viernes, 2 de octubre de 2020

2 de octubre

Me preguntaste si el rostro correspondía al autor de Tarzán y te dije que no. Te aclaré que se trataba de uno de los escritores beatnik más famosos y que una de sus obras más célebres era Naked Lunch. Te iba a decir que William Burroughs es uno de mis autores favoritos y que de hecho había comprado la playera en la que estaba estampado su rostro (y que llevaba puesta), afuera de la Cineteca Nacional, una tarde en la que habían pasado un documental de la generación beat, o una tarde en la que mi esposa y yo habíamos visto Birdman, pero pensé demasiado en las palabras que usaría para no parecer un tipo presuntuoso y desesperado por decir algo y por dejar claro que leía casi todo tipo de literatura, y el momento pasó.

Llegamos a la fonda en la que comíamos casi todos los días. No había cumplido ni un par de meses trabajando en la universidad, pero ya teníamos esa costumbre. Poco a poco, en el lapso de otro par de meses, mi salud iría deteriorándose y tendría que verme forzado a comer dos o tres cosas y a tener que rechazar tu invitación y la de tu esposa para comer en esa fonda. Nunca lo aclaré, pero mi salud fue la razón por la cual dejé de acompañarlos todos los días a comer. Mi salud empeoraría a tal punto que bastarían un poco de azúcar o un poco de grasa para provocarme reflujo y para tenerme carraspeando y sofocándome con mis jugos gástricos mientras las náuseas y la ansiedad llegaban en oleadas y desaparecían para volver con más intensidad durante varios minutos. La enfermedad de reflujo gastroesofágico es desgastante y los síntomas son infernales y están subvalorados. No es tan común en la población, no es fácil de diagnosticar, y tienes que padecerla para entender que no es cualquier molestia que puedes ignorar y que te permite seguir con tu vida como si nada, cada vez que ocurre un episodio. 

En el lapso de ese par de meses, acudiría con un gastroenterólogo y me realizarían una endoscopía y me adheriría a dos largos tratamientos de antibióticos, de sucralfato y de cinitaprida, durante casi diez meses –¡más de lo que dura un embarazo!–, ninguno funcionaría, me iría sintiendo cada día más y más miserable, y al cabo de un año y medio terminaría en el quirófano, en una habitación poco iluminada y que se sentía como una cárcel gris y fría, contándole al anestesiólogo a qué me dedicaba, conforme la anestesia surtía efecto y yo perdía la consciencia y vagamente recordaba un poema de Bernardo Ortiz de Montellano y les permitía a los gastroenterólogos abrirme en canal y suturar una parte de mi estómago con una parte de mi esófago para formar una bomba que impidiera que, cada vez que estuviera en ayuno o acabando de comer o de beber cualquier alimento o bebida, ascendieran los jugos gástricos desde mi estómago hasta mi esófago.  

La muchacha que nos atendía y que parecía conocerte muy bien a ti y también a tu esposa –¿de cuántos años de comidas alrededor de las tres de la tarde?–, se acercó a nuestra mesa y la limpió con destreza mientras le preguntabas cómo estaba y cuál era el menú. Ella te sonrió y te dio el menú. Escuchaste atentamente y preferiste un huarache con bistec y una Coca-Cola. Generalmente elegías el menú, pero ese día debió de ser viernes y los viernes cambiabas el menú por la carta. 

Mientras todo esto ocurría, tu esposa hablaba con un catedrático CONACyT sobre algún congreso en Noruega al que asistirían dentro de unos meses y yo me sentía fuera de lugar. Al igual que con el asunto de la playera, pensaba demasiado en las palabras que usaría para dirigirme a todos. No quería decir algo que sonara muy bobo o muy pretencioso. También me sentía fuera de lugar porque estaba descubriendo que ser un posdoc implicaba que los estudiantes y que el personal administrativo de la universidad no me vieran como un joven investigador recién egresado de un doctorado y que ya tenía varias publicaciones científicas que él mismo había escrito en inglés, sino que me vieran como un estudiante más que en general sabía las mismas cosas que los estudiantes de licenciatura y que mentalmente estaba más cerca de la adolescencia que de la adultez. 

Tal vez hablaste sobre alguna marcha del 2 de octubre a la que asististe, tal vez me contaste sobre tu experiencia en el terremoto de 1985, tal vez me dijiste que le habías enviado a mi ex jefe algún correo electrónico que nunca te respondió o tal vez todos estos recuerdos son implantados u ocurrieron en diferentes momentos que quiero agrupar en un solo momento, pero el hecho es que nadie imaginaba que al cabo de cinco años decidirías acabar con tu vida y que todas esas personas que compartimos la mesa contigo esa tarde de viernes estaríamos en tu funeral. 

Ya pasó un año desde entonces y aun no asimilo lo que ocurrió y aun no me he atrevido a explorar los recuerdos que tengo de ti. Compartimos un espacio de trabajo, compartimos un terremoto en un edificio que están demoliendo, compartimos situaciones más agradables... como las cenas de fin de año, como los seminarios de neurociencias de cada miércoles, como el baby shower de tu hija más pequeña, como las visitas al cubículo de tus hijas cuando ellas estaban de vacaciones, como aquella ocasión en la que me llevaste en tu camioneta desde la universidad hasta el departamento en el que vivíamos mi esposa y yo porque tú y tu esposa nos regalaron una bañera, como aquella ocasión en la que platicamos sobre la película de Freddie Mercury y sobre esas otras dos películas con Edward Norton que hasta el final descubrimos que eran la misma película... 

Hay cosas que no pueden escribirse en una computadora. 

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