martes, 23 de marzo de 2021

23 de marzo de 1994

Mi mamá y mis hermanos miraban la televisión y yo fingía estar terminando una tarea irrelevante de un taller de dibujo, sentado en la alfombra de la sala y con los codos apoyados en la mesa de centro. Aborrecía ese taller y no hallaba el momento de salir de la secundaria para librarme de él. 

De pronto, la programación habitual de la televisión fue interrumpida y el rostro de Jacobo Zabludovksy apareció en la pantalla como una epifanía de la muerte. Él estaba en el mismo foro en el que daba las noticias por la noche y adoptó un aire solemne. Vestía como siempre: una camisa, una corbata y un saco. Tras un breve saludo, se ajustó las gafas, se acomodó en su asiento y dijo que acababan de dispararle a Luis Donaldo Colosio en Lomas Taurinas. También dijo que, según sus informantes, el candidato del PRI a la presidencia se encontraba en estado crítico en algún hospital de Tijuana. Acto seguido, se comunicó vía telefónica con Talina Fernández –que residía en Tijuana– y comenzó a preguntarle qué había ocurrido. Talina Fernández estaba muy consternada y habló atropelladamente. Jacobo se impacientó y le pidió que no se separara del candidato a la presidencia, para mantener a la audiencia al tanto de su salud. 

El programa se extendió por varias horas. Creo que hasta mi papá volvió del trabajo y el programa continuaba. Talina Fernández hizo varios enlaces con Jacobo, y algunas veces decía que Colosio se encontraba en buenas manos y que los médicos estaban haciendo todo lo posible para mantenerlo con vida y otras veces decía que había recibido tres o cuatro impactos de bala en el cerebro y que estaba al borde de la muerte. 

En algún momento de la transmisión, comenzaron a pasar un video del atentado. Apenas duraba unos cuantos minutos, pero eran suficientes para observar que Colosio estaba en un lugar peligroso y que no tenía una buena protección. Mientras él caminaba por una calle sin pavimentar y se dirigía a la camioneta que lo llevaría a otro mitin, un montón de personas lo rodeaban. La mayoría de la gente parecía admirarlo y parecía que deseaban acercarse a él y estrechar al menos una de sus manos. 

En el instante en el que un desconocido se acercaba al político por la espalda y en unos cuantos segundos le ponía una pistola en la cabeza y le disparaba, sonaba el coro de una canción que decía “¡Ay, la culebra!”.

El video continuaba hasta que la gente y los escoltas de Colosio tomaban al supuesto asesino. En unas cuantas horas, vi tantas veces el video que me aprendí el coro de esa canción y que memoricé el ritmo de la canción.  

Aun cuando fue un evento muy impresionante, lo único que me preocupaba era que tenía que cortar con mi novia y tenía que decirle que ya no volveríamos a vernos después del verano. Hace 27 años de esto. 

domingo, 21 de marzo de 2021

barquillo



Ayer salimos a la calle. A unos tres o cinco kilómetros de la casa hay una nevería que nos gusta. La conocimos a las pocas semanas de habernos mudado a Lerma y durante la huelga la visitábamos con frecuencia. La caminata desde la casa nos servía para distraernos de la realidad –teníamos que pedir dinero prestado para sobrevivir, y cada mes que pasaba era más complicado que el anterior– y aprovechábamos para probar la variedad de sabores de las nieves. Después de la huelga y durante la pandemia dejamos de ir a la nevería, pero el sábado pasado volvimos a ir. Compramos medio litro de nieve de frutos rojos y medio litro de nieve de cereza. 

En comparación con la semana pasada, había más gente en la calle. Por la avenida circulaban más vehículos, en la entrada del fraccionamiento había más gente que en otras ocasiones y en la pequeña plaza en la que está la nevería también había más gente. Compramos medio litro de nieve de cajeta, medio litro de nieve de limón y dos barquillos. Cuando volvimos a la casa, me comí un helado de nieve de limón. La nieve estaba ácida, pero tenía un buen sabor. Me acabé el helado rápidamente y empecé a tener síntomas de reflujo. Cuando comí, el malestar pasó. Por la noche se me ocurrió tomarme una Coca-cola y comerme unas Chips con limón, y empecé a producir mucha flema, como si de repente me hubiera acatarrado. Las flemas se acumulaban en la garganta y me impedían respirar con facilidad. Después de algunos minutos, me sentí mejor, pero no cené más que un par de rebanadas de jamón (el ayuno prolongado también me provoca reflujo). Dormí bien y estoy despierto desde hace más de una hora. Ya alimenté a los gatos, ya comí un puño de pasas y ya tomé agua, pero estoy sintiéndome mal. Mientras el ácido sabor de la nieve de limón absorbe todos mis sentidos, tengo la sensación de que devolveré el estómago, tengo la sensación de que me acaban de sacar el aire con un puñetazo en el estómago, tengo la sensación de que comenzaré a toser incontroladamente, tengo la sensación de que una fría corriente de aire que recorre mi esófago acabará acumulándose en mi garganta y tengo la sensación de que no podré tragar saliva y de que me pondré paranoico. 
 

viernes, 12 de marzo de 2021

trapeador

¿Cuántas veces he pensado –y sentido– que mis párpados son como unas pesadas cortinas de acero que se cierran?, ¿cuántas veces he estado a punto de escribir en cualquiera de las doscientas libretas en las que siempre escribo, que mis párpados son unas pesadas cortinas de acero que se cierran? y ¿cuántas veces me he censurado porque me parece un lugar común demasiado común? No lo sé. Lo único que sé es que la sensación es constante, que con frecuencia la fatiga es implacable y que rara vez me siento descansado y realmente despierto. 

Mientras intento encontrar respuestas a mis preguntas e ignorar el malhumor que me provoca la fatiga y mi incapacidad para descansar, trato de enfocarme en otra cosas. Al cabo de algunos segundos en los que he hecho mi máximo esfuerzo para contar hasta diez y respirar y llevar aire a mis pulmones, lo único que escucho es el ir y venir del trapeador.

El sonido es monótono, suena como una navaja de plástico y de tela que atraviesa una superficie líquida. El ir y venir del sonido –¡splash, splash!– entra por mis oídos, y me hace visualizar cómo las ondas sonoras navegan en la marea de la impedancia como un ejército de naúfragos perdidos en las profundidades de la cóclea y cómo hacen temblar a la membrana tectoria y a la membrana basilar y cómo finalmente mueven los estereocilios y despolarizan o hiperpolarizan a una célula ciliada que enviará una señal eléctrica hasta la corteza auditiva, para que yo simplemente escuche splash, splash y no deje de pensar en que el sonido es como el que emite una navaja de plástico y de tela que atraviesa una superficie líquida.    

Por si esto no fuera suficiente, los ojos me escocen. Siento que han sido invadidos por una plaga. Siento que alguien me ha rociado un aspersor de cloro en ellos. Siento que alguien me ha vaciado una ametralladora de balas ácidas en ellos. Pero sólo es la fatiga acumulada, la costumbre de levantarse más temprano de lo necesario y andar como una mosca agonizante tropezando en las paredes del día que es tu existencia.

martes, 9 de marzo de 2021

El sufrimiento es privado





Las náuseas absorbían todas mis fuerzas y capturaban todos mis sentidos. Las náuseas eran el centro de todo. Las náuseas eran mi universo. Las náuseas eran mi hábito. Las náuseas eran mi miseria. Las náuseas eran mi sensación primordial. 

Tenía varios meses luchando estoicamente contra ellas. Algunos días eran menos malos que otros, pero este día que recuerdo en particular, ya estaba harto de las náuseas. Desde la mañana, mientras me bañaba y me vestía, había estado luchando contra ellas. En el trayecto al trabajo, mientras intentaba ignorar el pestilente aroma del desayuno de una familia en el transporte público, no habían dado tregua. En la caminata desde Rojo Gómez hasta la universidad, mientras mis pensamientos se enfocaban en el día en el que todo volviera a la normalidad y mi salud no me mantuviera contando las veces que producía saliva en cantidades ingentes a lo largo del día, no habían claudicado. Las náuseas, particularmente ese día que recuerdo ahora mismo, ya habían durado más que de costumbre y me sentía miserable e incapaz de tolerar un día más de miseria. 

Conforme caminaba hacia el Edificio S y trataba de contagiarme de la vida que iba colmando la universidad, vislumbraba mi día: entre 9 y 10 de la mañana, las náuseas remitirían, pero entre 11 y 12 serían tan intensas que tendría que salirme del cubículo y caminar por la explanada de la universidad, intentando distraerme y tomar aire. 

También pensaba que, a ojos de mis compañeros de trabajo, yo era un sujeto que acababa de terminar el doctorado y que nunca parecía entusiasmarse por nada. Me perturbaba no tener la suficiente confianza para decirles que me sentía del carajo desde hacía varios meses. Deseaba decirles que mi vida era un infierno y siempre estaba esperando el momento oportuno para decirlo, pero ese momento nunca llegaba.

Me recuerdo subiendo las escaleras hacia el tercer piso del edificio S, pensando en todas estas cosas nauseabundas, cuando él apareció en el rellano de las escaleras del segundo piso. Estoy seguro de que mi rostro era el de un condenado a muerte, pues lo primero que me dijo, fue:

“Uy, ¡no desbordes tanta pasión por tu trabajo!”

Inmediatamente tomé aire, para asegurarme de que el vómito no saliera expulsado por mi boca, y le expliqué brevemente que me sentía mal, que tenía alrededor de ocho meses bajo tratamiento médico, que me habían realizado varias endoscopías y que estaba evaluando la posibilidad de que me intervinieran quirúrgicamente. 

Su semblante, antes sarcástico, cambió. Sentí una especie de empatía de su parte. 
Se puso serio y me dijo que lo lamentaba y que esperaba que mi salud mejorara. Se fue a su oficina y yo continué mi camino hacia el tercer piso. 

Varios meses después –ya había pasado por el quirófano y por el periodo de recuperación post-operatoria–, nos volvimos a encontrar, pero en esta ocasión a la salida de la universidad. Serían las seis o siete de la tarde. Él iba en su camioneta Mazda de color gris y yo iba a caminando. Empezaba a llover. Apenas podía sostener el enorme paraguas que acababa de comprarme para la temporada de lluvias. Nuestras miradas se cruzaron y entonces él me hizo señas con las manos y detuvo la Mazda a unos metros de mí y bajó la ventana del lado del piloto y me preguntó hacia dónde iba y yo le dije que iba a la Calzada Javier Rojo Gómez. 

Me ofreció darme un aventón y me subí a la camioneta y me senté en el asiento del copiloto. En el breve recorrido de cinco minutos, me platicó algo sobre la camioneta. Me dijo que la camioneta necesitaba mantenimiento y que iba a llevarla al taller mecánico en ese preciso momento. Me dijo que su hijo saldría de la ciudad en la camioneta y que él quería asegurarse de que no le fallara nada. También creo que me dijo que no le agradaba la forma en la que su hijo trataba la camioneta.  

De un momento a otro, también encontró la manera de presumirme que había hecho su doctorado en el Reino Unido y que algunas de sus colaboraciones con investigadores del Edificio S estaban en marcha.

Me bajé al llegar a Rojo Gómez, abrí el enorme paraguas nuevamente y me despedí de él. 

No recuerdo exactamente cuándo fue la última vez que lo vi, pero recuerdo aquella ocasión en la que se portó muy hostil durante las presentaciones de los planes de trabajo de los candidatos a la Jefatura de un Departamento y uno de mis colegas le dijo que si así se portaba antes de ser Jefe de Departamento no quería imaginarse cómo sería si llegaba a ser Jefe de Departamento. 

También recuerdo aquellas otras ocasiones en las que llegaba a la oficina en la que nos habían dado asilo después del terremoto del 2017 –el Edificio S sufrió daño estructural y fue inhabilitado–, buscando al Jefe de Área, que también había sido candidato a la Jefatura del Departamento. Iba a pedirle su opinión o a informarle sobre alguna situación en particular –como, por ejemplo, cómo iban a reasignar espacios a los investigadores que habían sido desalojados del Edificio S. (Entonces, a pesar de su hostilidad aquel día de las presentaciones de los planes de trabajo, ya había ganado la Jefatura y sus colaboradores ya tenían espacios de trabajo y sin embargo nosotros estábamos asilados en una oficina y los jefes del laboratorio en el que yo trabajaba incluso pagaban una renta en un sitio externo a la universidad para que sus alumnos tuvieran un espacio donde pudieran realizar sus experimentos.)

En nuestra estancia en esa oficina, también recuerdo haber escuchado algunas veces cómo llegaba en busca del Jefe de Área. Si no lo encontraba, se dirigía de manera grosera a la gente que trabajaba en esa oficina (siempre y cuando no hubiera testigos del mismo rango académico que él) y a veces le llevaba algún té inglés. 

Esto es lo que recuerdo. 

(Ahora que lo pienso mejor, creo que la última ocasión en la que lo vi fue hace casi dos años, en el funeral del Jefe de Área.) 

En estos días algunos de sus allegados estuvieron solicitando en redes sociales cooperaciones para sostener los gastos de su hospitalización. Tenía Covid-19 y estuvo internado varios días en un hospital.  En este semana tuvo complicaciones y hoy falleció.