lunes, 21 de septiembre de 2020

jueves, 17 de septiembre de 2020

Use Your Illusion (1991)

 


Aenima (1996)


Me pregunto cuántas cosas, dignas de recordar, me ocurrieron en 1996, y, honestamente, me cuesta trabajo recordar una sola. Estoy seguro de que estaba en sexto año de prepa y que tenía serios problemas de acné y que las únicas actividades que me interesaban –no necesariamente en este orden– eran escuchar música, escribir poemas bobos –entonces no me parecían bobos– y pensar en mujeres. 

La escuela no me interesaba (y tengo la impresión de que mis compañeros me consideraban una especie de idiota que ni siquiera era capaz de sumar). Exceptuando Literatura Universal, las clases me parecían aburridas. Mi profesora parecía muy solitaria y triste. Le gustaban Shakespeare y Virginia Woolf. Ahora mismo me pregunto si sigue viva. Ella entonces debió de tener la edad que tengo hoy.

En 1996 no tenía amigos ni novia. Conocía a unos sujetos que tocaban en una banda. A veces llevaban sus guitarras a la prepa y me enseñaban a tocar algunos acordes de algunas canciones de Nirvana. Una de mis máximas ilusiones era tocar en una banda. 

Ellos ensayaban en Neza, en la casa de uno de ellos. Sólo debía tomar un camión que pasaba cerca de mi casa y hacer un recorrido como de 30 minutos para llegar al ensayo. A pesar de que tenía muchas ganas de tocar con ellos y a pesar de que la única vez que fui a verlos ensayar ellos fueron muy amables conmigo –incluso querían que yo cantara y ya les había pasado algunos cassettes en los que yo mismo me había grabado cantando y tocando la guitarra–, alguien me convenció de que no eran personas confiables y  de que me robarían mi guitarra. 

Tontamente, le creí a esa persona –él conocía mejor que yo al dueño de la casa donde ensayaban estos tipos– y no volví al ensayo. Mi hermano y yo habíamos ahorrado para comprar una guitarra eléctrica en Plaza Universidad. Era una Yamaha roja para diestros –aún recuerdo el penetrante aroma a naftalina que despidió la caja en la que nos la entregaron cuando la sacamos de su caja, y aún recuerdo el deslumbrante color escarlata de la guitarra y el aroma aceitoso de las cuerdas– y venía en un paquete que incluía un pequeño amplificador Crate. 

Aunque le cambié las cuerdas para poderla tocar –soy zurdo–, nunca logré sentirme cómodo al tocarla, si me ponía el tahalí y nunca busqué a nadie en ninguna tienda de música para que le pusieran un tornillo y pudiera colgármela como zurdo. Irónicamente, esa guitarra se la prestamos a un novio de mi prima que tocaba en una banda de trash y cuando ellos rompieron, él se quedó con la guitarra y con el amplificador. Cada vez que lo llamé por teléfono para pedírsela, se hizo tonto y me cansé. Incluso, varias veces tuve que hacerme pasar por otra persona para que él me contestara el teléfono. 

En 1996, pasaba mis tiempos libres entre clases con un par de sujetos que no me caían muy bien. Uno de ellos fue quien me aconsejó no volver a ensayar a la casa de Trejo. A estos dos sujetos les gustaba jugar basket, ir a las tiendas de San Juan de Letrán a comprar tennis de jugadores de basket, acosar a las chicas que les gustaban y jugar billar. 

Nos pasábamos varias horas a la semana en un billar que estaba en Lorenzo Boturini o en otro billar que estaba cerca de La Merced o en otro que quedaba cerca de un centro comercial en Fray Servando y Teresa de Mier. 

Me interesaban dos chicas. Una se llama (o llamaba) Claudia. Me gustó desde que la vi. Un día me acerqué a ella en la escuela y comenzamos a platicar. Todo iba bien entre los dos, pero cambió cuando le dije que quería salir con ella. Dejó de ser amable conmigo y me rechazó. Su principal razón fue que tenía un bebé. Sufrí mucho. Nunca había experimentado el rechazo de una chica. 

Ella vivía en El Cerro de La Estrella y se comportaba como una persona madura. Creo que, más bien, me rechazó porque le parecí demasiado estúpido. También mi aspecto debió de parecerle repulsivo. Casi todos los días usaba los mismos pantalones de mezclilla y una vieja sudadera Adidas que me ponía al revés. Además, usaba el cabello un poco largo y no sabía cuidármelo nada bien. 

La última vez que vi a Claudia, ya estaba en los últimos semestres de la licenciatura y no me pareció tan atractiva. La vi en El Paseo de Las Facultades –más bien, por la G. Martell– y ella iba tomando de la mano a un sujeto que parecía el clásico universitario de los primeros semestres de Medicina.

La otra chica se llama (o se llamaba) Nancy. Era más chica que yo y mostraba cierto interés en mí. De repente, un sujeto más grande y mejor parecido que yo –un “porro” de barba cerrada– empezó a hablarle y ella se volvió su novia. Al mismo tiempo que Nancy se relacionaba con el tipo barbón, una chica empezó a llamarme misteriosamente por teléfono. 

Se llama (o se llamaba) Alejandra. Le gustaban Los Cranberries y tenía novio. Nos habíamos conocido en un curso de inglés avanzado y allí, de algún modo, había conseguido mi número telefónico. 

Al cabo de unas semanas de haber comenzado a recibir estas misteriosas llamadas telefónicas, inferí que Alejandra era quien las hacía y la busqué en la escuela y ella lo aceptó. Tuvimos una relación secreta –ella le decía “free”– y luego se acabó porque yo no quise continuar así. Yo quería que ella dejara a su novio y que ella y yo fuéramos novios.

La última vez que la vi yo estaba en el primer semestre de la licenciatura. Un día pensaba en ella y se me ocurrió ir a visitarla a la prepa. La sorprendí afuera de la escuela y ella fue fría y distante. Ni siquiera le dio gusto verme. Me dijo que ese día, precisamente, su novio iría por ella a la prepa. Unos días después de ese encuentro desagradable, ella me llamó por teléfono y yo le dije que me había equivocado al buscarla y que ya no me interesaba saber nada de ella. No sé cuántas cartas y poemas le escribí. Tal vez veinte o treinta. Algunas de esas cosas se las di y otras quedaron perdidas en alguna libreta que debió de terminar en la basura. Me gustaría leerlos una vez más. La quise mucho.  

En fin. Hace 24 años estas cosas ocurrían en mi vida. Ni enterado estaba de la existencia de una banda llamada Tool. Mucho menos estaba enterado de Aenima, el fabuloso disco que un día como hoy salió a la venta.
Escuché este álbum por primera vez a principios de los 2000. Tengo una edición de lujo que me regaló una novia en un cumpleaños. Otro día continuaré con esta historia. 

viernes, 11 de septiembre de 2020

11 de Septiembre del 2001

 


Mientras escucho Nevermind por primera vez en varios meses –en estos días se cumplieron 29 años del lanzamiento de “Smells Like Teen Spirit”–, recuerdo que hace 19 años también me había dado un “respiro” de Nirvana y que entonces tomaba una clase de los últimos semestres de la carrera. 

Esa clase debió de ser de Tópicos Selectos en Cognición Animal. La impartía mi tutor de tesis de licenciatura. El camino a la universidad fue más lento que de costumbre. Julio.

miércoles, 9 de septiembre de 2020