miércoles, 21 de julio de 2021

¿sabes usar las piernas?


Ella me preguntó si la camisa que traía puesta, era mi camisa favorita. Le sonreí y encogí los hombros. Siempre que nos saludábamos, ella me hacía cualquier comentario. Desde que la conocí en uno de los Congresos, nuestra relación fue similar. Por eso me sorprendió cuando mi jefe me dijo que Anahí le había dicho a todo el departamento, en una junta, que yo saboteaba sus experimentos. No sé de dónde salió tal queja, pero súbitamente ella me dejó de hablar y jamás me comentó nada al respecto. La última vez que hablé con ella fue en el funeral de un colega del departamento, y ella me dijo allí que hiciéramos las paces. 

Ahora la recuerdo, mientras estoy seguro de que preferiría volver a la casa a leer, a escribir o a tratar de hallar alguna explicación entre los fragmentos del sueño que olvido poco a poco. Nunca me ha gustado correr. Prefiero caminar. Casi toda mi vida he caminado largas distancias. En un día cualquiera podía caminar, sin interrupciones, desde Plaza Universidad hasta Etiopía, o estar cuatro horas consecutivas recorriendo las calles de El Centro Histórico. También el ejercicio ha formado parte de mis rutinas. En la secundaria, además de caminar de ida y de vuelta, de la casa de mis papás a la escuela, jugaba futbol los fines de semana y los días feriados. A veces jugaba hasta cuatro horas seguidas. En la preparatoria, además del recorrido de ida y de vuelta de la casa a la escuela –que entonces incluía subir y bajar diariamente alrededor de sesenta escalones y cruzar un enorme puente peatonal–, jugaba futbol todos los días: en las horas libres, cuando faltaban algunos profesores a clases o cuando me saltaba las clases que me aburrían. En las vacaciones de todos esos años, generalmente siempre tenía la oportunidad de nadar. Cuando entré a la universidad, dejé de jugar futbol y casi no tuve vacaciones, pero mi rutina de lunes a viernes –y los sábados y los domingos, cuando trabajaba en los experimentos de mi tesis de licenciatura– incluía una caminata desde Copilco hasta la Facultad de Psicología, de ida y de vuelta. Cuando entré al posgrado, tenía poco tiempo para hacer ejercicio, pero caminaba diariamente de Copilco a la Facultad de Medicina; cuando daba clase, caminaba de la Facultad de Medicina a la Facultad de Psicología. En vacaciones, cerraban la entrada de El Paseo de las Facultades y tenía que caminar desde Copilco hasta la Facultad de Psicología, y desde la Facultad de Psicología hasta la Facultad de Medicina, o bajarme en la estación de Ciudad Universitaria y caminar desde allí hasta la Facultad de Medicina, de ida y de vuelta. Los últimos semestres del posgrado fueron muy estresantes y adquirí el hábito de beber alcohol hasta perder el conocimiento cada fin de semana. Tenía varios años fumando todos los días; en un día podía acabarme dos cajetillas de cigarrillos. Mi tabaquismo era tan fuerte que incluso fumaba mientras caminaba. Comía mal y tomaba Coca-Cola. Durante el posdoctorado padecí la enfermedad de reflujo gastroesofágico, me sometí a varios tratamientos médicos y acabé en el quirófano. En el transcurso, cambié mis hábitos alimenticios y dejé de fumar y de beber alcohol en exceso. Hace cinco años dejé de fumar y ahora bebo ocasionalmente. Ni siquiera recuerdo hace cuánto tiempo me tomé una cerveza o un whisky. Creo que las Heineken y los Jack Daniels tienen más de dos meses intactos en el refrigerador, y creo que antes de esa ocasión habían pasado otros dos meses. 

Como consecuencia de la pandemia, mi vida se ha vuelto sumamente sedentaria. Solía caminar entre 5 y 7 kilómetros diariamente, en los recorridos de ida y vuelta de la casa a la universidad, pero ahora ese tiempo me lo paso sentado frente a la computadora trabajando. 

A finales de mayo, fui al dentista. Estuve teniendo dolores en las encías y en los dientes durante varias semanas, y él me diagnosticó enfermedad periodontal; me dijo que podía deberse a varios factores, incluyendo mi herencia genética y mis hábitos alimenticios, y me recomendó un largo tratamiento de limpieza y de terapias con láser. Con base en una radiografía, hace dos semanas decidí que me extrajera el tercer molar que me quedaba. En los estudios pre-operatorios para esa cirugía tuve 293 dl/mL de glucosa en sangre. Dos días después, minutos previos a la cirugía, mi glucosa bajó a 212 dl/mL. El dentista me compartió algunos artículos en los que se muestra que la diabetes y que la enfermedad periodontal están relacionadas. Es probable que la glucosa alta pueda deberse a la enfermedad periodontal. La cirugía fue un éxito y la recuperación fue rápida. Durante tres días estuve tomando ketorolaco cada ocho horas y durante diez días estuve tomando amoxicilina cada doce horas. Cuatro días después de la cirugía, la glucosa en sangre bajó a 174 dl/mL. Los tres médicos que, por separado, han visto mis niveles de glucosa, me dijeron que soy diabético. La última medición me la hicieron hace una semana y estoy seguro de que ya bajó , pero he estado procrastinando la compra de un glucómetro, para ver yo mismo qué tanto varía mi glucosa. 

Desde el primer momento que un médico me dijo que soy diabético, he estado tomando metformina cada doce horas y he comido verduras en todos los platillos posibles que puede comer un diabético. No me gustan las verduras, pero no significa que necesite tener una vaca en la mesa para comer. Tampoco significa que tengo apetencia por las comidas pesadas y poco nutritivas. Aunque puedo comerme dos hamburguesas o una milanesa a la semana, no me gustan las carnitas, ni la pancita, ni el pozole ni todos aquellos alimentos que a veces asumen los médicos que nos gustan a todos. Aunque parezca que dependo enfermizamente de los azúcares y aunque puedo tomarme una Coca-Cola de vez en cuando, tomo té sin azúcar y agua simple todos los días. Pueden pasar meses, sin que me tome una bebida azucarada. He llegado a pasar todo un año sin tomarme una Coca-Cola. Ni los dulces ni los azúcares son mi perdición —ni siquiera me desvivo por el pan de dulce—, pero tengo antecedentes de diabetes por parte de mis padres: mi bisuabuelo paterno y mi abuelo materno murieron por la diabetes.

También he estado ejercitándome. Hasta antes de entrar al posgrado hacía mucho ejercicio. Jugaba futbol soccer en días hábiles y feriados, y nadaba en vacaciones. Siempre he caminado mucho, entre 5 y 7 kilómetros diarios. En un día cualquiera podía caminar desde Plaza Universidad hasta Etiopía, o pasarme tres o cuatro horas caminando por El Centro Histórico, pero, durante la pandemia, mi vida se ha vuelto sumamente sedentaria. 

Aunque hubo un tiempo en el que fumaba varias cajetillas de cigarrillos a la semana y en la que tomaba alcohol hasta perder el conocimiento cada fin de semana, desde hace cinco años ya no fumo. Muy de vez en cuando tomo alcohol. Como ejemplo de ello, ya pasaron todas las vacaciones y las Heineken y los Jack Daniels siguen intactos en el refrigerador. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la ocasión más reciente en la que tomé alcohol. Tal vez fue en febrero o marzo de este año. 
Tengo dos semanas comiendo ejotes y calabazas y zanahorias y chayotes en toda clase de platillos con el mismo sabor dulzón y salado de las verduras. (No importa cómo las disfraces: el sabor dulzón y salado de las verduras es tan fuerte que enmascara todo lo demás.) Debido a mi problema gástrico —incluso me operaron—, no puedo estar en ayuno mucho tiempo, pero ahora, debido a mi diabetes, no puedo mitigar el ayuno con cualquier alimento: el desayuno se ha convertido en un ritual, en el que prácticamente debo pedir la anuencia de los cuatro puntos cardinales y esperar una señal de la naturaleza para desayunar ciertas cosas que no me maten lentamente. Si comer, normalmente, me parece una pérdida de tiempo que raras veces disfruto debido a mi problema gástrico, desde que me diagnosticaron diabetes, mi dieta está más restringida y el acto de comer, más que una experiencia cultural, es una situación aversiva.

lunes, 5 de julio de 2021

Diálogos fáciles

El frío y las ganas de orinar me despiertan a las cinco de la mañana. Tumbado en la cama, indeciso ante la idea de levantarme de la cama o hacer un esfuerzo por continuar con el sueño del que salí abruptamente, recuerdo un par de escenas del último sueño. Estoy en un enorme comedor, similar a los comedores que he visto en películas o documentales de El Renacimiento. La atmósfera del comedor me hace sentir en un castillo. Seis o siete conocidos de distintas etapas de mi vida, departen conmigo y conversan sobre lo mucho que echan de menos su adolescencia; otros dos o tres conocidos ebrios, beben vino desesperadamente y se avergüenzan de haber bebido cerveza en alguna etapa de sus vidas. Independientemente de lo que decimos o hacemos, todos nos comportamos como reyes. 

Me estiro en mi trono de rey y reparo en lo gigantesco que es todo: la mesa, las sillas, el comedor, los platos, las porciones de comida, las botellas de vino, las copas... También reparo en nuestra vestimenta. Todos usamos capas y coronas, y nos vemos como el dibujo de los chocolates Carlos V. 

De pronto, una mujer en bata y con zapatillas aparece en el comedor, y me mira seductoramente. Me sonríe y se sube a la mesa, sin dejar de mirarme. Con una mano a la altura de su barbilla, me hace señas; mueve el índice insistentemente, pidiendo que me acerque a ella. Me resisto a pesar de que siento que una corriente eléctrica recorre mis órganos vitales, de un modo incontrolable. El rostro de la mujer me es familiar. Se trata de una modelo que vi alguna vez en una revista PlayBoy. Se llama Jackeline y pasé innumerables días de mi adolescencia, pensando en ella. 

Jackie se echa boca abajo en la mesa y se quita la bata. Al hacerlo, de algún modo no ha dejado de mirarme y de sonreírme. Me dice algo que parece sumamente relevante, como si se tratara de un secreto de estado, pero me resulta imposible prestarle atención. Un diminuto traje de baño apenas cubre ciertas partes de su exuberante cuerpo. Me incomoda la presencia de los comensales y de los ebrios. Temo que alguno de ellos pierda el control y le haga daño a Jackie. Sin embargo, ella se ve muy segura de sí misma y comienza a moverse sus caderas como una bailarina exótica. Ha capturado toda mi atención, cuando grupo de enanos aparece en escena y comienza a darle un masaje. Uno de los enanos la toma de las caderas y parece que va a penetrarla y me siento más incómodo y angustiado. Temo que todo se salga de control.  

Me levanto de la cama y voy al baño, buscando explicaciones del sueño. Sin duda, algunos elementos del sueño se deben a que estuve leyendo El Rey Lear antes de dormirme, pero hacía más de quince años que no pensaba en Jackie. 

Bajo a la cocina a darle de comer a los gatos y a tomar un vaso de agua. Regreso a acostarme y tomo de la mesita junto a la cama una de las novelas que estoy leyendo. Hojeo el libro de 700 páginas. Esta novela comencé a leerla hace dos semanas, mi primer día de vacaciones. Fuimos a una sucursal de Gandhi a cambiar mis vales de libros y la compré. Había escuchado muchas cosas sobre el autor –buenas y malas– y decidí despejar las dudas. Llevo 400 páginas de esta novela y a veces tengo la impresión de que sólo continúo leyéndola porque soy compulsivo y porque no puedo dejar lecturas inconclusas. Aunque la novela tiene una narrativa dinámica y una trama interesante, me desagradan los trucos literarios del autor. Constantemente recurre a historias irrelevantes y a otros recursos –definiciones etimológicas de algunos conceptos que aborda en ciertos capítulos, por ejemplo– que desvían de la trama. Lo que más me desagrada es su insistente necesidad por mostrar al protagonista como un héroe de los suburbios que ha perdido trágicamente a todos sus seres queridos y que, a sus diecisiete años de edad, ha resuelto todos sus problemas económicos sin mover un dedo. La narrativa me gusta, pero a veces me aturden la cantidad de diálogos fáciles que comunican a los personajes entre sí. Me parece que yo mismo he usado estos diálogos fáciles en alguna ocasión y, tal vez porque me avergüenzo de ello, me cuesta trabajo ignorarlos cuando me los encuentro en esta novela. También reconozco que me frustra: el autor usa estos diálogos fáciles y ya es reconocido por la mafia cultural mexicana como “el escritor más intenso” (o algo así). Yo escribo desde que aprendí a escribir, pero no nací en una familia con privilegios. Yo tengo una novela terminada. Yo sólo puedo escribir cuando puedo postergar alguna actividad de mi trabajo. El autor consagrado tiene más de sesenta años. 

Durante la lectura de esta novela contemporánea, ya acabé de leer las memorias de Neil Young, releí algunos capítulos de un libro sobre Kurt Cobain y he leído algunos actos de El Rey Lear. 

Aún me quedan dos semanas de vacaciones, pero en esta semana ya tengo una reunión académica y es probable que en esta reunión académica me asignen una actividad que preferiría postergar para el siguiente ciclo escolar que comienza en agosto. Hacía mucho tiempo que no necesitaba tanto unas vacaciones como éstas. Desde que comenzaron las clases a larga distancia, por allá de marzo del año pasado, el trabajo se ha multiplicado y he tenido poco tiempo de ocio. Temo que en la reunión de esta semana me asignen una actividad que implicaría trasladarme a otra parte del país, durante algunos días de la siguiente semana, para aprender a utilizar un equipo de laboratorio.

Salimos al mediodía a un consultorio médico. Yo no tenía muchas ganas de salir a ninguna parte, pero mi esposa tenía cita con la endocrinóloga. El consultorio está cerca de la Universidad Autónoma del Estado de México, en una Torre Médica de un Hospital que se llama Florencia. Es un vecindario bonito. Subimos al piso siete en elevador. Había cuatro o cinco consultorios y tres recepcionistas. Había cuatro o cinco pacientes. Una de las recepcionistas le tomó la presión a mi esposa y le hizo algunas preguntas. Inmediatamente pasó a consulta. Me senté en la sala de espera y me puse a leer Walden Dos. En algún momento me puse un poco ansioso. Había mucha gente y el lugar no estaba muy ventilado. Las recepcionistas hablaban sobre la gente que no...