ocurrió preguntarte si te casarías conmigo, y recuerdo que entonces te pusiste muy seria y que le diste un sorbo a tu café y que después me dijiste que definitivamente no lo harías, y yo pensé en todas esas ocasiones, casi al principio de nuestra relación, en las que tú eras quien hablabas de nuestro futuro juntos y me sentí totalmente devastado y estúpido.

Recuerdo que trataste de ser diplomática, pero era evidente que estabas allí conmigo porque no tenías otra cosa mejor que hacer ese día y porque temías profundamente quedarte sola, y recuerdo que, justamente, en el largo recorrido de vuelta a la casa de mis papás me puse a escuchar por primera vez con atención “Passive-agressive” y que me puse a pensar que yo jamás podría ser –ni quería ser– esa clase de hombre con el que querrías compartir tu vida. 

Recuerdo que cerré los párpados y que quise llorar y bajarme del RTP y que quise mandar todo al diablo, pero que simplemente me quedé inmóvil y que reproduje una y otra vez esa canción, y que me sentí frustrado porque era imposible mandarte al diablo y no volver a saber de ti ni de tu ex, pues tenía que verte todos los días en el laboratorio en el que corríamos los experimentos de nuestras tesis de licenciatura.

Luego volvimos a reconciliarnos y compramos boletos para un festival en el que tocaría Placebo e hicimos planes, pero al final decidiste ir al concierto con tu ex y yo me la pasé de pie a unos treinta metros del escenario preguntándome dónde estarías escuchando a la banda y sintiéndome tan fatal que acabé saliéndome del festival mientras sonaba “Where is my mind?”, y me recuerdo caminando afuera del Foro Sol en busca de un taxi, odiando haberte conocido y sintiéndome inútil e incapaz de escribir nada al respecto.

Casi todos los días me odiaba y me sentía incapaz de conocer a otra mujer y me sentía incapaz de volver a enamorarme de alguien y me sentía incapaz de interesarle a alguien, y simplemente deseaba regresar a la casa de mis papás y volver a mi recámara y encerrarme y tumbarme en la cama a leer o a sentarme en el escritorio y ponerme a escribir sobre todas las cosas que hacía diariamente y sobre cómo me hacía sentir estar en una relación absurda. y a imaginar cuánto tiempo tardaría en decidirme a decirte que no tenía ningún interés en contemplar cómo eras incapaz de cerrar ciclos.

jueves, 8 de octubre de 2020

93 días

 La huelga

viernes, 2 de octubre de 2020

2 de octubre

Me preguntaste si el rostro correspondía al autor de Tarzán y te dije que no. Te aclaré que se trataba de uno de los escritores beatnik más famosos y que una de sus obras más célebres era Naked Lunch. Te iba a decir que William Burroughs es uno de mis autores favoritos y que de hecho había comprado la playera en la que estaba estampado su rostro (y que llevaba puesta), afuera de la Cineteca Nacional, una tarde en la que habían pasado un documental de la generación beat, o una tarde en la que mi esposa y yo habíamos visto Birdman, pero pensé demasiado en las palabras que usaría para no parecer un tipo presuntuoso y desesperado por decir algo y por dejar claro que leía casi todo tipo de literatura, y el momento pasó.

Llegamos a la fonda en la que comíamos casi todos los días. No había cumplido ni un par de meses trabajando en la universidad, pero ya teníamos esa costumbre. Poco a poco, en el lapso de otro par de meses, mi salud iría deteriorándose y tendría que verme forzado a comer dos o tres cosas y a tener que rechazar tu invitación y la de tu esposa para comer en esa fonda. Nunca lo aclaré, pero mi salud fue la razón por la cual dejé de acompañarlos todos los días a comer. Mi salud empeoraría a tal punto que bastarían un poco de azúcar o un poco de grasa para provocarme reflujo y para tenerme carraspeando y sofocándome con mis jugos gástricos mientras las náuseas y la ansiedad llegaban en oleadas y desaparecían para volver con más intensidad durante varios minutos. La enfermedad de reflujo gastroesofágico es desgastante y los síntomas son infernales y están subvalorados. No es tan común en la población, no es fácil de diagnosticar, y tienes que padecerla para entender que no es cualquier molestia que puedes ignorar y que te permite seguir con tu vida como si nada, cada vez que ocurre un episodio. 

En el lapso de ese par de meses, acudiría con un gastroenterólogo y me realizarían una endoscopía y me adheriría a dos largos tratamientos de antibióticos, de sucralfato y de cinitaprida, durante casi diez meses –¡más de lo que dura un embarazo!–, ninguno funcionaría, me iría sintiendo cada día más y más miserable, y al cabo de un año y medio terminaría en el quirófano, en una habitación poco iluminada y que se sentía como una cárcel gris y fría, contándole al anestesiólogo a qué me dedicaba, conforme la anestesia surtía efecto y yo perdía la consciencia y vagamente recordaba un poema de Bernardo Ortiz de Montellano y les permitía a los gastroenterólogos abrirme en canal y suturar una parte de mi estómago con una parte de mi esófago para formar una bomba que impidiera que, cada vez que estuviera en ayuno o acabando de comer o de beber cualquier alimento o bebida, ascendieran los jugos gástricos desde mi estómago hasta mi esófago.  

La muchacha que nos atendía y que parecía conocerte muy bien a ti y también a tu esposa –¿de cuántos años de comidas alrededor de las tres de la tarde?–, se acercó a nuestra mesa y la limpió con destreza mientras le preguntabas cómo estaba y cuál era el menú. Ella te sonrió y te dio el menú. Escuchaste atentamente y preferiste un huarache con bistec y una Coca-Cola. Generalmente elegías el menú, pero ese día debió de ser viernes y los viernes cambiabas el menú por la carta. 

Mientras todo esto ocurría, tu esposa hablaba con un catedrático CONACyT sobre algún congreso en Noruega al que asistirían dentro de unos meses y yo me sentía fuera de lugar. Al igual que con el asunto de la playera, pensaba demasiado en las palabras que usaría para dirigirme a todos. No quería decir algo que sonara muy bobo o muy pretencioso. También me sentía fuera de lugar porque estaba descubriendo que ser un posdoc implicaba que los estudiantes y que el personal administrativo de la universidad no me vieran como un joven investigador recién egresado de un doctorado y que ya tenía varias publicaciones científicas que él mismo había escrito en inglés, sino que me vieran como un estudiante más que en general sabía las mismas cosas que los estudiantes de licenciatura y que mentalmente estaba más cerca de la adolescencia que de la adultez. 

Tal vez hablaste sobre alguna marcha del 2 de octubre a la que asististe, tal vez me contaste sobre tu experiencia en el terremoto de 1985, tal vez me dijiste que le habías enviado a mi ex jefe algún correo electrónico que nunca te respondió o tal vez todos estos recuerdos son implantados u ocurrieron en diferentes momentos que quiero agrupar en un solo momento, pero el hecho es que nadie imaginaba que al cabo de cinco años decidirías acabar con tu vida y que todas esas personas que compartimos la mesa contigo esa tarde de viernes estaríamos en tu funeral. 

Ya pasó un año desde entonces y aun no asimilo lo que ocurrió y aun no me he atrevido a explorar los recuerdos que tengo de ti. Compartimos un espacio de trabajo, compartimos un terremoto en un edificio que están demoliendo, compartimos situaciones más agradables... como las cenas de fin de año, como los seminarios de neurociencias de cada miércoles, como el baby shower de tu hija más pequeña, como las visitas al cubículo de tus hijas cuando ellas estaban de vacaciones, como aquella ocasión en la que me llevaste en tu camioneta desde la universidad hasta el departamento en el que vivíamos mi esposa y yo porque tú y tu esposa nos regalaron una bañera, como aquella ocasión en la que platicamos sobre la película de Freddie Mercury y sobre esas otras dos películas con Edward Norton que hasta el final descubrimos que eran la misma película... 

Hay cosas que no pueden escribirse en una computadora. 

lunes, 21 de septiembre de 2020

jueves, 17 de septiembre de 2020

Use Your Illusion (1991)

 


Aenima (1996)


Me pregunto cuántas cosas, dignas de recordar, me ocurrieron en 1996, y, honestamente, me cuesta trabajo recordar una sola. Estoy seguro de que estaba en sexto año de prepa y que tenía serios problemas de acné y que las únicas actividades que me interesaban –no necesariamente en este orden– eran escuchar música, escribir poemas bobos –entonces no me parecían bobos– y pensar en mujeres. 

La escuela no me interesaba (y tengo la impresión de que mis compañeros me consideraban una especie de idiota que ni siquiera era capaz de sumar). Exceptuando Literatura Universal, las clases me parecían aburridas. Mi profesora parecía muy solitaria y triste. Le gustaban Shakespeare y Virginia Woolf. Ahora mismo me pregunto si sigue viva. Ella entonces debió de tener la edad que tengo hoy.

En 1996 no tenía amigos ni novia. Conocía a unos sujetos que tocaban en una banda. A veces llevaban sus guitarras a la prepa y me enseñaban a tocar algunos acordes de algunas canciones de Nirvana. Una de mis máximas ilusiones era tocar en una banda. 

Ellos ensayaban en Neza, en la casa de uno de ellos. Sólo debía tomar un camión que pasaba cerca de mi casa y hacer un recorrido como de 30 minutos para llegar al ensayo. A pesar de que tenía muchas ganas de tocar con ellos y a pesar de que la única vez que fui a verlos ensayar ellos fueron muy amables conmigo –incluso querían que yo cantara y ya les había pasado algunos cassettes en los que yo mismo me había grabado cantando y tocando la guitarra–, alguien me convenció de que no eran personas confiables y  de que me robarían mi guitarra. 

Tontamente, le creí a esa persona –él conocía mejor que yo al dueño de la casa donde ensayaban estos tipos– y no volví al ensayo. Mi hermano y yo habíamos ahorrado para comprar una guitarra eléctrica en Plaza Universidad. Era una Yamaha roja para diestros –aún recuerdo el penetrante aroma a naftalina que despidió la caja en la que nos la entregaron cuando la sacamos de su caja, y aún recuerdo el deslumbrante color escarlata de la guitarra y el aroma aceitoso de las cuerdas– y venía en un paquete que incluía un pequeño amplificador Crate. 

Aunque le cambié las cuerdas para poderla tocar –soy zurdo–, nunca logré sentirme cómodo al tocarla, si me ponía el tahalí y nunca busqué a nadie en ninguna tienda de música para que le pusieran un tornillo y pudiera colgármela como zurdo. Irónicamente, esa guitarra se la prestamos a un novio de mi prima que tocaba en una banda de trash y cuando ellos rompieron, él se quedó con la guitarra y con el amplificador. Cada vez que lo llamé por teléfono para pedírsela, se hizo tonto y me cansé. Incluso, varias veces tuve que hacerme pasar por otra persona para que él me contestara el teléfono. 

En 1996, pasaba mis tiempos libres entre clases con un par de sujetos que no me caían muy bien. Uno de ellos fue quien me aconsejó no volver a ensayar a la casa de Trejo. A estos dos sujetos les gustaba jugar basket, ir a las tiendas de San Juan de Letrán a comprar tennis de jugadores de basket, acosar a las chicas que les gustaban y jugar billar. 

Nos pasábamos varias horas a la semana en un billar que estaba en Lorenzo Boturini o en otro billar que estaba cerca de La Merced o en otro que quedaba cerca de un centro comercial en Fray Servando y Teresa de Mier. 

Me interesaban dos chicas. Una se llama (o llamaba) Claudia. Me gustó desde que la vi. Un día me acerqué a ella en la escuela y comenzamos a platicar. Todo iba bien entre los dos, pero cambió cuando le dije que quería salir con ella. Dejó de ser amable conmigo y me rechazó. Su principal razón fue que tenía un bebé. Sufrí mucho. Nunca había experimentado el rechazo de una chica. 

Ella vivía en El Cerro de La Estrella y se comportaba como una persona madura. Creo que, más bien, me rechazó porque le parecí demasiado estúpido. También mi aspecto debió de parecerle repulsivo. Casi todos los días usaba los mismos pantalones de mezclilla y una vieja sudadera Adidas que me ponía al revés. Además, usaba el cabello un poco largo y no sabía cuidármelo nada bien. 

La última vez que vi a Claudia, ya estaba en los últimos semestres de la licenciatura y no me pareció tan atractiva. La vi en El Paseo de Las Facultades –más bien, por la G. Martell– y ella iba tomando de la mano a un sujeto que parecía el clásico universitario de los primeros semestres de Medicina.

La otra chica se llama (o se llamaba) Nancy. Era más chica que yo y mostraba cierto interés en mí. De repente, un sujeto más grande y mejor parecido que yo –un “porro” de barba cerrada– empezó a hablarle y ella se volvió su novia. Al mismo tiempo que Nancy se relacionaba con el tipo barbón, una chica empezó a llamarme misteriosamente por teléfono. 

Se llama (o se llamaba) Alejandra. Le gustaban Los Cranberries y tenía novio. Nos habíamos conocido en un curso de inglés avanzado y allí, de algún modo, había conseguido mi número telefónico. 

Al cabo de unas semanas de haber comenzado a recibir estas misteriosas llamadas telefónicas, inferí que Alejandra era quien las hacía y la busqué en la escuela y ella lo aceptó. Tuvimos una relación secreta –ella le decía “free”– y luego se acabó porque yo no quise continuar así. Yo quería que ella dejara a su novio y que ella y yo fuéramos novios.

La última vez que la vi yo estaba en el primer semestre de la licenciatura. Un día pensaba en ella y se me ocurrió ir a visitarla a la prepa. La sorprendí afuera de la escuela y ella fue fría y distante. Ni siquiera le dio gusto verme. Me dijo que ese día, precisamente, su novio iría por ella a la prepa. Unos días después de ese encuentro desagradable, ella me llamó por teléfono y yo le dije que me había equivocado al buscarla y que ya no me interesaba saber nada de ella. No sé cuántas cartas y poemas le escribí. Tal vez veinte o treinta. Algunas de esas cosas se las di y otras quedaron perdidas en alguna libreta que debió de terminar en la basura. Me gustaría leerlos una vez más. La quise mucho.  

En fin. Hace 24 años estas cosas ocurrían en mi vida. Ni enterado estaba de la existencia de una banda llamada Tool. Mucho menos estaba enterado de Aenima, el fabuloso disco que un día como hoy salió a la venta.
Escuché este álbum por primera vez a principios de los 2000. Tengo una edición de lujo que me regaló una novia en un cumpleaños. Otro día continuaré con esta historia. 

viernes, 11 de septiembre de 2020

11 de Septiembre del 2001

 


Mientras escucho Nevermind por primera vez en varios meses –en estos días se cumplieron 29 años del lanzamiento de “Smells Like Teen Spirit”–, recuerdo que hace 19 años también me había dado un “respiro” de Nirvana y que entonces tomaba una clase de los últimos semestres de la carrera. 

Esa clase debió de ser de Tópicos Selectos en Cognición Animal. La impartía mi tutor de tesis de licenciatura. El camino a la universidad fue más lento que de costumbre. Julio.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

jueves, 27 de agosto de 2020

Ten (1991)

 


Hace 29 años debí de estar por entrar a la secundaria
o debí de estar en mi primera semana de clases de la secundaria.

Hace 29 años debí de sentirme muy entusiasmado ante la idea de comenzar una nueva etapa académica, debí de sentirme muy importante con el portafolios que mi papá me había comprado expresamente para la secundaria y debí de creer que la secundaria sería fabulosa.

Hace 29 años debí de estar convencido de que seguiría en contacto con la niña de la primaria que me gustaba y de que me atrevería a invitarla a salir a algún lugar y de que terminaríamos siendo novios.

Hace 29 años fantaseaba con las actrices de Beverly Hills 90210 y hablaba de futbol –jugaba en mi primer equipo de futbol, cada sábado– y creía que me convertiría jugador profesional de futbol o en comentarista de partidos de futbol. 
  
Las expectativas cambiarían a los pocos meses: la mayoría de mis compañeros de clases serían mucho menos inocentes que yo y no nos llevaríamos bien, la mayoría de las clases serían monótonas y aburridas, estaría a punto de reprobar en mi primera evaluación del inservible taller de Dibujo Técnico Industrial...

Cuánto me habría gustado contar cómo fue que me impactó este álbum que hoy cumple 29 años y recrear mis recuerdos.


martes, 25 de agosto de 2020

viernes, 21 de agosto de 2020

Facelift (1990)


Debió de ser un sábado de agosto del 2001. Layne aún vivía. Tan sólo ocho meses más tarde moriría por sobredosis y sus padres hallarían su cadáver descompuesto en su departamento.

Suzy y yo estábamos en una etapa en la que ya nos odiábamos y sin embargo no podíamos dejar de vernos. Teníamos, más o menos, una típica relación de veinteañeros. No habíamos dejado de ser adolescentes y sin embargo nos creíamos adultos. En mi defensa debo decir que yo nunca había estado con ninguna mujer y que me consideraba tan horrible y tan imbécil que no me creía capaz de interesarle a ninguna otra mujer. En su defensa puedo decir que ella era hija única y que temía profundamente a la soledad. 

Ese sábado acompañamos a mis papás a Plaza Oriente –aún no existía Parque Tezontle– y yo me metí al Mix Up que había allí –creo que ahora es un centro Herbalife– y compré Facelift y Broken.

Tenía cierta aversión hacia Alice In Chains porque era la banda preferida del ex de Susy. 

Suzy me hablaba todo el tiempo de él. Él era un pobre diablo mayor que nosotros. Supongo que rondaba los treinta. Yo lo aborrecía no sólo porque era un pobre diablo, sino porque era un cobarde, un chantajista y un hipócrita. Según ella, él la había amenazado con suicidarse, si ella no volvía con él. También le había dicho que había pensado en secuestrarme con sus amigos y en torturarme para hacerme sufrir lo que él estaba sufriendo. 

Casualmente cuando ella y yo nos peleábamos (ella nunca lo superó y lo mantuvo al tanto de nuestra relación), él aparecía en la facultad para llevarla a su casa y se comportaba como un idiota, como un “macho alfa”. Y hacía todo lo que un “macho alfa” hace para dejar clara su posición. 

El disco costaba $100 MXN, o menos. No recuerdo si era nacional o importado, pero sí recuerdo que la portada me llamó mucho la atención, que me hizo pensar en un sujeto que estaba en un viaje de LSD y que me dio mucha curiosidad escuchar a esa banda de Seattle que los periodistas de rock asociaban con las bandas que me gustaban. 

Al volver a la casa de mis papás, Suzy y yo debimos de subir a mi recámara a fumar tabaco en el balcón y después debimos de tumbarnos en la cama a platicar sobre cualquier estupidez pretenciosa. 

Ella debió de adoptar esa actitud indolente que solía caracterizarla cuando tenía que confesarme algo hiriente que podía dejar en entredicho su papel de víctima en la relación y debió de decirme que se había acostado con su ex el fin de semana previo. 

Debió de enfatizar que lo había hecho por despecho y que, mientras se habían revolcado, había pensado en mí. 
Estoy seguro que no me afectó. Estaba tan acostumbrado a la presencia de su ex que ya nada me sorprendía. Me sentía tan poco involucrado emocionalmente a ella que ni siquiera tuve celos. Más bien la veía como alguien con quien podía acostarme para pasarla bien. 

Después de algunos segundos debí de forzarme a poner una cara seria y debí de decirle que no le creía. Ella debió de suplicarme que la perdonara y después debió de lanzarme esa vehemente mirada que solía poner cuando quería acostarse conmigo. 

Tal vez nos besamos y perdimos la razón. Tal vez sólo me hice la víctima para hacerle sentir lo que me había hecho sentir tantas veces. Tal vez quise dejarle claro que ella siempre hacía todo lo posible para hallar la manera de convencerse de que los sentimientos del pobre diablo del ex eran más importantes que mis sentimientos. 

No recuerdo qué pasó exactamente –quizá confundo varios eventos–, pero lo que sí recuerdo es que, mientras ella me miraba vehementemente y me contaba sobre el acostón con su ex, yo sólo quería largarme al estudio en el que dormía cuando ella se quedaba en la casa de mis papás, ponerme los audífonos y escuchar el álbum debut de Alice In Chains hasta quedarme dormido y desentenderme de mi patética existencia por unas horas. 

En algún momento probablemente tuve que fingir que ella era aún lo máximo para mí y tuve que decirle todo lo que ella esperaba que le dijera y entonces finalmente pude bajar al estudio y tumbarme en el enorme sillón que ocupaba casi toda la estancia y pude quitarle el papel celofán al disco y pude echarle un ojo al booklet y ver la fotografía en la que posan Jerry Cantrell, Layne Staley, Mike Starr y Sean Kinney en medio de las letras de las canciones, mientras encendía el discman y metía el disco compacto al discman y me disponía a darle play.

Me puse los audífonos, dejé caer la cabeza en la almohada, me puse encima una cobija, cerré los párpados y escuché Facelift

Relacioné las canciones más con el heavy metal que con el “sonido Seattle” –me parecieron más cercanas a los primeros álbumes de Soundgarden que a “Rooster”, que a “Heaven Beside You” y que a “Nutshell”–, y me costó trabajo seguirle el ritmo. 

Tuve ese disco en mi colección varios años y no lo escuché más de tres veces.

Probablemente influyó el hecho de que Susy y yo dejamos de vernos, que ella se largó de la ciudad, que se enamoró de otro sujeto, que se casó con ese sujeto y que tuvo un bebé. 

Probablemente influyó el hecho de que comencé a dar clases como profesor de asignatura en la Ibero y que hice algunas amistades en algunos talleres de creación literaria y que me mantuve ocupado en actividades que no tenían una relación cercana con la música que escuchaba en la universidad. 

Probablemente influyó el hecho de que dejé de escuchar a Nirvana durante algunos meses. 
 
Más o menos cinco años después, conocí a mi esposa. 

La conocí en una estación del metro, cuando iba a impartir una clase a la UNAM. 

Iba a cumplir un par de semestres como profesor de asignatura interino (el puesto más bajo como académico) y ni siquiera había ingresado al posgrado. Mi sueldo apenas me alcanzaba para invitarla a comer a algún restaurante, de vez en cuando. 

Una vez ella y yo fuimos al Chopo y allí vendí mi primer ejemplar de Facelift. 

El tipo que me lo compró no entendió por qué quería venderlo. Le dije que necesitaba el dinero, me miró con lástima y ya no dijo nada. (En esa ocasión, aunque realmente no estaba tan quebrado, también vendí mi primer ejemplar del álbum de Temple Of The Dog.) 

Pude sobrellevar la situación sin mi primer ejemplar de Facelift –tal vez los recuerdos a los que me remontaba no sólo no eran tan agradables, sino que no los había digerido– hasta abril del año pasado, cuando acabé de escribir mi primera novela. Un capítulo más o menos relevante para la trama, me llevó a pensar en Layne Staley y en particular en el rango de su voz en “Love, Hate, Love”. 

(Esa novela es historia aparte: comencé a escribirla en diciembre del 2013 y terminé de escribirla en las últimas semanas de abril del 2019, después de revisarla y de re-escribirla obsesivamente, en medio de una crisis provocada por una quiebra –económica y emocional–, casi total*). 

Lamenté haber vendido el álbum, y mi desesperación y necesidad de escucharlo de principio a fin fueron tales, casi como si me hallara en un síndrome de abstinencia del “sonido Seattle”, que lo descargué de algún blog en internet. (Aún no había llegado la obsolescencia programada a mi iPod, funcionaba según el impecable cuidado en el que lo he mantenido y no me había visto obligado a contratar Spotify.) 

Estuve escuchándolo varios días en mi iPod y estuve varios días lamentando haberlo vendido en El Chopo. Mi primer ejemplar debió de ser una edición de los noventas. 

Por fortuna, en alguna visita al Centro Histórico de la Ciudad de México, hace no más de un año, encontré otro ejemplar de Facelift en el Mix Up de Madero. Por fortuna, también es una edición de los noventas. 

Este álbum cumple hoy 30 años. Layne mañana cumpliría 53 años. 

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*Ingenuamente, concursé con esta novela por un premio para “jóvenes escritores” que ganó una persona que ha reconocido abiertamente en alguna conferencia de la empresa que patrocinó el concurso, haber estado “apadrinada” por una escritora consagrada.