domingo, 25 de diciembre de 2022

Llegar a la otra orilla

La alergia estacional está aquí. No puedes dejar de estornudar y no puedes dejar de moquear y no puedes dejar de sentir que vas enfermarte mortalmente de un momento a otro. Los ojos no dejan de escocerte. No entiendes por qué hace unos minutos estabas relativamente normal y por qué ahora estás tan jodido. Te miras en el espejo y el rostro que ves se parece al de otra persona: al de una persona que ama las fiestas, que se desvela, que no cuida su salud, que no se alimenta sanamente, que está toda hinchada tras décadas de consumo excesivo de alcohol; que aún está borracha; que tiene la nariz roja y que tiene los ojos rojos.

El solsticio de invierno llegó. El frío es como un taser que te electrifica. Todo lo que haces se convierte en un ritual: para ir al baño, tienes que ponerte calcetines, pantuflas y veinte kilos de ropa encima; en el baño, tienes que quitarte al menos diez kilos de la ropa que traes encima para moverte con cierto margen de comodidad; cuando te vas a bañar, debes ir bien abrigado, arrastrando calcetines, pantuflas y veinte kilos de ropa, y luego debes quitártelo todo; cuando sales de bañarte, debes abrigarte muy bien una vez más para evitar los cambios bruscos de temperatura, y debes estar diez minutos poniéndote pantalones térmicos y playera térmica y calcetas y tenis y veinte kilos de ropa; cuando lavas los trastes, para evitar que se te mojen las mangas, debes arremangarte la chamarra y el suéter, y, si no puedes, si la chamarra y el suéter son obstinadas, debes quitártelas y lidiar con el frío de la estancia y con el agua que parece estar bajo cero mientras lavas los veinte mil trastes que ensuciaron tu pareja y tú en la cena. En el frío, hasta lo más trivial dura una eternidad.

Estás desvelado. Son las ocho de la mañana, pero para ti ya son las dos de la tarde. Aunque no lo quieras en esta temporada te acuestas más tarde, todo mundo se acuesta más tarde y una que otra noche acabas siendo humano y te sientas frente a un televisor y convives y ves alguna película navideña en la que todos los protagonistas son felices al final, y vas acostándote a la una o a las dos de la mañana; y cuando las ganas de orinar y la moquera de la alergia estacional, y cuando los ojos que te escocen y que te lagrimean por la alergia estacional, te levantan al otro día, el frío que se parece a un taser y la mañana de Navidad y la pesadez de la cena de Noche Buena te ponen cozy –esa palabra anglosajona que define lo que quieres decir pero que la neblina que el frío te ha puesto en la mente te impide traducir correctamente– y ya ni siquiera te dan ganas de salir a correr: aunque el día esté soleado, ese sujeto que todo el año sale a correr al menos tres veces a la semana parece un gemelo loco de una vida paralela, y esa expectativa gratificante que te lleva a correr también parece la expectativa gratificante de un gemelo loco de una vida paralela. 

Cuando hace frío es más difícil que te levante de la cama esa expectativa que te inunda de pies a cabeza durante unos segundos, cuando la aplicación de Nike te dice que ya has corrido cinco o seis kilómetros y que tardaste alrededor de cuatro minutos y cuarenta segundos por kilómetro, y que te hace sentir satisfecho y que te da unos segundos de respiro en los que puedes reflexionar sin ser prejuicioso contigo mismo, cuando todas esas moléculas gratificantes que produce tu cerebro –endocannabinoides, endorfinas, dopamina– y que han permitido que nuestra especie aprenda a sobrevivir y a perpetuarse, se esparcen por tu sistema nervioso y te hacen sentir que estás cerca del nirvana.

Cuando hace frío es más difícil dar el primer paso, salir a correr, vislumbrar el poder del más allá, de esos segundos gratificantes que llegan cuando has corrido cinco o seis kilómetros, es más difícil dar el primer paso y vislumbrar que correr es como meterse a nadar –que es un punto de no retorno, que no hay vuelta atrás–, y que nadar una y otra vez hasta llegar a la otra orilla, es una metáfora de tu vida, que es vivir y que es respirar y que es transpirar y que es sufrir y que es disfrutar y que es ir en contra de la corriente y que es dejarse llevar, y que llegar a la otra orilla no sólo es acercarse al nirvana, sino también una metáfora de la incertidumbre de tu existencia, que no sabes hasta cuándo no tendrás fuerzas suficientes para llegar a la otra orilla.

Moqueas otra vez, los ojos te escocen otra vez, y el frío se parece a un taser que te inmoviliza otra vez, y no entiendes por qué a algunas personas les gusta tanto el frío –los llamas “los amantes del frío”, y recuerdas a otras personas que viven en lugares muy fríos y que, cuando te quejas de este frío infantil, te dicen que te invitarán a donde viven, a donde sí hace frío de verdad, que ya no seas un llorón, pero ya no escuchan cuando les dices que no pones en duda que en otros lugares del mundo haga mucho más frío que aquí, que tú no soportas el frío que conoces y que no soportarías el frío extremo, que te deprimirías y que probablemente te quedarías tumbado en la cama todo el día. 

Cuando hace calor, los amantes del frío te preguntan por qué no traes veinte kilos de ropa encima, si tanto te gusta el calor, pero ellos, cuando hace frío, no andan semidesnudos por las calles, porque no es adaptativo, porque nuestros cuerpos no están hechos para el frío, porque el frío, como el alcohol, es un gusto adquirido, una preferencia que han moldeado tus experiencias, una preferencia que has aprendido a querer; sospechas que a ellos no les gusta el frío, que les gusta sentirse calientitos, que les gusta sentirse apapachados por la sociedad, que la sociedad adora la libertad de echar desmadre y de reunirse y de emborracharse en las cenas de fin de año, en las posadas, en la Navidad y en el Año Nuevo.

Te has hartado de explicarles a los amantes del frío que los humanos no nacimos para el frío, que el frío no es adaptativo; que el frío no es práctico; que todas esas ciudades en las que la temperatura promedio oscila alrededor de -29º C requieren toda una costosa infraestructura de calefacción en la que no les gustaría pensar; que en esas ciudades bajo cero las tuberías se quiebran por el frío y que es imposible habitar una casa que no tenga al menos un calefactor barato; que no nacimos para el frío y que esa es la razón por la que no tenemos pelaje como los osos polares; piensas que los amantes del frío sólo dicen que les gusta el frío para llevarte la contraria, o que tal vez no conocen el frío, o que tal vez, más que el frío en sí, les gustan las cosas melosas que la gente suele hacer en épocas de frío; o que tal vez son de esas personas que tienen un montón de preocupaciones, que tienen el agua hasta el cuello de deudas (porque los comerciales que ven y que escuchan por todas partes –televisión, radio, internet, las calles– los han obligado a comprar cosas que no necesitan), o porque tienen a algún familiar gravemente enfermo en el hospital y no tienen cabeza para estas nimiedades, o porque, simplemente, tienen una vida tan ajetreada y llena de responsabilidades que no reparan en tonterías como este frío que no es mortal. 

Pero está bien. Tú solo quieres llegar a la otra orilla, aunque no hayas salido a correr.

viernes, 9 de diciembre de 2022

el tiempo se va en cosas inútiles

Se juntan los correos-e en la bandeja de entrada, las notificaciones hacen un ruidito que me distrae, no lo soporto, me involucran en un ajetreo inútil que me abre los ojos a la realidad en la que el tiempo se va en cosas inútiles, apenas tomo unos segundos para tratar de poner en la libreta alguna de las ideas que han estado dándome vueltas en la cabeza desde que las ganas de orinar me levantaron de la cama, pero las ideas ya están escondidas en el fondo de todo, en el fondo de la vida adulta, ya se están borrando como tus huellas en la arena, ya se están borrando como ese sueño que soñaste antes del alba y que quedó plasmado en un haikú, y lo único que recuerdo son todas las actividades que he tenido que hacer desde que me levanté de la cama, y lo único que siento es frustración: ¿por qué no puedo tener estas ideas en cualquier otra hora del día, cuando tenga tiempo para sentarme a escribir...?, ¿por qué sólo tengo estas ideas cuando me levanto de la cama y tengo que obedecer a mi vejiga y transcurrir frente al wáter dos minutos que parecen una eternidad, o cuando tengo que estar sirviéndoles comida blanda a los gatos que no han dejado de maullar desde que me levanté de la cama y buscar sus platos y llevarles el desayuno a la cama, o cuando tengo que estar cambiándoles el agua a los gatos y luego lavando trastes y luchando contra la alergia estacional que me ataca siempre que hace frío, o cuando tengo que hincarme varias veces y barrer y trapear para cambiarles la arena a los gatos, o cuando tengo que lavar más trastes –los trastes nunca se acaban–, o cuando, en el primer minuto del día, tengo que medirme la glucosa, pincharme un dedo –sentir la comida atorada en la garganta porque tuve una cena muy pesada–, hacer el sacrificio de sangre, y anotar mi glucosa en ayuno....?

Odio un poco no tener la libertad de levantarme simplemente porque ya es hora de levantarme (no porque las ganas de orinar me obliguen a levantarme y tenga que permanecer esclavizado frente a la taza del baño durante un par de minutos que parecen una eternidad), odio tener que levantarme porque las ganas de orinar son insistentes y quiebran mis sueños de cristal cortado, odio tener que ponerme mil cosas abrigadoras encima para lidiar con el frío (¿a qué hora se levanta la gente que ama el frío?, ¿a esas personas les gusta pasarse varios minutos que parecen una eternidad poniéndose ropa abrigadora para tan solo ir al baño?), odio estar en esta inercia día tras día y no hacer otra cosa más que estas cosas que cualquier persona podría hacer a cualquier hora del día.

miércoles, 9 de noviembre de 2022

Scar Tissue



Tratas de escribir, pero es imposible. Estás despierto desde las 5 am. Te levantaste de la cama a las 6. Luchaste contra el frío. Te pusiste varios gramos de ropa encima. Te calzaste unas pantuflas. Aborreciste un poco estar en la época del año en la que ya no puedes tener la oportunidad de zambullirte semidesnudo en el día, cuando no es invierno y puedes andar descalzo y dormir en bóxers; cuando no necesitas ponerte varios gramos de ropa encima y calzarte unas pantuflas para ir al baño. 

Te metiste al baño a lavarte los dientes. Te miraste en el espejo. Ensayaste una sonrisa. Eres de esas personas a las que les sale natural verse encabronadas todo el tiempo. Te lavaste las manos. Bostezaste y te sentiste como un león en el reino de tu selva que es tu casa. Los gatos que te ven como el rey de la selva te esperaban afuera del baño. Tú y tu manada caminaron al estudio. Te sentaste frente al escritorio. El frío era aterrador. Tuviste que quitarte las pantuflas y ponerte unos calcetines y luego otra vez las pantuflas. Sacaste el glucómetro y la lanceta. Te mediste la glucosa. Anotaste el día, la hora y “137 mg/dl” en la libreta en la que llevas tus registros diarios desde julio del 2021. Hiciste memoria para recordar qué comiste ayer. A veces comes mal (carne roja) y bebes alcohol en exceso (Seltzers, cervezas) y tienes 110 mg/dl. A veces comes cosas saludables (frutas, verduras y legumbres), tomas té (sin azúcar) y tienes 140 mg/dl. Ojalá hubieras heredado un departamento o un fondo fiduciario, en lugar de una enfermedad neurodegenerativa.

Te disponías a escribir qué hiciste desde el miércoles pasado en esa especie de diario que tienes (y que se parece un tanto al diario que Emmanuel Carrère cita en Yoga, pero que comenzaste a escribir hace más de dos años, mucho antes de conocer a Emmanuel Carrère), pero tu manada empezó a impacientarse y uno de los gatos se subió al escritorio y se talló incesantemente contra la pluma que usabas para escribir. Tuviste que dejar a un lado lo que te disponías a hacer. 

Tratas de escribir, pero es imposible.

Bajaste a la cocina. Buscaste los tres platos de tu manada. Sacaste la comida blanda del refrigerador. Les serviste comida blanda a los gatos. Les cambiaste el agua a los gatos. Trapeaste el agua que tiraron junto a su plato de agua. El gato mayor tiene la costumbre de arrastrar el plato con agua y dejar un regadero en el suelo. Les recogiste la arena a los gatos. Sacaste la arena de los gatos. Metiste la bolsa en el bote de basura en el traspatio de la casa. Te lavaste las manos. Te preparaste mentalmente para lavar los trastes. Quitaste todos los trastes secos del escurridor. Aborreciste un poco el escándalo de los platos de peltre. Abriste y cerraste cajones en la alacena. Colocaste los trastes secos en su lugar. Vertiste Salvo en el recipiente donde va la esponja para lavar trastes. Vertiste agua en el recipiente. Viste la espuma que hacía la combinación de agua y de jabón líquido. Lavaste dos platos, tres tazas, dos vasos, cuatro cucharas, seis tenedores, una sartén, un popote de metal. Y enjuagaste todo lo anterior. Y pusiste en el escurridor todo lo anterior. 

Mientras hacías todas estas cosas, medio recordabas tu sueño (que ya se te va olvidando): estabas en una recámara que se parecía a la recámara que tenías en casa de tus papás, una de las paredes estaba muy dañada, tenía una fisura y por la fisura salía una especie de forro calefactor y también por la fisura se veía un fondo de cartón; tocabas el fondo de cartón y te sentías tentado a hacerle un hoyo y a averiguar si podías ver la casa contigua a través de ese hoyo; estabas sentado frente a un escritorio y encendías una computadora y ponías un concierto de los Red Hot Chili Peppers, y conectabas la computadora a un proyector; la pantalla del proyector estaba en una pared dañada y la imagen no era muy nítida; el video del concierto tampoco era muy nítido; uno de tus hermanos aparecía en la recámara y se sentaba en el suelo a ver el concierto; la imagen en la pantalla era tan poco nítida que lastimaba los ojos.

Tienes alergia estacional. No dejas de sorber los mocos. Aún tienes sueño. Pero cuando te levantas de la cama, ya no hay vuelta atrás. Siempre ha sido así. Sientes comezón en los ojos. Cuando te levantaste de la cama, te sentías impetuoso y tenías muchas ideas y querías escribir. Son las 8: 15 y la rutina de todos los días ha ido matando esas ideas y ese ímpetu. Están barriendo y trapeando y sacudiendo y caminando de un lado a otro, y los pasos resuenan en los túneles de tu cerebro, son obuses que te aniquilan y que te hacen preguntarte por qué hoy no tienes ganas de barrer y de trapear y de sacudir, y escuchas a tu manada correr de un lado a otro en la selva que es tu casa, y luego escuchas que los están regañando porque se les ocurre pasar precisamente por dónde están barriendo, trapeando y sacudiendo, porque no se están quietos, porque tienen ganas de cazar y deben sustituir sus instintos tallándose por aquí y por allá; y todos los sonidos son un dolor de cabeza, como cuando estás rendido y estás dispuesto a tumbarte en la cama y vas quedándote dormido y un mosquito comienza a merodear tu cama y su zumbido te despierta y temes que se te meta en los canales auditivos y joda tu sistema vestibular y tengas que ir urgentemente al otorrinolaringólogo. 

Tratas de escribir, pero es imposible. Dejaste a un lado el impulso y se te olvidó la oración mágica que bastaría escribir para que fluyeran varios párrafos. Tuviste que meterte a la página del departamento de anatomía de la facultad de medicina de la UNAM, a consultar una convocatoria para una plaza (determinada) de profesor de carrera C de tiempo completo. La convocatoria dice que no es un concurso de oposición. Pan con lo mismo. Existir y leer esa convocatoria es como estar en un quirófano helado, contándole al anestesiólogo qué haces mientras la anestesia surte efecto.

Te preguntas si podrás poner en orden tus ideas más adelante, si dejarás de sorber los mocos, si los ojos dejarán de llorarte, si los gatos te darán tregua, si un desconocido te llamará para ofrecerte el empleo de tus sueños, si comprarás un billete de lotería y ganarás la lotería y mandarás al carajo a toda la gente superficial que sólo hace cosas para obtener dinero, si te quedarás dormido otra vez, si despertarás otra vez, si tu manada seguirá acompañándote todas las mañanas a medirte la glucosa, si en algún punto dejarás de tararear mentalmente Scar Tissue y si dejarás de recordar cuando no tenías ni veinte años y John Frusciante salía en MTV conduciendo un viejo automóvil y tocando una guitarra rota. 

jueves, 3 de noviembre de 2022

waiting for the telephone to ring

estas dos últimas semanas han sido inciertas, frustrantes, extrañas y devastadoras. desde el 30 de septiembre, “me cortaron las piernas” en la universidad, más o menos como a Maradona la FIFA le “cortó las piernas” en el mundial de 1994, cuando dio positivo a sustancias prohibidas en la prueba de antidopaje después del último partido de la fase de grupos entre las selecciones de Nigeria y de Argentina, en el estadio de Boston. 

no me metí sustancias ilícitas ni di positivo a una prueba antidopaje, pero, más o menos, me pusieron una trampa, me cerraron las puertas: la universidad decidió prescindir de mis servicios (más o menos; medio me plantearon continuar trabajando sin percibir un sueldo: continuar como director de tesis de tres estudiantes de licenciatura y continuar escribiendo minutas e informes financieros de un proyecto de investigación en el que soy colaborador; y claramente me impidieron concursar por una evaluación curricular para tener otro contrato de tres meses).

las primeras dos semanas de octubre me la pasé relajado, confiado, disfrutando mi tiempo libre, leyendo, escribiendo, tocando la guitarra y echándome unos tragos. por ahí, en esos días, surgió una oportunidad inesperada para incorporarme a otra universidad, y todo parecía marchar en orden. fui a la universidad, la conocí, entregué mis documentos y realicé los trámites que me solicitaron. mi expectativa era que encontraría trabajo casi de inmediato, que ya estaría en otra universidad en noviembre y que solamente en octubre tendría vacaciones forzadas. 

sin embargo, en las últimas dos semanas, nadie de esa universidad me contestó correos-e, ni se puso en contacto conmigo. cuando entregué mis papeles, en la semana del 12 de octubre, me dijeron que en las últimas dos semanas de octubre se pondrían en contacto conmigo, pero ya estamos a 3 de noviembre y no ha pasado nada. he enviado otros correos –el 10 y el 17 de octubre, y hoy– a la persona que supuestamente se pondría en contacto conmigo. son las ocho de la noche y sigo sin recibir respuesta.

honestamente, dudo mucho que ocurra, que me respondan. 

no quisiera ser pesimista, pero no dejo de pensar en que hay dos alternativas: 1) no se comunicarán conmigo (por omisión, me harán saber que esta oportunidad de trabajo no se concretó) y 2) se comunicarán conmigo para decirme esa especie de eslógan que ha estado presente (aunque no con tanta frecuencia, sí me ha marcado) en mi vida académica: “dr. pérez, lamentamos informarle..., pero lo invitamos a seguir al pendiente de nuestras convocatorias.” 

más o menos desde la segunda semana de octubre he estado buscando (sin mucha insistencia) un trabajo remunerado (sobran ofertas para trabajar por “amor al arte” y no quiero encontrar un trabajo nada más para percibir un sueldo). me tomé dos semanas de receso. quería disfrutar mi tiempo, ponerme a leer, a escribir, a tocar la guitarra, a tomar alcohol... a partir de entonces he contactado a la gente que conozco desde que entré a esta carrera (¡hace casi 20 años!) y les he planteado mi situación, que las autoridades de la escuela en la que trabajé durante los últimos 4 años tuvieron otras prioridades y que prescindieron de mis servicios. 

no lo detallé, pero esta situación me parece injusta. viéndolo bien, creo que hasta era un mal necesario salir de esa universidad: por no mencionar que tengo el perfil ideal para trabajar en esa universidad y que ninguno de los profesores con plaza indeterminada del departamento al que pertenece la licenciatura en la que impartí clases tiene mi perfil, hice mil cosas, resolví mil problemas, estuve en mil comisiones, consorcios y consejos editoriales, y, en general, no me dieron el crédito que merecía. 

para ilustrar un poco mi punto, me tocó una huelga de tres meses en la que trabajé viviendo de mis ahorros, durante la pandemia trabajé más de 10 horas al día y durante los últimos seis meses ni siquiera tuve un cubículo dónde dejar mis cosas o las autoridades me asignaron un espacio en el que ocasionalmente había personal administrativo que me miraba como si fuera un bicho extraño, a pesar de que tengo posdoctorado y de que soy investigador nacional nivel I y de que imparto clases de licenciatura desde el 2005. 

mis contactos me han dicho que puede abrirse tal o cual oportunidad de trabajo temporal (es lo que hay: contratos de 3 meses o, si tienes mucha suerte, de 3 años), pero tampoco han sido oportunidades concretas. 

las plazas indeterminadas escasean. desde mi punto de vista (casi 20 años de experiencia), “misteriosamente”, esas escasas plazas indeterminadas existentes acaban recibiéndolas personas que tienen un CV peor que el mío.

en fin, me duele el estómago, la comida me cayó mal, la metformina me ha vaciado el alma, el teléfono no suena, como en esta canción de The Cure que estoy escuchando, y no creo que suene. 

estoy en el desamparo total. quisiera pensar en que, tarde o temprano, las circunstancias cambiarán a mi favor. quisiera pensar como Carrère: en que a veces estamos en yin y que a veces estamos en yang (o, ¿acaso, no será que siempre he estado en yin o que siempre he estado en yang?), pero no puedo dejar de preguntarme si se abrirán algunas puertas para mí; si, en algún punto, las circunstancias me favorecerán, como les han favorecido a otros colegas; si llegará una oportunidad de trabajo definitiva sin que yo esté buscándola; si me hartaré de esta incertidumbre (es la única constante en mi carrera) y no tendré otra opción más que renunciar a esta carrera de casi 20 años que me apasiona y que disfruto tanto y que me ha dado muchas satisfacciones y reconocimientos y desafíos.

lunes, 31 de octubre de 2022

manzana podrida

a mi izquierda, yoko está tumbada junto a la ventana. toma el sol y maúlla insistentemente. no sé si tiene hambre, no sé si le duele algo, no sé si quiere llamar mi atención. a mi derecha, más allá del comedor, las pilas de trastes en el fregadero me revientan los ojos. me hacen sentir que estoy atravesando un remolino y que las piedritas se me meten en los ojos. también quisiera ponerme a maullar como yoko y que un ser supremo se preguntara por qué maúllo y que buscara cómo mitigar mi indescifrable sufrimiento.

alexa vomita “the dope show” y marilyn manson vomita “all the pretty ones will leave you low and blow your mind” y me recuerdo en 1999 viendo MTV y procrastinando y divagando y viviendo mi vida cómoda, pero ahora el sonido del agua cayendo en la pileta y el sonido de la jerga que Katz exprime compulsivamente contra el lavadero de cemento me fulminan como una luz escandalosa que me deja ciego, sordo y aturdido. soy un adulto y estamos a 31 de octubre del 2022. 

(casi) todos los días son iguales, siempre hay trastes en el fregadero. los bonitos siempre están en los mejores lugares. me dan ganas de agarrar un cuchillo y clavárselo a una manzana podrida. 

sábado, 29 de octubre de 2022

todo lo hago mal

la temperatura desciende, leo esta novela de cyberpunk, dicen que es una novela de culto pero no me atrapa, la primera frase es asombrosa, pero los nombres de los dispositivos tecnológicos, de la inteligencia artificial y toda la tecnología, son confusas. 

la mañana me sabe como el último Camel que hay en la cajetilla de cigarrillos, como el último día de vacaciones de Navidad, como la última botella de alcohol disponible en el refrigerador... 


sábado, 22 de octubre de 2022

dale vuelta a la página de tu existencia

despertar de un sueño confuso que ya barrió el oleaje de la conciencia, medio recordar qué soñaste, que ibas a celebrar tu cumpleaños y que tus papás te prestarían su casa y que no estabas tan seguro de invitar a nadie pero que al final te decidías y te parecía una oportunidad genial para tocar con tu banda de punk y para invitar a la gente con quien aún tienes contacto en Facebook; tener que levantarte de la cama porque las ganas de orinar aumentan, sacar los pies de las sábanas y sentir el contacto de las sábanas y brevemente aspirar la fragancia de las sábanas recién lavadas mientras te las vas quitando de encima y recordar muchas cosas felices y luego sentir el madrazo del frío, y encabronarte y aborrecer el frío y la idea de tener que ponerte varios kilos de ropa encima para hacer cualquier cosa, para desplazarte por el día, de la cama al baño, del baño a la recámara, de la recámara a la cocina, y para evitar enfermarte y terminar tumbado indefinidamente en la cama, apenas lanzando estertores, con la garganta a punto de estallar como un globo y con los ojos borrosos de lágrimas; acabar de orinar, mirarte en el espejo, reconocer de soslayo todos los defectos que aborreces en ti mismo, bostezar, sentir una opresión en el pecho, ser incapaz de pensar claramente, ser incapaz de ser un zen y ser incapaz de no odiar a toda la gente que te ha puesto un pie para que tropieces o que te ha usado como pañuelo desechable, y que ha dado vuelta a la página de tu existencia rápidamente; tener mil ideas y querer ahondar en cada una de ellas y escribir sobre cada una de ellas –te transportan a distintos lugares catárticos y te alivian, te quitan un peso de encima, y te hacen sentir menos miserable–, pero continuar orinando y sintiendo cómo se esfuma el tiempo y cómo deteriora tus huesos y cómo mata a tus células; entrar en la recámara, avanzar en contra de las ráfagas de frío que cercenan tu movimiento, sacar el glucómetro, sacar la tira reactiva, sacar la lanceta, sacar la pluma, sacar el cuaderno, y pincharte un dedo elegido al azar, aunque casi siempre es el mismo, y hacer el sacrificio de una gota de sangre, y sentir que la yema de ese dedo que casi siempre es el mismo es como la gruesa piel de un elefante que ya no siente nada, y recordar las primeras veces que te medías la glucosa y cómo sentías intensamente ese pinchazo y cómo te predisponías a sentir ese pinchazo y cómo creías que sentías que ese pinchazo liberaba endorfinas en tu torrente sanguíneo y cómo pensabas que pincharte cada día con la lanceta para hacer un sacrificio de sangre y medirte la glucosa, y que habituarte a ese pinchazo, te abriría las puertas para experimentar con otras drogas administradas por vía intravenosa, y lidiar con el espantoso frío y calcular, entre las brumas de la conciencia que, repentinamente, tiene un bajón que te permite recordar algunos detalles de lo que estabas soñando, cuántas veces te has pinchado en el último año, cuántas tiras reactivas has usado, cuántas pilas de litio has comprado, cuántas gotas de sangre has vertido en el lector del glucómetro y cuántas ideas has olvidado mientras te mides la glucosa; acabar de anotar los mg/dl de glucosa en sangre, sentirte un fracasado, un tipo incapaz de resistirse a la tentación de la comida sabrosa –una hamburguesa, unas papas a la francesa– y a los efectos alienantes del alcohol, y disponerte a anotar cuáles fueron tus alimentos del día anterior, y tener un sobresalto porque el gato noruego llega de pronto a la recámara y empieza a llamar tu atención, a maullar, a subirse al escritorio, a mover la computadora, a pasarte una de sus patas por el cabello, y saber que todo ya se fue al carajo: que bajarás a la cocina, que le darás su comida blanda, que recogerás su arena, que te lavarás las manos, que le servirás agua limpia en su plato de agua limpia, que volverás al baño, que irá saliendo el sol, que la luz del sol te despojará del estado mental que requieres para escribir, que harás algunos estiramientos para evaluar si ya no te duele la ingle izquierda y si entonces puedes salir a correr cinco o seis kilómetros –al igual que la escritura de pendejadas introspectivas, resulta catártica, y es una estrategia para huir–, que lavarás los trastes, que te resignarás, que le preguntarás a Alexa por el pronóstico del tiempo, que repararás en el madrazo del frío, y que, tú mismo, le habrás dado vuelta a la página de tu existencia. 

jueves, 13 de octubre de 2022

la cuerda floja



sueñas que caminas por la cuerda floja, que cruzas la cuerda floja, que no quieres mirar abajo, que los dos puntos que unen esa cuerda floja están en alguna parte indefinida de dos rascacielos, sueñas y tus músculos están tensos y sientes el corazón latiendo como un tambor de guerra en la garganta, y escuchas a algunos colegas de la realidad murmurando desde las ventanas de esos rascacielos, y todos hablan buenas cosas de ti, y discuten sobre las oportunidades que te depara el futuro, y, de algún modo, sabes que también estás teniendo una conversación telefónica con ellos mientras cruzas el vacío entre los dos rascacielos y avanzas sobre la cuerda floja –es un sueño–, pero el sueño se empieza a romper como la cáscara de un huevo –las ganas de orinar ascienden a la conciencia como una sensación helada– y apenas abres los ojos, te das cuenta de que estás en tu cama y todos los horribles ruidos de la civilización aterrizan en tu cama: el motor del tráiler de carga, la alarma contra intrusos del fraccionamiento vecino, el espantoso motor infernal de la lavadora, el espantoso motor infernal de la bomba del agua, el espantoso motor infernal de la licuadora...

Y así transcurre la vida, in crescendo, y ya no puedes postergar un minuto más las ganas de orinar y tienes que levantarte de la cama, y, apenas pones un brazo fuera de la cobija, el frío te pega en la piel, se adhiere a tu epidermis como un veneno que inmoviliza y como una enfermedad que mata lentamente, y odias estar en esta época del año en la que no puedes andar descalzo por la casa, en la que tienes que ponerte varios gramos de ropa encima para hacer cualquier cosa, en la que levantarse de la cama es como decidirse a tirarse un clavado en una alberca con hielos, y te preguntas por qué a algunas personas les gusta el frío y odian el calor, y el espantoso motor infernal de la lavadora continúa martillando en la casa, y el espantoso motor infernal de la lavadora continúa martillando en la casa, y te preguntas si acaso no vives con alguien que está obsesionada con las labores domésticas, y odias todo, y te tocas en vano el lóbulo izquierdo, esperando tener perspectiva de los momentos que has pasado realmente mal, cuando tenías episodios de ERGE y el mundo estaba en su mundo y nadie sabía que estabas realmente mal, que casi cualquier alimento o casi cualquier bebida te ponía al borde de la muerte –y sí puede estar un poco obsesionada: son las siete de la mañana y la casa ya adoptó la forma de un museo de la limpieza–, y así te tocabas el lóbulo izquierdo para lidiar con la ansiedad que te provocaban los episodios de ERGE, pero ahora son sólo un recuerdo, y el ritual táctil ya no surte ningún efecto...

Y ya estás orinando, después de ponerte veinte mil cosas encima para cubrirte del frío, y añoras el calor, esa oportunidad de andar semidesnudo por tu casa y mojarte la cara y empaparte de pensamientos cálidos, y llenarte de ideas solitarias lejos de los tumultos, y vuelves a odiar encontrarte como te encuentras –en verdad el espantoso motor infernal de la lavadora suena como un taladro que se te va metiendo por los oídos y que hace trépanos en tu cráneo y que hace una limpieza en tus piezas dentales–, y no tener oportunidades de crecimiento, sentirte usado, como un bombero que apaga todos los fuegos que provoca la ineptitud de otras personas, y vuelves a odiarte por no ser capaz de postergar estas ganas de orinar, y por no poder sentarte a escribir todo lo que palpita en tu cabeza, en lugar de meterte a orinar al baño.

Y cuando sales del baño, más o menos con el impulso de escribir batiéndose entre la vida y la muerte como un pescado que acaba de salir a la superficie para no volver jamás a las profundidades, tienes que hacer lo de siempre: medirte la glucosa, pincharte un dedo, anotar los mg/dl de glucosa en sangre en ayuno; bajar a la cocina y buscar los platos de comida blanda de los gatos; servirles sus porciones de Royal Canin en los platos; cambiarles el agua; hincarte a limpiarles el arenero; meter la arena sucia en una bolsa; sacar esa bolsa al bote de basura del traspatio; poner arena limpia en el arenero; barrer el cuarto donde está el arenero; recoger y sacudir los tapetes en los que está el arenero...

Para cuando acabas esto, el pescado ya se murió, y tienes que ponerte a lavar los trastes –ya estás más cerca del espantoso motor infernal de la lavadora–, y empiezas por quitar del escurridor de trastes todos los trastes que ya están limpios, y hay varios tuppers gigantescos, más grandes que el fregadero y que el escurridor de trastes, juntos; y vuelves a sentir que odias tu existencia; y allí, vas: acomodas los trastes sucios de un modo que consideras práctico: todos los cubiertos en un tupper enorme –doce cucharas, cuatro tenedores, un cuchillo–, los platos largos debajo de todo, los tuppers más grandes que el fregadero encima de todo...

Le pides a Alexa que ponga alguna canción que te gusta y que pueda competir con el espantoso motor infernal de la lavadora, y apenas te escucha y apenas escuchas la canción que le pediste que pusiera –la cocina parece un campo de guerra; casi puedes ver las ráfagas de los obuses que cruzan el cuarto en llamas; casi puedes escuchar el fuego cruzado y las órdenes de los altos rangos y las lamentaciones de los soldados y las sirenas de las ambulancias–, y te concentras en acabar de lavar los trastes, y cuando crees que ya terminaste y ya te lavaste las manos y ya te secaste las manos y te dispones a sentarte a descansar unos segundos –desde que las ganas de orinar te levantaron de la cama, no te has vuelto a sentar–, y entonces ves otros tres platos en el comedor, y vuelves a lavar los trastes, y cuando acabas pasa lo mismo: te encuentras otros dos platos en la mesita de centro de la sala, y se repite la acción.

Para cuando terminas estos menesteres –aún suena el espantoso motor infernal de la lavadora–, el pescado ya está bien muerto y bien tieso y ya hiede, pero, por si fuera poco, tu sistema digestivo tiene otros planes para ti, como siempre ocurre después de cada comida, y tienes que regresar al baño.

Cuando finalmente ya acabaste con la rutina, reparas en que ya transcurrió casi una hora desde que te levantaste y que parece que no has hecho nada, en que no has tenido tiempo para ti mismo, y te preguntas “¿es esto la vida?”

miércoles, 5 de octubre de 2022

hice un reguero y nadie se dio cuenta

ya había hecho esto otra vez, cuando, en febrero de este año, mi futuro laboral (igual que ahora), de un momento a otro, era incierto, cuando, de un momento a otro, tuve que buscar obsesivamente convocatorias para evaluaciones curriculares –de las 20 existentes en ciencias biológicas, las 20 estaban abiertas para biólogos; de las 2 existentes en psicología biomédica, en las 2 podían concursar biólogos, químicos, médicos, psiquiatras, psicólogos sociales, psicólogos clínicos y, por supuesto, psicólogos biomédicos, como yo– y concursos de oposición. 

ya había hecho esto otra vez, cuando esa casa en la que hice ese reguero se quedó sola por otros motivos, cuando tenía un pretexto para entrar a esa casa, cuando mi mente estaba enloquecida, cuando no quería analizar ninguna situación, cuando el futuro era una pesada losa en mis hombros, cuando no veía de qué manera llegaría al siguiente mes –dramatizando–, si no ganaba una evaluación curricular para tener un trabajo como profesor temporal durante los próximos tres meses (sin oportunidad de crecimiento).

en esta ocasión, las oportunidades de trabajo son más escasas que en febrero. solo hay una evaluación curricular en psicología biomédica –continúan 20 ofertas en ciencias biológicas disponibles exclusivamente para biólogos–, pero el perfil es para un psicólogo clínico. yo podría hacer esas cosas que se piden en la convocatoria pero no soy psicólogo clínico: tengo más preparación que un psicólogo clínico, soy psicólogo experimental, psicofisiólogo, psicólogo biomédico, doctor en ciencias biomédicas con posdoc, miembro del SNI... incluso, a pesar de que me dedico a la investigación básica y de que todas mis publicaciones son preclínicas, tengo estudiantes de licenciatura con tesis en el área clínica y tengo en planes al menos dos publicaciones clínicas.

el martes vi esta convocatoria anunciada en la gaceta de la universidad y el jueves metí mi solicitud y ese mismo día recibí una notificación de mi registro. desde entonces, no he recibido nada, y supongo que eso significa que ni siquiera tendré la oportunidad de concursar. 

entonces el viernes, después de salir a correr, me metí a esa casa, que estaba vacía, por motivos diferentes a los motivos de febrero, y me metí a esa casa como si se tratara de un ritual... e hice un reguero... como si se tratara de un ritual. y nadie se dio cuenta.  

domingo, 2 de octubre de 2022

todo me hace feliz

me levanté a correr por la mañana para desasirme de estos enfermizos pensamientos obsesivos. todo el sábado estuve revisando compulsivamente mi teléfono celular, en espera de un correo-e que me informe si pasé el filtro de esta evaluación curricular y, si es así, cuáles son los pasos a seguir. por la noche 

jueves, 29 de septiembre de 2022

i want to be a country singer


me la bebo rápidamente, como si se tratara de la última hard seltzer disponible en el mundo, como si se tratara de tu cuerpo de alcohol incendiándose en las lagunas psicóticas de mis labios de Korsakoff, como si se tratara de un cuerpo celeste en la oscuridad de mis manos y de mi mente achicharradas por la paranoia, como si se tratara de un tranquilizante para mi pequeña mortalidad que se estresa porque pasa una mosca y se posa a centímetros del vaso de vidrio y amenaza con ahogarse en alcohol, como si se tratara de un combustible que perturba mis sentidos y que me hace levitar entre el resto de los mortales que tienen preocupaciones mucho más graves que las mías.

me la bebo rápidamente pensando en ti, como si no se tratara de alcohol recorriendo mi sistema nervioso central, sino como si se tratara de tu saliva recorriendo mis corpúsculos de Krause –una de las protagonistas de Las partículas elementales le dedica todo un capítulo a estos órganos sensoriales y al sexo, y la idea ha estado dándome vueltas en la cabeza–, como si se tratara de tu voz que abre las grietas de mis oídos derrumbados cuando te carcajeas y me miras con tu mirada fulminante de aguja, cuando tu mirada de intravenosa con el ceño altivo es una cortada de papel y entonces los dos sabemos, durante unas milésimas de segundo, que es un camino sin retorno, una caída libre, que no hay vuelta atrás, y que vamos a perder la razón.

me la bebo rápidamente y quiero que sus efectos me transporten a esta tarde, cuando llegaste a mi casa después de ir al súper y me trajiste la caja de Helix que te había encargado por Whats, cuando bajé la caja del Uber y estuve a unos centímetros de ti y aspiré tu aroma y sentí tus caderas confundiéndose con tu cabellera azabache, cuando te inclinaste a recoger una botella de agua que estaba tirada debajo del asiento del copiloto y vi tu silueta en todo su esplendor y sentí que sería muy fácil convencerte de cualquier cosa, de pasar a mi casa e invitarte a tomar y luego conversar y emborracharnos y luego perder la razón juntos.

me la bebo rápidamente y recuerdo que nos despedimos con un beso tuyo muy intenso en mi mejilla izquierda y con un abrazo muy cálido mío alrededor de tu espalda y cintura, y que diste media vuelta y que caminaste hacia tu casa y que no pude dejar de mirar cómo se te marcaban las caderas debajo de esos ajustados jeans blancos que llevabas puestos, y recuerdo la vaguedad de tu lencería, de tus bragas de corte francés con encaje, transparentándose a través de esos ajustados jeans blancos, como si se hubieran tratado de una cicatriz que me daba curiosidad y que quería abrirme y mordisquear como un adolescente que descubre a mujeres semidesnudas en un ejemplar de Interviú, y recuerdo que me quedé estupefacto viéndote caminar de ese modo tan espontáneo que te caracteriza y que me sentí culpable, enfermo, ebrio y sediento y hambriento de ti, y que tuve pensamientos inapropiados, y que me sentí como si estuviera en un síndrome de abstinencia, pero volví a la realidad al cerrar la puerta de la casa.

me la bebo rápidamente y estoy sentado en el sillón y abrí una lata de Helix y escancié su contenido en un vaso de vidrio y trasegué su contenido varias veces ya, y le pedí a Alexa que pusiera a Sweet 75 y escuché a Yva Las Vegas y a Krist Novoselic varias veces ya, y viajé a 1994 varias veces ya, e imaginé a Krist Novoselic reponiéndose de la muerte de Kurt Cobain, intentando borrar de su mente ese último recuerdo de él golpeándolo y escabulléndose del SEA-TAC airport, pocas semanas antes de su muerte, creyendo que la solución para borrar ese recuerdo sería involucrarse en un nuevo proyecto musical, e imaginé a Krist Novoselic en su primera fiesta de cumpleaños desde mil novecientos ochenta y tantos sin Nirvana, conociendo a Yva Las Vegas, a esa cantante venezolana que llegó a cantarle a ese cumpleaños, mucho antes de que ella se convirtiera en cantante joropunk

me la bebo rápidamente, y no puedo dejar de pensar en que esos jeans ajustados te quedan tan bien, que quisiera emborracharme cuanto antes y tener un sueño loco que nunca podrá ser realidad, quiero sentir que nada me importa, que el estrés desaparece, que los juegos mentales no están en mi contra, que me da igual qué pasará, que ya hice todo lo que está a mi alcance para tener otro contrato seguro hasta enero en mi zona de confort, que metí mi solicitud para una evaluación curricular –mi segunda evaluación curricular en lo que va del año– y que el perfil de esta convocatoria no corresponde con mi perfil, pero que tengo altas posibilidades de ganar.

sábado, 24 de septiembre de 2022

Stay Away

No usas transporte público, no tienes que levantarte a las cuatro de la mañana y salir al trabajo, ni tienes que volver a las once de la noche a tu casa todos los días, no tienes que prepararte tu comida, no lavas trastes, no lavas tu ropa –ni siquiera recoges la arena de tus gatos–, no necesitas escribir un CV para obtener un empleo, ni siquiera tienes que buscar una entrevista de trabajo para obtener un empleo, no eres empleado en una empresa de sol a sombra en un lugar, no te falta el dinero, pero esperas que creamos cuando escribes sobre “la vida”.

sábado, 17 de septiembre de 2022

rocket queen

Gatusso maúlla, son las 13: 19, justamente la hora en la que tembló el 19 de septiembre del 2017, cuando me encontraba en el tercer piso de un edificio que sufrió daño estructural y que ya demolieron, y esta asociación accidental e inesperada me trae algunos recuerdos traumáticos y me siento frustrado porque entonces no tenía tiempo ni para escribir ni para leer y acababa de pasar muchos meses de sufrimiento y desesperanza, y estaba recuperándome de una cirugía, y, en fin, que me pasaban muchas cosas pero no tenía cabeza para escribir nada sobre esas cosas que me pasaban.

Gatusso maúlla, cumplió 12 años en estas semanas, pesa casi seis kilos, es de una raza noruega, es enorme, es cariñoso y es impaciente, y tiene un apetito voraz, y todas las mañanas me levanta de la cama para que le dé comida blanda, y parece un niño que sufre mucho, y a veces agarra a un perro de peluche que le compró Katz cuando era un bebé –lo encontraron abandonado en la calle, casi recién nacido, y lo adoptamos– y lo arrastra por toda la casa y llora lánguidamente, y hoy mismo, alrededor de las seis de la mañana, mientras reescribía otra entrada de este blog, Gatusso maulló una y otra vez, y después se subió al escritorio junto a la computadora y comenzó a jalarme el cabello y a llamar mi atención, pero llegamos a un acuerdo y logró esperar hasta que Katz se despertó y entonces pudo recibir su comida blanda y yo pude continuar escribiendo.

Gatusso maúlla, son las 13: 19, y sus maullidos significan que quiere comida blanda otra vez, y yo no quiero que pase este momento en el que tengo en la cabeza una idea clara, y sin embargo me desvío del tema y escarbo entre mis recuerdos y recuerdo que ya salí a correr y que lidié contra mi fatiga muscular y que tomé varias pausas y que ya era más tarde que de costumbre y que vi a varios vecinos y que miré varias veces el cielo y que escuché In Utero dos veces mientras corría y que las nubes me estremecieron y que sentí que llegaba al nirvana en esas pausas entre un kilómetro y otro, mientras miraba el cielo y me sentía eufórico y agotado y parecía que las nubes estaban fijas en el cielo y que yo me movía en el suelo aunque estaba inmóvil, y de pronto se me ocurrieron varias ideas, como, por ejemplo, que debo escribirles más a menudo a los escritores que he leído y que tienen twitter, que debo escribirles alguna crónica-reseña sobre sus libros, compartírselas, y esperar a que alguno las lea –lo he hecho otras veces, y sí las han leído, e incluso me han seguido en twitter, o me han invitado a tomar una cerveza que he declinado– y que tener “un golpe de suerte” y que entonces pueda conocerlos en persona y luego convertirme en un conocido cercano y así, finalmente, tener la oportunidad de publicar una novela o un libro de relatos, o, incluso, alguna de las entradas que más me gustan que tengo en alguno de los blogs en los que siempre improviso, pero ya estoy desviándome otra vez del tema. 

El sol entra por la ventana junto al escritorio, y de pronto Gatusso se distrajo con su hermana Yoko y los dos se corretearon, y ya nadie maúlla, y Jackson, el otro hermano gato, está dormido en el cojín que les puse junto a la ventana del estudio, encima de un mueble en el que tengo una parte de mi colección de discos compactos, y no puedo dejar de sentirme absorbido por la luz del sol que se parece a ese sol de octubre que se parece a ese sol de noviembre que se parece a ese sol de las fiestas de fin de año, y que me trae recuerdos también.

Recuerdo, por ejemplo, las tardes de sábado en las que Katz y yo veíamos películas, cuando vivíamos en un angosto departamento en Agua Caliente y Netflix no tenía competencia, cuando no me daba tiempo para leer ni para escribir y los dos bajábamos a la tienda de la colonia y comprábamos golosinas y nos sentábamos frente al televisor y pasábamos la tarde viendo películas; ahora ella teje en sus ratos libres y los dos –ella y yo– y los tres gatos –Gatusso, Yoko y Jackson– vivimos en una casa enorme, y leo dos o tres libros al mes y escribo todos los días, y estoy a punto de quedarme sin oportunidades laborales para ejercer como profesor-investigador, y tal parece que desperdiciaré mi nombramiento de investigador nacional nivel I.

Cuando desayunábamos esta mañana, Katz le pidió a Alexa una canción pop que no tolero y después yo le pedí esta canción de Guns N' Roses que me trajo a pensar en lo que originalmente quería escribir en esta entrada, y mientras me llevaba el bocado de enchiladas con huevo a la boca, la canción me catapultó a otra época: me hizo acordarme de aquel domingo en el que estaba escuchándola en la sala de la casa de mis papás –acababa de entrar a la preparatoria, era el otoño de 1994, y acababa de comprarme Appetite for destruction en cassette, y lo escuchaba una y otra vez– y ese domingo en particular le presté atención a la letra –generalmente me enfocaba en los hits de ese álbum: en “Welcome to the jungle”, en “It's so easy”, en “Mr. Brownstone” y en “Paradise City”– y de pronto mis papás salieron urgentemente de la casa y luego llegaron con mi tío alcohólico y lo metieron en la recámara de uno de mis hermanos y me dijeron que le echara un vistazo de vez en cuando, y luego volvieron a salir de la casa, pero con mis hermanos, y me dejaron solo a cargo de mi tío.

Yo estaba en el comedor haciendo una tonta tarea para la clase de Dibujo, escuchando a todo volumen Appetite for destruction y más o menos sabía de los problemas de alcoholismo de mi tío, pero nunca había pensado seriamente en ello –ni siquiera me había emborrachado una sola vez, y no había conocido el poder seductor del alcohol ni de ninguna otra droga–, y sonaba “Rocket Queen” y me enfoqué en la batería y en el bajo, y me pareció fabulosa la sincronización de ambos instrumentos, y aborrecí a mi profesora de Dibujo –ella esperaba que todos los estudiantes fuéramos talentosos– y me concentré en la parte de la canción en la que se escuchan los gemidos de la novia de Steven Adler, y me pregunté si en verdad Axl Rose estaba cogiéndosela o si se había tratado de un truco publicitario para aumentar las ventas del álbum debut de la banda más peligrosa del mundo, cuando mis papás volvieron a la casa y me preguntaron si todo estaba bien, y yo les dije que sí, que mi tío ni siquiera había bajado a la sala y que lo había estado vigilando de vez en cuando, y resultó que estaba borracho, que se había tomado toda una botella de alcohol del 96, que quién sabe de dónde había sacado.

Y me sentí irresponsable, inocente y tonto, pero no sabía nada del poder seductor del alcohol ni de ninguna otra droga. Ahora que lo conozco y que me he emborrachado varias veces y que he consumido algunos químicos que han enloquecido mi cerebro, y que he sentido necesidad de alcohol en mi sangre, como el jueves y el viernes pasados, que hubo ley seca en el lugar en el que vivo y que la ley seca estropeó mis planes para emborracharme y huir de la realidad, y durante algunos segundos sentí que no soportaría la sobriedad; ahora que incluso he impartido algunos cursos sobre neurobiología de la adicción en la universidad y he estudiado el síndrome de abstinencia en distintos modelos animales y en casos clínicos, imagino la desesperación de mi tío esa tarde de domingo mientras “Rocket Queen” sonaba a todo volumen, entiendo su vehemencia por tener alcohol en la sangre, entiendo su desesperación por aplacar la abstinencia, y me hubiera gustado sentarme a conversar con él, en lugar de concentrarme en esa tonta tarea de Dibujo. 

Ahora voy a bajar a la cocina y no voy a darle comida blanda a Gatusso, sino que voy a destapar una Victoria y voy a bebérmela y a tratar de entrar en la zona y voy a tratar de escribir sin prejuicios. Tal vez termine tocando alguna canción de Nirvana en alguna de mis guitarras eléctricas. Tal vez termine lamentándome por mi futuro cercano. Tal termine escuchando a Guns N' Roses. O tal vez acabe exhausto y quedándome dormido, sin haber hecho nada de lo que quiero hacer.

Soy un ser sombrío, y no puedo escribir cuando ya despertaste


Soy un ser sombrío, lo supe desde que nací una madrugada de diciembre, en un hospital que había sido un convento, cuando mi mamá estaba en su habitación recuperándose y yo estaba en otra habitación con un montón de recién nacidos como yo, cuando ella era poseída por el espíritu de una monja que había fallecido en esa misma habitación y levitaba encima de la cama una y otra vez, cuando ella cantaba en latín canciones religiosas durante el parto, cuando ella gritaba mientras yo estaba en sus entrañas y mi ambiente amniótico era estresante y salí al mundo y no sólo me costó trabajo adaptarme a la presencia de mi mamá y lloré y lloré hasta que ella y mi papá me dieron una habitación para mí solo junto a la de ellos, en el pequeño departamento en el que vivíamos, y se acabó el problema y dejé de llorar, sino que también me costó trabajo adaptarme a convivir con otros niños y con otros adultos, y no soportaba cuando un adulto omitía mi nombre y me decía “niño” y no soportaba cuando un niño se burlaba de otro niño que veía más indefenso que él y me quería ir a los golpes con él y siempre perdía, y este problema de adaptación me llevó incluso a pensar mil y un veces, en repetidas ocasiones, antes de decirle a mi profesora de primero de primaria que estaba orinándome, y entonces terminaba empapando un poco los pantalones y acostumbrándome al aroma del amoniaco y a la rozadura del amoniaco en mi entrepierna. 

Soy un ser sombrío, lo supe cuando me ponía melancólico la felicidad aparente de mi familia en las reuniones de Navidad y de Año Nuevo, sabía que todos se detestaban y envidiaban en el fondo, lo supe cuando mis papás me celebraron un cumpleaños y todos parecían felices en el salón de fiestas y yo acababa de pasar por un estudio fotográfico y acababa de pensar en la muerte y en cómo eso cambiaría definitivamente las cosas, y quizá lo supe porque mis papás veían programas de televisión que no eran aptos para niños y yo los veía, y toda la violencia y toda la hostilidad y todas las fechorías de la pandilla que exterminó Charles Bronson en una película, y toda la decadencia y la sordidez y la orfandad de Valentín Trujillo en esa película en la que le decían “Perro”, se metieron en mi mente infantil.

Soy un ser sombrío, y en la pubertad descubrí que no me gustaba la compañía de los demás, y traté muchas veces de encajar y de hacer amigos, pero siempre terminaba encontrándome solo, forzándome a interesarme en cosas que a ellos les parecían fascinantes y que yo no podía apreciar, cuando estaba en una fiesta y todos bailaban la misma música de adultos que mis papás escuchaban en sus fiestas de adultos, cuando bebían las mismas bebidas alcohólicas que bebían mis papás en las fiestas de adultos, cuando jugaban a ser los mismos adultos que eran mis papás, cuando ya me volvían loco las chicas de mi edad y sin embargo siempre estaba pensando en el futuro, en que, si ellas estaban dispuestas a estar conmigo –lo cual, gracias a mis bigotes y mi voz púberes, era relativamente frecuente–, tenían que ser perfectas: tenían que mostrar no guardar ninguna relación con todas esas cosas que no me gustaban, y generalmente bastaba que me dijeran que querían estar conmigo y que me cantaran una de esas canciones que todos bailaban en las fiestas, o que no supieran escribir sin faltas de ortografía, o que esperaran a que estuviera con ellas todo el tiempo, o que me dijeran alguna cosa dulce, o tan solo que nuestros apellidos sonaran a broma –una vez ocurrió con una chica cuyo apellido formaba la palabra compuesta “perezsosa”–, para que yo huyera despavorido, antes de dar el primer paso.

Soy un ser sombrío que iba solo al cine y que se escabullía a la mitad de alguna película de culto aburridísima y que luego tenía que huir de parejas homosexuales en La Condesa, cuando la UNAM estaba en huelga, y que tenía crisis nerviosas y que se masturbaba frenéticamente para lidiar con el estrés al descubrir que no sabía hacer otra cosa más que estudiar, y que acabó tomando un taller de creación literaria y conociendo a buenas personas interesadas en escribir, a las que también les gustaba embriagarse pero además fumar compulsivamente cigarrillos sin filtro y escuchar trova y recitar poemas de Mallarmé y de Jorge Cuesta y de Verlaine y de Xavier Villaurrutia, y que acabó hartándose de ellos, de su terrible necesidad de estar con mujeres, y que recibió una triste llamada telefónica desde una fiesta a la que no asistí en la que había una chica ebria que quería estar conmigo y que tenía una vida sórdida que yo no necesitaba en mi vida y que me suplicaba ir a la fiesta y que insistentemente me decía “¿Por qué no estás aquí?”, y que luego acabó escuchando a un tipo que estaba en la misma fiesta y que tomó el teléfono para decirme “Eres como un cuchillo que corta el aire”.

Soy un ser sombrío que luego fue conociendo a más chicas que tenían el perfil de la chica de la vida sórdida, y ellas querían que estuviéramos juntos y yo parecía repetir el ciclo de la pubertad y pensar en el futuro y encontrarles algo que no me gustaba y ahuyentarlas o huir antes de dar el primer paso, y ellas siempre decían que yo me veía como alguien translúcido y que ellas querían hacerme feliz.

En fin, soy este tipo sombrío, y lo sé ahora mismo, ahora que estoy en mis cuarenta y no tengo amigos, ahora que socializo porque debo hacerlo, ahora mismo que estoy escribiendo e improvisando porque nunca puedo escribir si tú ya despertaste.

domingo, 10 de julio de 2022

private eye

Bastan dos semanas con el tobillo inflamado, con un nervio hinchado, con un músculo destrozado, con una arteria lastimada, bastan dos semanas con el tobillo infiltrado, como el tobillo izquierdo de Diego Armando Maradona en el verano italiano de 1990, en Milán, en Nápoles, en Turín, en Florencia y en Roma, bastan dos semanas con el tobillo vendado, cubierto con gel de diclofenaco, con anti-inflamatorios no esteroideos, con el broche de la venda rozándote, adaptándote a caminar con esa venda y a subir y a bajar escaleras con esa venda, y a tomar paracetamol tres veces al día, para no salir a correr y para volver a los malos hábitos, y sentir cómo comes y comes y cómo va hinchándose tu estómago de pez globo, hasta que te miras en el espejo de cuerpo completo y te das cuenta de que te has convertido en ese sujeto cachetón que salía en las fotografías de hace un año, bastan dos semanas con el tobillo en estas condiciones, para volver a levantarte a las seis de la mañana en fin de semana y sentarte frente a la computadora y encenderla y prometerte que vas a escribir, pero terminar perdiendo dos horas y media en redes sociales, viendo las mismas cosas de siempre, bastan dos semanas con el tobillo herido, para levantarte más temprano que cuando sales a correr, para empaparte de sedentarismo matutino, para enajenarte con las mismas publicaciones en Facebook, con las mismas fotografías de recién nacidos que han hecho felices a sus padres, con las mismas fotografías de los cumpleaños de los niños en el salón de fiestas, con las mismas fotografías del aniversario de bodas de los abuelos en una hacienda lejana, con los mismos memes que glorifican la mediocridad, bastan dos semanas con el tobillo hinchado, para naufragar en las mismas quejas de twitter, para leer los mismos tweets de siempre de jefes psicópatas exigiéndole a las autoridades que se pongan a trabajar, para leer los mismos tweets de siempre de gente que no ve más allá de la burbuja de cinco metros cuadrados que habita y que sobrevive al apocalipsis que le provoca usar el transporte público una vez al año, para leer los mismos tweets de siempre de gente que no lee más allá de lo que le recomiendan los intelectuales plásticos de la mafia cultural mexicana, para leer los mismos tweets de siempre de gente que depende de podcasters, de youtubers y de influencers, para leer los mismos tweets de siempre de gente que busca viralidad a como dé lugar, criticando cosas que no conoce desde su perspectiva minúscula, para leer los mismos tweets de siempre de gente que debate sobre J Balvin y Pearl Jam y Maluma y los pixeles del teléfono celular que anuncia una estrella de reggaetón en un hilo, bastan dos semanas con el tobillo izquierdo lastimado como Diego Armando Maradona en el mundial de Italia 1990, para volver a esta rutina sedentaria y revivir recuerdos sedentarios de ese sujeto que se sentaba frente a la computadora, que desaprovechaba dos horas y media de sueño, que perdía dos horas y media de sueño, que buscaba fuentes de inspiración en internet, que transcurría como un adulto atrapado en el cuerpo de Peter Pan, con un cúmulo de nubes tóxicas en la mente, con los párpados pesados, con las tripas gruñendo, con la tos del ayuno del reflujo, descubriendo películas de soft porn mientras amanecía y la calle iba llenándose de trinos de pájaros y de motores de camiones de carga y de bombas de agua y de regaderas en las duchas de baño y de televisores encendidos en programas que nadie ve, y todo mundo iba despertando en el vecindario y comenzaba un día perdido entre un cúmulo de nubes tóxicas en la mente, con los párpados pesados, con las tripas gruñendo y con la tos del ayuno del reflujo.

miércoles, 29 de junio de 2022

La notificación menos importante

Los gatos pasan encima de mí en la cama, como si no pesaran más que una almohada de plumas, me despiertan, y no puedo ignorar cuánto me duele el tobillo izquierdo; siento mucho dolor, como una punzada terrible, como si los músculos estuvieran rotos, como si un nervio estuviera inflamado, como si el hueso del tobillo estuviera carbonizado; como si mi tobillo tuviera mucho sueño, como si mi tobillo estuviera resfriado, como si mi tobillo tuviera cólicos premenstruales, como si mi tobillo tuviera diarrea, como si mi tobillo tuviera tos y alergia estacional y todos los padecimientos posibles; como si yo hubiera contraído raquitismo en el Siglo XIX y las secuelas me hubieran dejado cojo y aún estuviera adaptándome a usar una prótesis que me lastima el tobillo.

Los gatos pasan encima de mí, me despiertan, miro el reloj en la pared de la recámara, son las siete de la mañana, y repaso mentalmente lo que haré hoy, y me siento culpable porque no he podido salir a correr más que un día en esta semana –hoy debería correr, y el viernes también debería correr, pero lo más probable es que el tobillo continúe doliéndome y que no saldré a correr hasta el sábado o el domingo–, y pienso en la presentación que debo terminar para la plática que daré mañana por la tarde para un diplomado de investigación y medicina del sueño; me han invitado a este diplomado desde que era candidato a doctor, sino recuerdo mal en el 2012, cuando Katz y yo vivíamos en Xola, en una colonia bonita que quedaba cerca de todo, cuando Gatusso era un minino y era nuestro único amigo felino y su cabeza cabía en la palma de una de mis manos y le daba su biberón –lo abandonaron en la calle, y su mamá no lo amamantó– y yo me fumaba inconscientemente un Camel al mismo tiempo; y en otras ocasiones que me han invitado a este diplomado me he sentido un poco fuera de mi hábitat, hablando de temas que no me gustan mucho (y que incluso me aburren un poco), pero en esta ocasión, cuando la presidenta de la sociedad que organiza este diplomado que ocurre cada dos años más o menos desde el 2008 se comunicó conmigo en diciembre le planteé hablar sobre un tema que me fascina y ella me dio luz verde.

Los gatos pasan encima de mí, ya estoy despierto, y reparo en que tendré una junta a las 13: 30 por Zoom con los colegas del departamento de ciencias de la salud; allí la jefa de departamento nos presentará a una profesora temporal (como yo) que impartirá estadística avanzada durante este trimestre (yo impartiré una clase los lunes, los martes y los jueves, de las 13:00 a las 18:00, cada día, y otra clase los miércoles, de las 14:00 a las 17:00), nos hablará sobre la página de internet del departamento y sobre la necesidad de retomar los seminarios departamentales; también repaso mentalmente lo que me espera dentro de la siguiente hora: ir al estudio y pincharme un dedo y medirme la glucosa y anotar cuántos mg/dl de glucosa en sangre tengo en ayuno, bajar a la cocina y buscar los platos de los gatos y darles comida blanda, cambiarles el agua –Gatusso siempre ensucia y tira el agua– y la arena, y buscar a Jackson –raras veces baja a la cocina, a la hora del desayuno– y llevarle su plato con comida blanda, y esperar a que Yoko o Gatusso o Jackson usen el arenero justamente cuando acabo de limpiarlo y entonces tener que limpiarlo otra vez, y entonces tener que barrer otra vez el cuarto donde está el arenero y entonces tener que volver a sacar la arena que acaban de ensuciar al bote de basura del patio.


Los gatos pasan encima de mí y ya se dieron cuenta que desperté y comienzan a maullar –sobre todo Gatusso– y a merodear alrededor de la cama como si fueran tiburones merodeando la balsa en la que agoniza un sujeto después de varias semanas de naufragio, y pienso que debería quedarme otros minutos tumbado en la cama, pero ya no tengo sueño y los maullidos de los gatos son cada vez más insistentes. 

Me siento en un borde de la cama, escucho la respiración de Katz que continúa de visita en algún mundo onírico que olvidará apenas despierte y que nunca me contará, y estiro un brazo hacia la mesita de centro y tomo mi teléfono celular y lo enciendo, y recuerdo todas las cosas que tengo que hacer en cuanto me levante y vuelvo a pensar que debería tumbarme en la cama otros cinco minutos, pero también vuelvo a reparar en que ya no tengo sueño y en que los gatos están cada vez más impacientes y en que Katz sigue dormida y en que no quisiera perturbar su descanso. 

Estoy en estos pensamientos que son como un torbellino, cuando suena una notificación del teléfono celular. Apenas distingo el sonido, por debajo de los maullidos de Gatusso, de Yoko y de Jackson. Puede ser cualquier cosa –un Whats que requiere una respuesta urgente, un depósito inesperado de $20 MDD en mi cuenta bancaria, un nuevo seguidor en twitter, un mensaje del messenger de Facebook de alguien que no veo desde hace más de quince años–, pero tengo la certeza de que se trata de la notificación más innecesaria de todas las aplicaciones que tengo en mi teléfono: Google Fotos. 

Y sí: la aplicación me recuerda que, hace exactamente 9 años, después de haber vivido alrededor de cinco años en el pequeño departamento de Xola, Katz y yo nos mudamos de vuelta a Pantitlán. No me cuesta mucho trabajo recordar que ese día fue sábado y que había cajas por todas partes, y que tomé un par de fotografías mientras Katz bajaba a la calle a abrirle a un sujeto que la había contactado en una página de trueques en Facebook y con quien intercambiaríamos nuestro tanque de gas por dos o tres bolsas de Scoop Away. 

Todos estos recuerdos son curiosos, pues en la novela que estoy escribiendo –es mi tercer proyecto: tengo dos versiones de una novela ya terminada que envié dos veces a un concurso “para jóvenes escritores” que resultó un fraude, y tengo otra novela más o menos avanzada, a la que no he vuelto desde que vivimos en Toluca-Lerma–San Mateo Atenco– y que comencé a escribir en enero del 2021, y que es una novela de ficción autobiográfica, el fin de semana intentaba escribir sobre este día y sobre el sujeto que se llevó nuestro tanque de gas y que nos dio dos o tres bolsas de arena para gatos.

Serían como las diez de la mañana cuando el sujeto llegó al departamento. Mi papá había conseguido una camioneta para la mudanza y ya andaba por allí con nosotros, y mientras Katz se había encargado de empacar prácticamente todas nuestras pertenencias, además de encontrar el departamento al que nos mudaríamos y recoger las llaves y acordar con el dueño del departamento cuánto pagaríamos de renta cada mes y cuánto deberíamos depositarle en el primer mes, el papá de Katz había estado ayudándole a ella toda la semana y yo había estado, como siempre que han ocurrido estos traslados, como un inútil quejumbroso toda la semana, escudándome en el estrés que me provocaba el ambiente tóxico del laboratorio de mi tutor de doctorado. Ya no soportaba un día más en ese laboratorio. 

Mi tutor había perdido el control sobre su grupo de investigación y yo estaba a punto de quedarme sin beca doctoral –como la dueña del pequeño departamento de Xola nos iba a subir la renta y como Katz y yo tendríamos que vivir algunos meses con nuestros ahorros y con los ingresos de Katz, que trabajaba en una agencia aduanal, nos mudábamos de vuelta a Pantitlán–, estaba empezando a escribir mi tesis doctoral y terminando los experimentos de mi cuarto artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada; y, sin embargo, aunque incluso había sacrificado mi estabilidad económica para publicar más artículos que los que necesitaba para titularme –como requisito de titulación el posgrado sólo exigía un artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada–, cuando mi tutor perdía la cabeza, nos reunía a todos los que formábamos parte de su grupo y nos decía frente a todos (o nos enviaba un correo-e masivo) todo lo que le parecía que hacíamos mal cada uno, y a mí me decía que yo sólo seguía sus instrucciones y que no tenía iniciativa y que no era ambicioso, así que yo ya no soportaba un día más en su laboratorio.

Cuando el tipo de la arena llegó al departamento, Katz me lo presentó y me pidió que le entregara el tanque de gas, y entonces el tipo, mi papá y yo subimos a la azotea. Mi papá y el tipo de la arena me decían algunas cosas y no podía prestarle atención a ninguno de los dos. Mientras mi papá me hablaba sobre su trabajo, sobre algún padecimiento que le molestaba y sobre algunos problemas familiares, el tipo de la arena me decía que era editor en jefe de una revista literaria y que sus oficinas estaban enfrente del Parque Hundido y que él y su chica se habían mudado recientemente a un departamento que estaba cerca de las oficinas y que los tanques de gas estaban carísimos y que nos agradecían muchísimo el intercambio.

Yo le pregunté sobre la revista literaria al tipo de la arena y allí vi una oportunidad, y entonces le dije que yo escribía, y quería contarle sobre ese aspecto de mi vida con un poco de detalle para que no se quedara con la idea de que yo escribía, tal y como millones de personas dicen que escriben, pero mi papá estaba muy angustiado por los problemas que tenían mi tía, mi prima y mis sobrinas, y necesitaba desahogarse conmigo.

Ante mi incapacidad para controlar la situación, apoyé los codos en una de las bardas de concreto de la azotea y me quedé mirando desde allí la colonia de ese edificio de tres pisos junto a Tlalpan, frente a un Sanborns, a unas cuadras de las estaciones Xola y Villa de Cortés del metro, a unas cuadras de la estación Las Américas del metrobús, en el que Katz, Gatusso y yo habíamos vivido.

Por primera vez reparé en que era una colonia bonita y bien ubicada, y en que nunca la había disfrutado. Pensé en todas las cosas que habían pasado en un lapso de cinco años, y me pregunté si algún día regresaríamos a vivir a una colonia similar.

Bajamos hasta la calle, el tipo de la arena se encargó de bajar él solo el tanque de gas, mi papá y yo lo acompañamos hasta su auto, el tipo me dio un par de ejemplares de la revista en la que era editor en jefe y me dijo que le enviara uno de mis textos y que seguíamos en contacto. Yo le dije que me bastaba con su retroalimentación. 

Apenas acabamos de instalarnos en el departamento de Pantitlán –teníamos pocas cosas, y Katz y yo terminamos de instalarnos en menos de 24 horas–, me puse a escribir un relato para enviárselo al tipo –algo sobre un sujeto que llevaba a su novia ebria de vuelta a su casa, después de una fiesta, el día que la selección sub 21 había ganado el mundial de la categoría en Perú– y se lo envié. Por supuesto: nunca me contestó. 

Ya pasaron nueve años de ese día, y mi tía, mi prima y mis sobrinas continúan teniendo problemas, y me pregunto quién vivirá ahora en ese departamento de Xola qué será de la vida del tipo de la arena: ¿al menos habrá leído el texto que le envié? (¿alguno de los integrantes de los comités de los concursos “para jóvenes escritores” leería una de las novelas que envié...?); si ahora mismo el tipo de la arena leyera esta entrada, ¿le parecería trivial?, ¿sentiría curiosidad por leer aquel texto que le envié en el 2013...?, si un desconocido leyera esta entrada fortuitamente, creyendo que no la escribí yo, sino una estrella de rock de las letras, ¿le volaría la cabeza...?


lunes, 27 de junio de 2022

33 fósforos


El tobillo izquierdo me duele. Me lastimé hace 3 días, corriendo. Me levanté de la cama, hace casi una hora, con el dolor. Me medí la glucosa. Bajé a la cocina. Salí a encender el bóiler. Conté hasta 20 y solté la perilla del bóiler. Recogí 33 fósforos de la bodega donde está el bóiler, mientras sonaba el fuego en el bóiler. Me metí a la casa, les di de comer Royal Canin a los gatos. Les cambié el agua. Serví agua para Katz y para mí en una jarra. Recogí la arena de los gatos. Saqué la arena de los gatos al bote del patio trasero. Barrí el cuarto del arenero de los gatos y abrí una bolsa de arena y les cambié la arena. Jackson y Yoko se peleaban, y los Separé. Subí a bañarme. Katz, aunque ya habían pasado más de 30 minutos desde que me levanté de la cama, precisamente en ese momento entró al baño. 

martes, 21 de junio de 2022

the line begins to blur


llueve y el preticor atraviesa la puerta del patio que permanece semiabierta todo el día. jackson duerme sentando en su posición de esfinge egipcia en una silla, debajo de la mesa. el preticor inunda mis fosas nasales, y pienso cómo entran moléculas odoríferas en mis fosas nasales y cómo se transducen en señales eléctricas en el bulbo olfatorio y cómo luego estas señales viajan a la corteza olfativa y luego se comunican con otras regiones de la corteza y me hacen recordar un millón de cosas.

el preticor y el sonido de la lluvia y de la canción de Nine Inch Nails que estoy escuchando me hacen recordar otros días lluviosos, cuando Katz –mi único amor verdadero– y yo éramos novios y yo comenzaba a dar clases como profesor de asignatura en la facultad de psicología en la UNAM, y caminábamos horas y horas por La Condesa, antes de que se volviera un lugar de moda, y nos tomábamos un café en algún lugar o nos sentábamos a platicar y a fumar Camel en El Parque España, o buscábamos dónde vivir y entrábamos a algunos edificios que tenían departamentos en renta y los tipos que nos atendían nos miraban de arriba abajo –no cumplíamos sus expectativas– y nos decían que teníamos que pagar miles de pesos de adelanto, de estacionamiento, de gas, de luz, de agua y de renta, y esperaban que les dijéramos que ya no queríamos ver el departamento. pobres idiotas. nosotros hemos vivido en varios lugares ya –Xola, Agua Caliente, Lerma, San Mateo Atenco–, tenemos una vida feliz, convivimos con tres gatos geniales, he tenido trabajos muy privilegiados, tengo siete guitarras eléctricas y una esposa que me ama, y ellos probablemente siguen mostrando departamentos y esperando a que llegue una estrella de cine a hacerlos famosos.   

el preticor también me recuerda ese perfume que Katz usaba en aquellos días lluviosos de caminatas por La Condesa. se lo compró otra vez hace unas cuantas semanas y detonó mil recuerdos en mi cerebro, y me levanto de mi asiento y la música de Trent Reznor me remonta a otra época muy distante, cuando era un idiota y estaba atado emocionalmente a una mujer y viajé, con todo el dinero de mi primer sueldo como profesor en la Ibero, a La Riviera Maya y me gasté casi todo en una estancia absurda –pagué $100 USD de renta, en una casa en la que apenas estuve dos semanas, y no nadé ni una vez en el mar Caribe– y regresé a la ciudad de México sintiéndome más idiota todavía.

A ese viaje me llevé un disco compacto con canciones de Nirvana y de Nine Inch Nails, y estuve escuchándolos casi todos los días, mientras esa mujer y su esposo trabajan como hostess y como mesero (respectivamente) en diversos hoteles, y yo me quedaba solo en la casa y fumaba Argentinos y leía una novela aburridísima y pretenciosa de Javier Marías y me ponía a escribir.

La música también me remonta al concierto de NIN en El Palacio de Los Deportes, en el 2005, cuando también estaba solo y buscaba desesperadamente acabar con esa soledad. 

viernes, 10 de junio de 2022

todas las cosas que todos debemos hacer



Lo odio con todo mi corazón. Entro en la zona, después de haber hecho mil cosas –por ejemplo: correr 5 kilómetros, lavar los trastes, darles comida blanda a los gatos, limpiar su arena, cambiarles su arena, barrer y trapear la casa, leer un par de horas, escribir un aburrido documento burocrático durante dos horas– y debo dejar de escribir, ¿para qué? ¡PARA COMER!

Luego de comer, me da sueño, me siento pesado, como un parásito que vive en constante hibernación después de comer, y cuando logro despabilarme y trato de escribir otra vez, resulta imposible. Me encuentro en otra frecuencia, en una frecuencia en la que estoy mentalizado a hacer todas las cosas que todos tenemos que hacer. 

Lo odio con todo mi corazón.  
Así van pasando los días y cada mañana comienzo a escribir en alguno de mis blogs y tengo que dejar de hacerlo PARA COMER y luego se repite el ciclo: no puedo escribir y estoy mentalizado para hacer todas las cosas que todos tenemos que hacer. 

jueves, 9 de junio de 2022

je pense très fort à toi

En este sueño perdido del primer fin de semana de febrero y que recuerdo ahora que el cielo se cae y gracias a los garabatos y a las anotaciones que hago en una decena de libretas todo el tiempo, y gracias a que esta libreta en particular y gracias a que estas hojas en particular en las que escribí sobre este sueño llegaron en este momento a mis manos y a mis ojos, justo cuando Yoko y Gatusso me maúllan y se cae el cielo y el sol es un recuerdo distante y los gatos con sus maullidos me intentan decir que quite a The Mars Volta porque no soportan el escándalo o porque intentan decirme que les dé comida blanda por tercera vez en el día, tú me llamabas por teléfono –quién sabe por qué apareciste en mi sueño; no recuerdo haberte invocado antes de dormirme– y yo estaba buscando enloquecidamente un empleo y juntando documentos engorrosos para llenar una solicitud de empleo, y la llamada que hacías estaba llena de estática y se entrecortaba y entonces decidías hacer una videollamada y entonces veía parte de tu casa, y era enorme y estabas en un estudio enorme y tenías una Mac en un escritorio de caoba y había una ventana enorme en el estudio que iluminaba el escritorio de caoba, y todo estaba en armonía con un suelo de duela de madera, y una mujer que parecía tu compañera sentimental permanecía de pie a tu lado, y yo recordaba que recientemente me habías platicado que tenías problemas económicos y me confundía la situación, pues, a juzgar por tu casa, no parecía que tuvieras problemas económicos y entonces me intrigaba tu situación y quería saber qué significaba para ti tener problemas económicos, y me encontraba en estos pensamientos vagos cuando recibía otra llamada telefónica de otra mujer y entonces tu voz y la voz de la otra mujer se confundían y la estática de mi línea telefónica hacía imposible cualquier tipo de comunicación entre los tres y eso me enfurecía y me frustraba, pues ni siquiera sabía exactamente qué querían contarme cada una de las dos, y me resignaba y me acordaba de aquella ocasión, mucho antes de que conociera a Katz, cuando tú y otra amiga tuya y yo nos encontramos circunstancialmente en Ciudad Universitaria y nos fuimos a beber al Centro Histórico y comenzamos alrededor de las cuatro de la tarde en una tienda detrás de las ruinas del Templo Mayor y acabamos después de visitar dos o tres cantinas y bares alrededor de las dos de la mañana en La Alameda Central, y nos emborrachamos tanto que todo parecía formar parte de una ensoñación sin consecuencias, como si existir formara parte de la alucinación de un sueño dentro de otro sueño, y me resultó imposible no recordarte en otra ocasión en la que habíamos salido a beber los tres y en la que también nos emborrachamos y en la que te besaste con un desconocido en un bar y luego volviste medio tambaleándote a la mesa y nos dijiste que habías sentido la erección del desconocido en una de tus piernas y sonreíste, y desde entonces no pude apartar esa idea de mi cabeza y me obsesioné con tus labios y también te quise besar, y alrededor de las dos de la mañana en La Alameda Central fue el momento propicio para que te lo dijera, y entonces guardaste silencio y los dos sabíamos que tu amiga se sentía atraída por mí, y sin embargo tú accediste y tú y yo nos besamos y todo mundo estaba tan ebrio que todo parecía parte de una ensoñación y no recuerdo exactamente cómo fue el beso pero sí recuerdo que antes de que nos besáramos me dijiste que no sólo lo hacías porque Samantha era tu amiga o que sólo lo hacías porque Samantha era tu amiga, y jamás he analizado qué era más probable que dijeras, y me quedé atontado por ese breve roce entre tus labios y mis labios y no podía creer que hubiera ocurrido finalmente y que pudiera tener para mí mismo el recuerdo de esa sensación fugaz de tus labios alcoholizados y ardientes sobre los míos, y ahora mismo pienso que también había otro tipo con nosotros tres y que tú lo habías llamado por teléfono en algún punto de esa tarde y que ese tipo terminó casándose con tu amiga y que probablemente desde entonces ella le interesaba a él y que probablemente tú lo habías llamado para que ellos dos tuvieran la oportunidad de estar juntos y para que tú y yo tuviéramos la oportunidad de tratarnos en un nivel más íntimo, pero, quién sabe, tal vez sólo divago, pero de cualquier forma todas estas ideas acabarán en un relato, y ahora mismo recuerdo que antes de que te besaras con el desconocido y dijeras que habías sentido su erección en una de tus piernas –¿por qué lo dijiste?–, ya te había visto ebria en una fiesta en casa de tus papás y tu ebriedad y tu impulsividad me habían vuelto loco y había presentido en esa fiesta que podríamos habernos besado, pero entonces tenías una pareja, y ahora mismo recuerdo que hace un par de semanas cambiaste tu fotografía de perfil en Facebook y que en esa fotografía te ves justamente como te recordaba en aquella fiesta. 

domingo, 5 de junio de 2022

sueño perdido de una noche de febrero


Abro los ojos y medio miro el reloj en la mesita de noche. Son las cuatro de la mañana y me duelen los ojos, me duele el cansancio, me duele pensar levantarme de la cama, me duele imaginarme las rutinas que deberé seguir: picotearme un dedo, medirme la glucosa, darles comida blanda a los gatos, ponerme mi ropa para correr, salir a correr... El frío inunda la estancia como la caricia de una muerte chiquita, y las ganas de orinar se han vuelto insoportables. La punzada de la necesidad de orinar surca la entrepierna como un trasatlántico, y se convierte en una sensación primordial y captura toda mi atención. 

El frío que inunda la estancia me sacude el cerebro, como cuando alguien te arroja a una alberca con el agua helada o como cuando alguien te golpea la cabeza y ves estrellitas durante algunos segundos. Siento que el frío anida en mi piel como el huevecillo de un virus letal, y me resulta imposible ignorarlo. 

Bostezo y tomo la decisión más difícil del día: levantarme de la cama, ir a orinar al baño y ya no volver a acostarme. Hay cinco minutos en los que podría quedarme en la cama y volver a soñar, o levantarme de la cama y condenarme a hacer las cosas que hago todos los días y volver a la cama rendido hasta las 10 de la noche y leer o ver alguna serie en Netflix y quedarme dormido a las 11 ó 12 de la noche. 

Pongo un pie fuera de la cama y lo dejo caer en el suelo. Siento la textura del tapete y el contacto es tan suave y reconfortante que me pregunto si podría aguantarme las ganas de ir a orinar unos minutos más, pero mi vejiga dice ¡NO! Así pues, dejo caer el otro pie al suelo y, finalmente, me incorporo de la cama. 

Me calzo los Vans viejos que se han convertido en mis pantuflas y mientras camino hacia el baño y el calambre trasatlántico en la entrepierna me duele como una marca de hierro incandescente medio recuerdo lo que soñé y no entiendo por qué a veces sueño a personas en las que no pienso en todo el día. También vuelvo a pensar que ya valió madre: que cuando esté orinando y mis ojos y mi conciencia se vayan aclarando, ya no volveré a la cama. Se acabó: soñé las horas que tenía que soñar; dormí las horas que tenía que dormir. Es mi condena. Arrastro esta condena desde hace varios años. 

Todos los días me levanto de la cama en las mismas condiciones que hoy: tengo ganas de orinar o tengo frío, o las dos cosas. El resultado es el mismo: aunque esté somnoliento y vuelva a la cama sintiéndome cansado, incluso después de orinar o de echarme encima un montón de cobijas, ya no puedo volverme a dormir, y permanezco tumbado en la cama buscando en vano una posición adecuada. Transcurren las horas y amanece y yo sigo igual: intentando conciliar el sueño o pensando en tonterías. Ocasionalmente, no tengo ni ganas de orinar ni frío, pero tengo pesadillas horribles y me despierto asustado y ya no puedo conciliar el sueño.

Generalmente, cuando reconozco que no podré volverme a dormir, quiero aprovechar el tiempo y me vuelvo a levantar de la cama y me pongo a escribir tonterías inconexas en alguno de mis blogs o en alguno de los mil y tantos archivos en Word que tengo en espera en alguno de los rincones de las carpetas de la computadora, o me quito la pijama y me pongo mi ropa para correr y les doy sus porciones de Royal Canin a los gatos y hago unas flexiones y salgo a correr treinta minutos. 

Mientras realizo alguna de estas cosas que haya decidido hacer, lucho contra la somnolencia, me abofeteo dos o tres veces y me resigno: sé que es mi condena y que todo el día estaré cansado y somnoliento. Es un círculo vicioso que me hace recordar los problemas de insomnio que tenía el narrador de El Club de la pelea, aunque sé que lo mío no es exactamente insomnio, sino mi incapacidad para mantenerme dormido. 

La orina cae en el water como una lenta cascada, y me alivia tanto como imagino que podrían aliviarme otros quince minutos de sueño profundo, y recuerdo con más claridad el último sueño que tuve. Estaba en un recinto gris que parecía un separo del Ministerio Público, pero había una reunión con ex compañeros de la secundaria. Todos estaban en sus grupitos de entonces, cuando éramos adolescentes e íbamos a la secundaria. Yo me sentía excluido, como entonces, pero más conservado (físicamente) que la mayoría de ellos y trataba de integrarme en sus conversaciones, pero todos me ignoraban. 

Me preguntaba qué demonios hacía allí, en esa reunión, y confundía la realidad con los sueños: en la realidad, en el grupo de Facebook de ex compañeros de la secundaria (alguien lo formó por ahí del 2008), a alguien (¿la misma persona que formó, por ahí del 2008, el grupo de ex compañeros de la secundaria en Facebook?) se le ocurrió proponer una reunión dentro de algunos días. Yo no le encuentro sentido asistir a esa reunión (en la realidad): para empezar, no me gustan las reuniones, ni vivo en la misma ciudad que ellos; para terminar, algunos de mis ex compañeros y yo no somos amigos ni en la realidad ni en la virtualidad de las redes sociales –algunos de ellos, incluso después de haberme enviado solicitud de amistad, de buenas a primeras, me eliminaron de sus contactos en Facebook. 

Me daría mucho gusto ver a algunos ex compañeros con quienes, curiosamente, después de más de veinte años de no vernos y de nunca habernos llevado en la secundaria, he consolidado una relación más o menos estable en Facebook por más de cinco años, pero a esos otros ex compañeros que hasta me eliminaron de sus contactos en Facebook, ¿por qué quisiera verlos?

Esta reflexión me lleva a preguntarme qué los llevó a enviarme solicitud de amistad y luego a eliminarme de sus contactos de Facebook. Vagamente recuerdo que, además de no haber sido grandes amigos –ni en la secundaria teníamos intereses en común; mucho menos ahora–, alguna vez compartí en ese grupo de ex compañeros en Facebook algo que escribí sobre Nirvana en uno de mis blogs –alguien del grupo quería alardear sobre cuánto sabía de rock y de Kurt Cobain, pero se veía a leguas de distancia que era un farsante, y no pude resistirme a la tentación. 

Me sacudo las últimas gotas de la orina y me dispongo a acomodarme el boxer y el pantalón de la pijama, cuando tengo un insight: esa es la razón por la que les caí mal; les parecí un presumido. 

También recuerdo que, en ese mismo blog, hice una especie de crónica medio ficticia y medio autobiográfica sobre una quema del burro en la que uno de estos ex compañeros a los que seguí viendo en la prepa se comportó como todo un ojete. Ese día de la quema, después de que algunos estudiantes y algunos porros detuvieron a un camión de refrescos en una calle cercana a la prepa y se robaron varios refrescos, algunos compañeros y yo nos dirigíamos al metro y en el camino nos detuvo una patrulla y nos llevó a los separos del MP. Nosotros no habíamos hecho nada: ni habíamos detenido al camión de refrescos, ni habíamos robado refrescos. Acaso nuestro máximo delito era vestir fachosos, como vagabundos y punks –íbamos a un concierto de rock a Ciudad Universitaria. 

Fue una experiencia horrible. Los patrulleros nos trataron como delincuentes, nos metieron a un cuarto con narcomenudistas y con delincuentes de verdad, nos hicieron quitarnos cinturones y agujetas... Mientras todo esto pasaba, este ojete ex compañero salía de otro separo del MP con su novia –a ellos también los habían detenido, aunque se veían como 'personas de bien'– y nos miró y nos sonrío, y un sujeto –a lo mejor era su papá– quién sabe qué hizo pero consiguió que a él y a su novia los dejaran ir. Mientras escribo estas líneas, aún recuerdo la sonrisa del ojete ex compañero cuando nos miró. Su mirada decía 'Rásquense con sus propias uñas'. Tal parece que ahora es abogado.

Medio me lavo las manos, me veo de reojo en el espejo del baño y cavilo. Vuelvo a tener un insight y me pregunto si cabe la posibilidad de que los ex compañeros que me enviaron solicitud de amistad en Facebook –¿en el 2008?– y que luego me eliminaron de sus contactos –¿unos meses después?–, hayan leído esta entrada de la quema del burro, hayan atado cabos –cuando escribo esta clase de crónicas medio ficticias y medio autobiográficas, nunca uso los nombres reales de nadie, pero doy pistas– y hayan tomado partido... A lo mejor les estoy dando mucho crédito, y el asunto es más simple: tal y como sucedía en la secundaria, ellos siguen creyendo que no tengo nada interesante que aportarles... o, simplemente, les parezco un presumido.