martes, 21 de diciembre de 2021

alergia estacional

los ojos que lloran, la garganta que escoce, las fosas nasales secas, el cuerpo que arde como una erección dolorosa, la piel que es un cercado de púas y de alambres, los fluidos nasales que escurren como una cascada, las piernas que pesan como una tonelada de sueños destrozados, los estornudos que rompen el silencio de todas las cosas que no están enfermas.

los ojos que lagrimean como una tormenta de lamentos incesantes, la garganta irritada que se siente como un camino incendiado donde se estrellan los jugos gástricos, el cuerpo electrificado por la amplificación de los sistemas sensoriales, la piel que escoce y que duele, los fluidos nasales que son una cascada de malestar, las piernas ateridas de electricidad dolorosa, los estornudos que barren los túneles de la memoria.

Todos estos síntomas recorren la autopista de mis arterias, y van y vienen, y vuelven con más fuerza, y no es la alergia estacional que me hace odiar a la Navidad: es que estoy enfermo.

jueves, 25 de noviembre de 2021

killing floor

uber eats llegó. el motor de la motocicleta rompe el silencio de esta tarde de domingo. mis tripas gruñen como si no hubiera comido en varios días. apenas pongo un pie fuera de la casa me percato de que el cielo se ve atormentado y ennegrecido. me percato de que las ráfagas de viento azotan a los árboles y a las ventanas. mi cabello flota como una nube borracha de preticor. la lluvia es inminente. 

el conductor de la motocicleta se quita el casco. distingo que es un señor de la tercera edad. tiene el cabello canoso y la piel arrugada. pienso que podría ser mi abuelo. él sonríe y me saluda desde lejos. me acerco a él con el corazón partido en mil pedazos. el señor se quita la enorme mochila rectangular que carga su envejecida espalda. no puedo dejar de sentirme miserable. todos los días me quejo de las cosas que no me gustan. soy un egoísta. soy privilegiado. puedo darme el lujo de quejarme de cosas que no son importantes. me falta vivir tantas cosas y tener perspectiva. 

el señor me entrega las hamburguesas de Carl's Junior que pedimos Katz y yo. siento un nudo en la garganta. tan fuerte como las ráfagas de viento que azotan árboles y ventanas. quisiera decirle tantas cosas al señor. quisiera darle dinero. él sigue sonriendo a pesar de que no puede despojarse por completo de la mochila. hace una pausa para tomar un poco de aire y mira alrededor y me dice que la lluvia caerá en cualquier momento. yo le sonrío y solo pienso que podría ser mi abuelo. su rostro también me hace recordar a otro señor de la tercera edad que vi por televisión cuando comenzaba la pandemia. había un reportaje sobre el impacto de la pandemia en la economía de los ciudadanos de la ciudad de México. un hombre de la tercera edad caminaba por las calles del Centro Histórico y traía una mascarilla más vieja que él. hasta ese momento no había pensado en la gente que vivía al día y que no tenía dinero ni para comprarse una mascarilla. en otros reportajes entrevistaban a niños de la calle que ni siquiera sabían qué era el coronavirus. 

caen unas gotas y de pronto todos mis pensamientos son un latigazo más fuerte que el viento y de pronto todos mis pensamientos están más atormentados y ennegrecidos que el cielo. 

sábado, 6 de noviembre de 2021

de vuelta a la presencialidad

son las 8: 29. el lunes volvemos a la presencialidad en la universidad, y eso está muy bien. me encanta mi trabajo. aunque los medios masivos de comunicación —siempre serviles a los intereses de los zares del papel higiénico y de los dueños de las televisoras, digan lo contrario—, la docencia y la investigación durante la pandemia nunca han parado. De hecho, se ha multiplicado el trabajo porque cada cosa ha tenido que sostenerse con el doble o triple de inversión de tiempo y de trabajo. Los proveedores de equipos de investigación, por ejemplo, que de por sí son lentos, demoraron el doble o triple de tiempo en trámites y en entregas; recibimos capacitaciones de varios días para aprender a optimizar TICs. Algunos alumnos no siempre fueron responsables, comprometidos, entusiastas y honestos, ni le sacaron provecho a las TICs, pero sí tergiversaron las TICs a su conveniencia para deslindarse de su fracaso académico (si no estudias ni haces tareas ni exámenes, ¿cómo vas a aprobar?) y culparon a los docentes y obtuvieron el apoyo de la opinión pública (que quizá, al igual que ellos, odia estudiar pero que siempre debe externar su opinión desinformada).
Ojalá que los Javier Alatorre del país tuvieran la experiencia in situ de una semana de trabajo en la universidad e hicieran un reportaje; que incluyeran el tiempo invertido en la preparación de 12 hrs de clase frente a grupo para 3 materias distintas, para 100 estudiantes, por semana y por docente (no damos la misma clase todo el trimestre/semestre; no siempre todos los estudiantes llegan con la mejor disposición; no siempre podemos ligar un tema con la serie de TV que “le vuela la cabeza al mundo”, o con la vida de nuestros sobrinos que ya dieron sus primeros pasos, ni hacer bromas; algunos temas son más difíciles y aburridos que otros, pero esenciales); que incluyeran los trámites administrativos y las trabas burocráticas que hay detrás del mantenimiento de un proyecto de investigación, con todo y sus documentos kilómetricos con términos legales ilegibles (estas actividades son tediosas como las declaraciones de impuestos), por citar algunas cosas. 
Ojalá que el regreso a la presencialidad no fuera una consigna política.

viernes, 22 de octubre de 2021

nostalgie de la routine



Estoy sentado frente a la computadora, en la misma habitación en la que he permanecido muchas horas trabajando durante la pandemia y durante distintos periodos de los últimos tres años en la universidad –una huelga de tres meses, días feriados y días laborales de diez o doce horas–, esperando a que los miembros de un consorcio se reúnan a la junta que tenemos cada quince días por Zoom, y no puedo dejar de sentir nostalgia, porque veo todos... 

miércoles, 13 de octubre de 2021

Tips para publicar al escritor que llevas dentro

 


Sí:

1. Toma un taller de creación literaria en el que te prometan publicarte: debes haber juzgado que los organizadores, entre inscripción, cuotas, “materiales de apoyo” y “fondo de publicación”, generen suficientes ingresos para publicarte y/o que tengan contactos con alguna editorial creada con ese propósito –publicar a autores sin méritos literarios y que nadie conoce, pero que han pagado un taller de creación literaria con estas características– o que conozcan a alguien con suficiente influencia/capital como para publicar cualquier clase de literatura (aunque carezca de originalidad/calidad).

2. Hazte amigo de algún círculo literario (tarde o temprano, no necesariamente porque escribas algo decente y no necesariamente sin que quedes exento de devolver el favor), hallarán la manera de publicarte (quizá en un fanzine o en algún medio ad hoc que sirva para justificar alguna partida de algún financiamiento ad hoc.)

3. Págale a Amazon (o a cualquier medio de autopublicación) y deja que “un maquilador de sinopsis” (puedes ser tú mismo) haga un resumen de tu obra literaria en cuestión, para atrapar a lectores de ocasión (y/o escritores frustrados que nadie conoce y cuyas principales credenciales son los comentarios halagadores de su familia y de sus amigos, que siempre les han dicho que “escriben bonito”, y que estarán allí para criticar tu obra literaria severamente).

No: 

1. Aunque es divertido escribir sobre quienes lo hacen, cuando asistas a un evento literario –a una conferencia o a la presentación de un libro– y cuando llegue el momento de las preguntas del público, por favor contrólate y no veas la situación como una oportunidad para tomar la palabra y decir “Yo también escribo...” 

2. No asistas a una feria del libro con el único objetivo de acercarte a las editoriales independientes a venderles la idea de que pueden tener tu talento y publicar tu talento (si tu impaciencia y tu excesiva autoconfianza te lo impiden, al menos sé original: que no parezca que les estás haciendo un gran favor a las editoriales; tampoco digas que “escribes para exorcizar a tus propios demonios”, o algo similar: los lugares comunes son la peor carta de presentación).

*  *  *  *

Antes de llegar a los “Sí” a los “No”, debes pensar seriamente por qué quieres que alguien te publique: ¿porque necesitas que un lector de ocasión diga que tu obra es genial?, ¿porque necesitas que tus amigos y que tus familiares –quienes siempre te han dicho que “escribes bonito”– te lean en un medio impreso y más formal?, ¿porque quieres percibir ingresos por escribir y que después una trasnacional te descubra y te contrate como guionista de la serie de TV que “le volará la cabeza a todo mundo”?

Si en verdad escribes por necesidad (y no por moda ni por imitación), no te hace falta el reconocimiento de nadie. 

martes, 12 de octubre de 2021

en la feria internacional del libro


Títulos que enganchan como el aroma de una hamburguesa con papas fritas cuando no has comido, autores desconocidos y olvidados entre montañas de libros...

Títulos que enganchan como el aroma de una hamburguesa con papas fritas cuando no has comido, autores ignotos perdidos entre montañas de libros, con páginas que destilan un aroma penetrante y que nunca nadie va a hojear; palabras y palabras apiladas en textos que tienen forma de relato, de cuento o de novela, o que pueden ser poemas inspirados en imágenes de canciones de Robert Smith, o biografías carísimas del bajista de The Cure; editoriales subterráneas que le dan crédito y que publican a los mismos editores, editoriales mercenarias que le apuestan a los clásicos y que venden tesoros que acaban como adorno en un librero, y editoras sexagenarias de poemas rosas para adolescentes rojas que sólo imaginan qué es el amor y editores hipster que te ofrecen a los nuevos beatnik, que, en realidad, escriben sobre lugares comunes y que viajan varias veces al año en primera clase a islas exóticas a tomar el sol y a beber Bloody Mary; autores cotizados que escriben porquería, pero que recomiendan sus amigos influyentes por todos los medios posibles y que el lector-hormiga (que señalaba Cortázar desde los tiempos de Rayuela) acaba leyendo como autómata (sin ningún reparo o criterio): una feria del libro en el Zócalo.

viernes, 3 de septiembre de 2021

zona de confort



La entonación de su voz me hace pensar que se sabe de memoria lo que está diciendo, que lo ha dicho tantas veces que ni siquiera necesita ver las gráficas de las que está hablando.

Estoy tan acostumbrado a escuchar su discurso, que sé cuáles son los detalles que omite sistemáticamente. Lo que aún no sé, a pesar de haber escuchado tantas veces la misma disertación, es por qué sistemáticamente omite la misma información. 

Su discurso y la entonación de su voz también me hacen pensar que ella tiene varios años –quizá desde el posgrado, y ahora va para el tercer año de posdoc– hablando del mismo protocolo experimental. Esto es obvio: nunca ha salido de su zona de confort. De hecho, aun cuando es posdoc en nuestra universidad, por x o por y, continúa trabajando en la universidad en la que obtuvo el grado de doctora. 

Hoy nos conectamos ella y yo, antes que nadie, a la liga de Zoom. Se supone que el anfitrión debe abrir la sesión y que si no lo hace, los invitados esperan en una sala, pero el anfitrión no estaba y permanecimos solos unos cuantos segundos. ¿Será que ella es quien abre la sesión de Zoom...? Iba a preguntárselo, cuando los demás integrantes del grupo de investigación se conectaron a la sesión. 

Su voz también la asocio con otros momentos: cuando la conocí hace tres años y parecía que quería imponerme su punto de vista, asumiendo –quizá– que yo apenas estaba decidiendo si hacía el examen de admisión para la universidad; cuando vino a la universidad con su jefa y estuvimos en una reunión de trabajo que duró más de tres horas; cuando en algunas reuniones por Zoom a principios de este año discutía con una investigadora en retención que había descubierto que cuchareaba los datos y que omitía información y que boicoteaba sus experimentos... pero, principalmente, la asocio con la seguridad que te da permanecer en tu zona de confort.  


jueves, 19 de agosto de 2021

133 mg/dL



Tener el puncionador en mi mano izquierda y presionar el botón con la punta del puncionador sobre uno de mis dedos inhábiles –¿cuál será el afortunado en esta ocasión?, ¿el meñique, el anular, el índice...?– y adivinar la breve descarga de la lanceta penetrar mi carne como una corriente eléctrica que no es otra cosa sino un pinchazo al que mi cerebro y mis dedos –y sus capas más superficiales de células muertas y quizá un poco de epidermis– se han acostumbrado durante más de cuatro semanas: desde que me dijeron “Eres diabético”. 

Ser incapaz de no pensar en el daño que podría hacerme si me llevara el puncionador a uno de los ojos y presionara allí el botón, como reflejo de una pérdida abrupta de control sobre mí mismo o como reflejo del hastío y de la autodestrucción que me acosa en los sueños y en los primeros minutos del amanecer, y tratar de distraerme y enfocarme en los mecanorreceptores de las yemas de mis dedos –¿corpúsculos de Pacini?, ¿discos de Merkel?, ¿corpúsculos de Ruffini...?– que serán estimulados salvajemente, para darle vuelta a la página, decidirme de una buena vez a presionar el botón y continuar con este amargo ritual.

Haber colocado antes, durante todas estas mañanas (y algunas tardes) la tira reactiva sobre el lector del glucómetro para que, justo cuando presiono –con el pulgar de mi mano hábil– el dedo elegido en este sacrificio de glucosa, pueda dirigirlo al punto indicado en la tira reactiva lo más rápido posible –antes de que el bip del glucómetro deje de sonar y se desperdicie la tira reactiva– y entonces allí derrame su sustancia vital que terminará por decirme mi nivel de glucosa en ayuno.

Estar esperando el resultado, degustando el rancio sabor de la metformina en mi paladar, mientras procuro respirar pausadamente para evitar concentrarme en el dolor de estómago (ocasionado por el fármaco) que suele acompañarme todo el día y mientras el bip del glucómetro indica que el glucómetro está haciendo su trabajo.

Haber corrido alrededor de cuarenta minutos y cuatro kilómetros y medio, más o menos durante todas estas semanas, antes de haber pinchado el dedo elegido y antes de haber vertido la gota de sangre en el lector del glucómetro, y haber comido frutas y verduras y haber evitado los jugos, los refrescos y los dulces, y las harinas y las grasas, tanto como me haya sido posible –uno o dos días a la semana, me aburro del sabor de las calabazas y de los ejotes y de los espárragos y del brócoli y compañía, y me como una rebanada de pizza o una hamburguesa con papas a la francesa o una milanesa, pero nunca bebo ninguna bebida carbonatada ni azucarada– durante más de cuatro semanas, y que el lector diga “133 mg/dL”, es decepcionante. 


miércoles, 21 de julio de 2021

¿sabes usar las piernas?


Ella me preguntó si la camisa que traía puesta, era mi camisa favorita. Le sonreí y encogí los hombros. Siempre que nos saludábamos, ella me hacía cualquier comentario. Desde que la conocí en uno de los Congresos, nuestra relación fue similar. Por eso me sorprendió cuando mi jefe me dijo que Anahí le había dicho a todo el departamento, en una junta, que yo saboteaba sus experimentos. No sé de dónde salió tal queja, pero súbitamente ella me dejó de hablar y jamás me comentó nada al respecto. La última vez que hablé con ella fue en el funeral de un colega del departamento, y ella me dijo allí que hiciéramos las paces. 

Ahora la recuerdo, mientras estoy seguro de que preferiría volver a la casa a leer, a escribir o a tratar de hallar alguna explicación entre los fragmentos del sueño que olvido poco a poco. Nunca me ha gustado correr. Prefiero caminar. Casi toda mi vida he caminado largas distancias. En un día cualquiera podía caminar, sin interrupciones, desde Plaza Universidad hasta Etiopía, o estar cuatro horas consecutivas recorriendo las calles de El Centro Histórico. También el ejercicio ha formado parte de mis rutinas. En la secundaria, además de caminar de ida y de vuelta, de la casa de mis papás a la escuela, jugaba futbol los fines de semana y los días feriados. A veces jugaba hasta cuatro horas seguidas. En la preparatoria, además del recorrido de ida y de vuelta de la casa a la escuela –que entonces incluía subir y bajar diariamente alrededor de sesenta escalones y cruzar un enorme puente peatonal–, jugaba futbol todos los días: en las horas libres, cuando faltaban algunos profesores a clases o cuando me saltaba las clases que me aburrían. En las vacaciones de todos esos años, generalmente siempre tenía la oportunidad de nadar. Cuando entré a la universidad, dejé de jugar futbol y casi no tuve vacaciones, pero mi rutina de lunes a viernes –y los sábados y los domingos, cuando trabajaba en los experimentos de mi tesis de licenciatura– incluía una caminata desde Copilco hasta la Facultad de Psicología, de ida y de vuelta. Cuando entré al posgrado, tenía poco tiempo para hacer ejercicio, pero caminaba diariamente de Copilco a la Facultad de Medicina; cuando daba clase, caminaba de la Facultad de Medicina a la Facultad de Psicología. En vacaciones, cerraban la entrada de El Paseo de las Facultades y tenía que caminar desde Copilco hasta la Facultad de Psicología, y desde la Facultad de Psicología hasta la Facultad de Medicina, o bajarme en la estación de Ciudad Universitaria y caminar desde allí hasta la Facultad de Medicina, de ida y de vuelta. Los últimos semestres del posgrado fueron muy estresantes y adquirí el hábito de beber alcohol hasta perder el conocimiento cada fin de semana. Tenía varios años fumando todos los días; en un día podía acabarme dos cajetillas de cigarrillos. Mi tabaquismo era tan fuerte que incluso fumaba mientras caminaba. Comía mal y tomaba Coca-Cola. Durante el posdoctorado padecí la enfermedad de reflujo gastroesofágico, me sometí a varios tratamientos médicos y acabé en el quirófano. En el transcurso, cambié mis hábitos alimenticios y dejé de fumar y de beber alcohol en exceso. Hace cinco años dejé de fumar y ahora bebo ocasionalmente. Ni siquiera recuerdo hace cuánto tiempo me tomé una cerveza o un whisky. Creo que las Heineken y los Jack Daniels tienen más de dos meses intactos en el refrigerador, y creo que antes de esa ocasión habían pasado otros dos meses. 

Como consecuencia de la pandemia, mi vida se ha vuelto sumamente sedentaria. Solía caminar entre 5 y 7 kilómetros diariamente, en los recorridos de ida y vuelta de la casa a la universidad, pero ahora ese tiempo me lo paso sentado frente a la computadora trabajando. 

A finales de mayo, fui al dentista. Estuve teniendo dolores en las encías y en los dientes durante varias semanas, y él me diagnosticó enfermedad periodontal; me dijo que podía deberse a varios factores, incluyendo mi herencia genética y mis hábitos alimenticios, y me recomendó un largo tratamiento de limpieza y de terapias con láser. Con base en una radiografía, hace dos semanas decidí que me extrajera el tercer molar que me quedaba. En los estudios pre-operatorios para esa cirugía tuve 293 dl/mL de glucosa en sangre. Dos días después, minutos previos a la cirugía, mi glucosa bajó a 212 dl/mL. El dentista me compartió algunos artículos en los que se muestra que la diabetes y que la enfermedad periodontal están relacionadas. Es probable que la glucosa alta pueda deberse a la enfermedad periodontal. La cirugía fue un éxito y la recuperación fue rápida. Durante tres días estuve tomando ketorolaco cada ocho horas y durante diez días estuve tomando amoxicilina cada doce horas. Cuatro días después de la cirugía, la glucosa en sangre bajó a 174 dl/mL. Los tres médicos que, por separado, han visto mis niveles de glucosa, me dijeron que soy diabético. La última medición me la hicieron hace una semana y estoy seguro de que ya bajó , pero he estado procrastinando la compra de un glucómetro, para ver yo mismo qué tanto varía mi glucosa. 

Desde el primer momento que un médico me dijo que soy diabético, he estado tomando metformina cada doce horas y he comido verduras en todos los platillos posibles que puede comer un diabético. No me gustan las verduras, pero no significa que necesite tener una vaca en la mesa para comer. Tampoco significa que tengo apetencia por las comidas pesadas y poco nutritivas. Aunque puedo comerme dos hamburguesas o una milanesa a la semana, no me gustan las carnitas, ni la pancita, ni el pozole ni todos aquellos alimentos que a veces asumen los médicos que nos gustan a todos. Aunque parezca que dependo enfermizamente de los azúcares y aunque puedo tomarme una Coca-Cola de vez en cuando, tomo té sin azúcar y agua simple todos los días. Pueden pasar meses, sin que me tome una bebida azucarada. He llegado a pasar todo un año sin tomarme una Coca-Cola. Ni los dulces ni los azúcares son mi perdición —ni siquiera me desvivo por el pan de dulce—, pero tengo antecedentes de diabetes por parte de mis padres: mi bisuabuelo paterno y mi abuelo materno murieron por la diabetes.

También he estado ejercitándome. Hasta antes de entrar al posgrado hacía mucho ejercicio. Jugaba futbol soccer en días hábiles y feriados, y nadaba en vacaciones. Siempre he caminado mucho, entre 5 y 7 kilómetros diarios. En un día cualquiera podía caminar desde Plaza Universidad hasta Etiopía, o pasarme tres o cuatro horas caminando por El Centro Histórico, pero, durante la pandemia, mi vida se ha vuelto sumamente sedentaria. 

Aunque hubo un tiempo en el que fumaba varias cajetillas de cigarrillos a la semana y en la que tomaba alcohol hasta perder el conocimiento cada fin de semana, desde hace cinco años ya no fumo. Muy de vez en cuando tomo alcohol. Como ejemplo de ello, ya pasaron todas las vacaciones y las Heineken y los Jack Daniels siguen intactos en el refrigerador. Ni siquiera recuerdo cuándo fue la ocasión más reciente en la que tomé alcohol. Tal vez fue en febrero o marzo de este año. 
Tengo dos semanas comiendo ejotes y calabazas y zanahorias y chayotes en toda clase de platillos con el mismo sabor dulzón y salado de las verduras. (No importa cómo las disfraces: el sabor dulzón y salado de las verduras es tan fuerte que enmascara todo lo demás.) Debido a mi problema gástrico —incluso me operaron—, no puedo estar en ayuno mucho tiempo, pero ahora, debido a mi diabetes, no puedo mitigar el ayuno con cualquier alimento: el desayuno se ha convertido en un ritual, en el que prácticamente debo pedir la anuencia de los cuatro puntos cardinales y esperar una señal de la naturaleza para desayunar ciertas cosas que no me maten lentamente. Si comer, normalmente, me parece una pérdida de tiempo que raras veces disfruto debido a mi problema gástrico, desde que me diagnosticaron diabetes, mi dieta está más restringida y el acto de comer, más que una experiencia cultural, es una situación aversiva.

lunes, 5 de julio de 2021

Diálogos fáciles

El frío y las ganas de orinar me despiertan a las cinco de la mañana. Tumbado en la cama, indeciso ante la idea de levantarme de la cama o hacer un esfuerzo por continuar con el sueño del que salí abruptamente, recuerdo un par de escenas del último sueño. Estoy en un enorme comedor, similar a los comedores que he visto en películas o documentales de El Renacimiento. La atmósfera del comedor me hace sentir en un castillo. Seis o siete conocidos de distintas etapas de mi vida, departen conmigo y conversan sobre lo mucho que echan de menos su adolescencia; otros dos o tres conocidos ebrios, beben vino desesperadamente y se avergüenzan de haber bebido cerveza en alguna etapa de sus vidas. Independientemente de lo que decimos o hacemos, todos nos comportamos como reyes. 

Me estiro en mi trono de rey y reparo en lo gigantesco que es todo: la mesa, las sillas, el comedor, los platos, las porciones de comida, las botellas de vino, las copas... También reparo en nuestra vestimenta. Todos usamos capas y coronas, y nos vemos como el dibujo de los chocolates Carlos V. 

De pronto, una mujer en bata y con zapatillas aparece en el comedor, y me mira seductoramente. Me sonríe y se sube a la mesa, sin dejar de mirarme. Con una mano a la altura de su barbilla, me hace señas; mueve el índice insistentemente, pidiendo que me acerque a ella. Me resisto a pesar de que siento que una corriente eléctrica recorre mis órganos vitales, de un modo incontrolable. El rostro de la mujer me es familiar. Se trata de una modelo que vi alguna vez en una revista PlayBoy. Se llama Jackeline y pasé innumerables días de mi adolescencia, pensando en ella. 

Jackie se echa boca abajo en la mesa y se quita la bata. Al hacerlo, de algún modo no ha dejado de mirarme y de sonreírme. Me dice algo que parece sumamente relevante, como si se tratara de un secreto de estado, pero me resulta imposible prestarle atención. Un diminuto traje de baño apenas cubre ciertas partes de su exuberante cuerpo. Me incomoda la presencia de los comensales y de los ebrios. Temo que alguno de ellos pierda el control y le haga daño a Jackie. Sin embargo, ella se ve muy segura de sí misma y comienza a moverse sus caderas como una bailarina exótica. Ha capturado toda mi atención, cuando grupo de enanos aparece en escena y comienza a darle un masaje. Uno de los enanos la toma de las caderas y parece que va a penetrarla y me siento más incómodo y angustiado. Temo que todo se salga de control.  

Me levanto de la cama y voy al baño, buscando explicaciones del sueño. Sin duda, algunos elementos del sueño se deben a que estuve leyendo El Rey Lear antes de dormirme, pero hacía más de quince años que no pensaba en Jackie. 

Bajo a la cocina a darle de comer a los gatos y a tomar un vaso de agua. Regreso a acostarme y tomo de la mesita junto a la cama una de las novelas que estoy leyendo. Hojeo el libro de 700 páginas. Esta novela comencé a leerla hace dos semanas, mi primer día de vacaciones. Fuimos a una sucursal de Gandhi a cambiar mis vales de libros y la compré. Había escuchado muchas cosas sobre el autor –buenas y malas– y decidí despejar las dudas. Llevo 400 páginas de esta novela y a veces tengo la impresión de que sólo continúo leyéndola porque soy compulsivo y porque no puedo dejar lecturas inconclusas. Aunque la novela tiene una narrativa dinámica y una trama interesante, me desagradan los trucos literarios del autor. Constantemente recurre a historias irrelevantes y a otros recursos –definiciones etimológicas de algunos conceptos que aborda en ciertos capítulos, por ejemplo– que desvían de la trama. Lo que más me desagrada es su insistente necesidad por mostrar al protagonista como un héroe de los suburbios que ha perdido trágicamente a todos sus seres queridos y que, a sus diecisiete años de edad, ha resuelto todos sus problemas económicos sin mover un dedo. La narrativa me gusta, pero a veces me aturden la cantidad de diálogos fáciles que comunican a los personajes entre sí. Me parece que yo mismo he usado estos diálogos fáciles en alguna ocasión y, tal vez porque me avergüenzo de ello, me cuesta trabajo ignorarlos cuando me los encuentro en esta novela. También reconozco que me frustra: el autor usa estos diálogos fáciles y ya es reconocido por la mafia cultural mexicana como “el escritor más intenso” (o algo así). Yo escribo desde que aprendí a escribir, pero no nací en una familia con privilegios. Yo tengo una novela terminada. Yo sólo puedo escribir cuando puedo postergar alguna actividad de mi trabajo. El autor consagrado tiene más de sesenta años. 

Durante la lectura de esta novela contemporánea, ya acabé de leer las memorias de Neil Young, releí algunos capítulos de un libro sobre Kurt Cobain y he leído algunos actos de El Rey Lear. 

Aún me quedan dos semanas de vacaciones, pero en esta semana ya tengo una reunión académica y es probable que en esta reunión académica me asignen una actividad que preferiría postergar para el siguiente ciclo escolar que comienza en agosto. Hacía mucho tiempo que no necesitaba tanto unas vacaciones como éstas. Desde que comenzaron las clases a larga distancia, por allá de marzo del año pasado, el trabajo se ha multiplicado y he tenido poco tiempo de ocio. Temo que en la reunión de esta semana me asignen una actividad que implicaría trasladarme a otra parte del país, durante algunos días de la siguiente semana, para aprender a utilizar un equipo de laboratorio.

Salimos al mediodía a un consultorio médico. Yo no tenía muchas ganas de salir a ninguna parte, pero mi esposa tenía cita con la endocrinóloga. El consultorio está cerca de la Universidad Autónoma del Estado de México, en una Torre Médica de un Hospital que se llama Florencia. Es un vecindario bonito. Subimos al piso siete en elevador. Había cuatro o cinco consultorios y tres recepcionistas. Había cuatro o cinco pacientes. Una de las recepcionistas le tomó la presión a mi esposa y le hizo algunas preguntas. Inmediatamente pasó a consulta. Me senté en la sala de espera y me puse a leer Walden Dos. En algún momento me puse un poco ansioso. Había mucha gente y el lugar no estaba muy ventilado. Las recepcionistas hablaban sobre la gente que no... 


domingo, 13 de junio de 2021

Lagos de Montebello



Tu rostro sonriente, los hoyuelos en tus mejillas, tu cabellera despeinada, tus ojos radiantes, tu cabeza apoyada en una de tus manos, tus dientes deslumbrantes, tu chamarra azul, tus pantalones de mezclilla, tus zapatos de combate; los cerros imponentes, la brisa de la mañana, el bote navegando azarosamente al fondo de tu cuerpo, la caravana dispersa en la laguna, los ruidos de la gente confundidos con la armonía de la naturaleza; mis manos temblorosas, la cámara que no puedo sostener, el botón que no puedo presionar, el click que no puedo escuchar, tanta belleza en la que no puedo creer, la felicidad de estar contigo, la amargura de estar a punto de ayudar a otras personas en condiciones que no quisiera saber... ¿dónde quedaría la fotografía que te tomé hace casi 20 años?

Me llegan tantos recuerdos a la cabeza, que mi cabeza parece un panal. Me gustaría volver y borrar algunos eventos; me gustaría disfrutar más algunos días; me gustaría cambiar algunos sucesos; me gustaría hacer de un modo distinto algunas cosas de algunos días. Ahora mismo pienso en esa libertad que duró dos o tres segundos de un día, en una tarde lluviosa, en la casa de tus padres, justo después de comer y conversar con ellos, mientras el Gigante de Los Pirineos olfateaba mis piernas debajo de la mesa, mientras la brisa entraba por la terraza y me gustaba ser quien era en esos dos o tres segundos de libertad. Ahora tu padre está muerto y tu mascota también está muerta, y todos estos recuerdos perecen paulatinamente. 

miércoles, 26 de mayo de 2021

Sueño #4090




Estamos en la facultad. La explanada está desierta. Parece que hay una huelga. Caminamos hacia el edificio de posgrado. Me preguntas si yo ya había ingresado a la universidad en la huelga de 1999, y me queda claro que no recuerdas que fuiste mi tutor de tesis de licenciatura, poco después de que acabara esa huelga. Me siento extraño, como si estuviera conviviendo con un desconocido.

Hay una docena de mujeres en la recepción del edificio de posgrado. Las saludas desde afuera y ellas te devuelven el saludo. 

domingo, 2 de mayo de 2021

2 de mayo, 1993

 


Hace 28 años fue domingo. Durante toda la semana previa, estuvieron anunciando por televisión el partido entre las selecciones de Honduras y de México, que correspondía a la penúltima fecha de la eliminatoria mundialista de Estados Unidos '94.

La selección mexicana 

jueves, 1 de abril de 2021

silvia


Todos estamos reunidos en la casa de mis padres. Es Navidad. Mi primo y tú llegan a saludar, cuando yo estoy pensando de qué manera evitaré hablar con la tía que ha venido a visitarnos desde Estados Unidos. Ella no sólo me ve como un niño –¡no sabe que ya estoy a unos meses de salir de la secundaria!–, sino que despide un aroma extraño, como a crema para la piel de señora mayor que no tolero. 

Todos nos damos cuenta de que estás embarazada. La impresión que provoca vértigo. Primero me siento profundamente atraído hacia a ti –serás la primera mujer embarazada que me atrae de este modo– y luego siento una profunda envidia hacia mi primo. ¡Cómo es posible que él te haya enamorado! 

A más de veintitantos años de distancia, mientras aporreo el teclado de la computadora, intento ignorar la áspera sensación de mis uñas que están creciendo y escucho una canción que me remontó a estos recuerdos, me pregunto si te habrías enamorado de mí, si me hubieras conocido unos tres o cuatro años más grande. (Probablemente, no; incluso tres o cuatro años más grande, no me parecía al adulto precoz que ya era mi primo por entonces.)

Te observo desde un rincón de la casa y mi corazón es una tormenta. No sabes que te observo en secreto. Mucho menos sabes que he pensado en ti desde que te conocí, desde aquel día en el que mi primo y tú llegaron a la casa de los abuelos, un domingo cualquiera. Mi primo nos presentó –yo veía algún programa de televisión sobre el mundial de futbol que comenzaría en el verano del año siguiente– y me diste un beso en la mejilla y me diste la mano.

Sonreías ampliamente y tu cabellera rizada tenía un poder electrizante. Tu dentadura y el carmín de tus labios pintados me deslumbraron. Tu cuerpo tenía un poder hipnótico. Entonces no sabía que tenías apenas tres años más que yo. Parecías tan mayor. 

Dijiste “hola” de un modo tan amable. Tu voz naufragó en mis oídos como un sonido doloroso y frágil, lleno de misterio y éxtasis contenido. 

Desde ese día, me hiciste pensar en cuánto cambiaría mi vida con una novia como tú.  
Ninguna de las compañeras de la secundaria era tan atractiva como tú, ni tenía ese aire de mujer mayor que tú tenías. 

Conforme salías de la habitación en la que yo veía la televisión, la ecuanimidad que había aparentado me abandonó. Deseaba besarte y acariciar tus manos hasta perder la capacidad de sentir mi propia piel. Deseaba perderme en tus ojos y sumergir mis manos púberes en tu cabellera rizada.  

Te observo e intento desasirme del penetrante aroma de crema de señora de la tía de Estados Unidos. Te veo tan natural y tan hermosa y tan frágil y tan embarazada, que envidio profundamente a mi primo. Pienso que es un idiota con suerte y que te impresionaron su estatura –¡mide más de dos metros!– y su independencia y su carácter explosivo y desmadroso. Pienso que jamás podría convertirme en él. Pienso que serás mi amor imposible. 

Escucho que mi primo le dice a mi papá que irán a casa de tus papás a cenar y que sólo pasaron a saludar. La noticia estruja mi corazón. Un escalofrío recorre mi columna vertebral y casi soy capaz de verme desde fuera, como si me hubiera desdoblado repentinamente y como si fuera posible verme a mí mismo en esa estancia, mientras también soy un espectro que flota y que chorrea ectoplasma.

Casi pierdo el sentido y veo cómo el espectro en el que me he convertido, arranca mi corazón y lo exhibe frente a mí y me permite ver que mi corazón se ha convertido en una pelota informe de papel arrugado que estuvo varios siglos en las profundidades del mar. 

Mi corazón es un asco y pienso que tendré que aprovechar el tiempo que estés en la casa. 
Soy tan tímido y tu belleza me impone tanto que sé que no podré articular ninguna frase inteligente si me acerco a ti. Mi corazón deja sus atavíos de papel arrugado y se convierte de nuevo en una tormenta. Me pregunto cómo podré acercarme a ti y cómo podré ocultar mi nerviosismo y cómo podré hacerte sonreír. 

Tan sólo han transcurrido algunos minutos. 
Mi primo y tú caminan hacia la cocina. Por alguna razón, le has simpatizado a mi mamá –décadas más adelante, repararé en este recuerdo y me preguntaré por qué mi mamá no tiene la misma simpatía hacia el amor de mi vida– y quieres platicar con ella. 

Me transformo en un adolescente ecuánime una vez más y domino el temblor de mis piernas y la agitación de mi corazón, y camino hacia la cocina. ¿Qué te diré cuando esté frente a ti? ¿Qué le diré a mi primo, para que no sea obvio que quien me interesa eres tú? ¿Será tan obvio mi comportamiento? ¿Sabrán él y tú que tú me encantas...?

Allí estás, junto al refrigerador, de pie. Otra vez tu cabellera rizada y tus labios y tu sonrisa y tu voz que es como un alfiler que pincha mi alma, como las agujas de las tornamesas que hacen explotar a la música contagiosa. Me encantas, Silvia. 

Observo con el rabillo del ojo tu vientre. Le dices a mi mamá que será un niño y que le van a poner el nombre de mi primo y que esperas dar a luz en el primer trimestre de 1994. Tu vientre, así como tu sonrisa, ejerce un efecto embriagador en mí. Me pareces tan humana y tan compleja y tan salvaje –en el sentido más biológico posible–, que no puedo evitar imaginarme cuántas veces han tenido relaciones sexuales mi primo y tú. 

La idea me provoca vértigo y me hace sentir miserable. Por un momento, soy optimista y me pongo a pensar que soy más joven que ustedes dos y que mi vida adulta ni siquiera está a la vuelta de la esquina y que es probable que conoceré a la mujer indicada y que ella y yo nos enamoraremos y que nos reproduciremos... 

No se me ocurre que, a pesar de que conoceré a una mujer más hermosa que tú, me la pasaré sobre analizando los pros y los contras de tener un hijo y que los años pasarán y que yo evitaré ver a la mujer de mis sueños encinta y que me privaré de experimentar esas sensaciones que evocaba tu rostro en la cocina de la casa de mis padres.

martes, 23 de marzo de 2021

23 de marzo de 1994

Mi mamá y mis hermanos miraban la televisión y yo fingía estar terminando una tarea irrelevante de un taller de dibujo, sentado en la alfombra de la sala y con los codos apoyados en la mesa de centro. Aborrecía ese taller y no hallaba el momento de salir de la secundaria para librarme de él. 

De pronto, la programación habitual de la televisión fue interrumpida y el rostro de Jacobo Zabludovksy apareció en la pantalla como una epifanía de la muerte. Él estaba en el mismo foro en el que daba las noticias por la noche y adoptó un aire solemne. Vestía como siempre: una camisa, una corbata y un saco. Tras un breve saludo, se ajustó las gafas, se acomodó en su asiento y dijo que acababan de dispararle a Luis Donaldo Colosio en Lomas Taurinas. También dijo que, según sus informantes, el candidato del PRI a la presidencia se encontraba en estado crítico en algún hospital de Tijuana. Acto seguido, se comunicó vía telefónica con Talina Fernández –que residía en Tijuana– y comenzó a preguntarle qué había ocurrido. Talina Fernández estaba muy consternada y habló atropelladamente. Jacobo se impacientó y le pidió que no se separara del candidato a la presidencia, para mantener a la audiencia al tanto de su salud. 

El programa se extendió por varias horas. Creo que hasta mi papá volvió del trabajo y el programa continuaba. Talina Fernández hizo varios enlaces con Jacobo, y algunas veces decía que Colosio se encontraba en buenas manos y que los médicos estaban haciendo todo lo posible para mantenerlo con vida y otras veces decía que había recibido tres o cuatro impactos de bala en el cerebro y que estaba al borde de la muerte. 

En algún momento de la transmisión, comenzaron a pasar un video del atentado. Apenas duraba unos cuantos minutos, pero eran suficientes para observar que Colosio estaba en un lugar peligroso y que no tenía una buena protección. Mientras él caminaba por una calle sin pavimentar y se dirigía a la camioneta que lo llevaría a otro mitin, un montón de personas lo rodeaban. La mayoría de la gente parecía admirarlo y parecía que deseaban acercarse a él y estrechar al menos una de sus manos. 

En el instante en el que un desconocido se acercaba al político por la espalda y en unos cuantos segundos le ponía una pistola en la cabeza y le disparaba, sonaba el coro de una canción que decía “¡Ay, la culebra!”.

El video continuaba hasta que la gente y los escoltas de Colosio tomaban al supuesto asesino. En unas cuantas horas, vi tantas veces el video que me aprendí el coro de esa canción y que memoricé el ritmo de la canción.  

Aun cuando fue un evento muy impresionante, lo único que me preocupaba era que tenía que cortar con mi novia y tenía que decirle que ya no volveríamos a vernos después del verano. Hace 27 años de esto. 

domingo, 21 de marzo de 2021

barquillo



Ayer salimos a la calle. A unos tres o cinco kilómetros de la casa hay una nevería que nos gusta. La conocimos a las pocas semanas de habernos mudado a Lerma y durante la huelga la visitábamos con frecuencia. La caminata desde la casa nos servía para distraernos de la realidad –teníamos que pedir dinero prestado para sobrevivir, y cada mes que pasaba era más complicado que el anterior– y aprovechábamos para probar la variedad de sabores de las nieves. Después de la huelga y durante la pandemia dejamos de ir a la nevería, pero el sábado pasado volvimos a ir. Compramos medio litro de nieve de frutos rojos y medio litro de nieve de cereza. 

En comparación con la semana pasada, había más gente en la calle. Por la avenida circulaban más vehículos, en la entrada del fraccionamiento había más gente que en otras ocasiones y en la pequeña plaza en la que está la nevería también había más gente. Compramos medio litro de nieve de cajeta, medio litro de nieve de limón y dos barquillos. Cuando volvimos a la casa, me comí un helado de nieve de limón. La nieve estaba ácida, pero tenía un buen sabor. Me acabé el helado rápidamente y empecé a tener síntomas de reflujo. Cuando comí, el malestar pasó. Por la noche se me ocurrió tomarme una Coca-cola y comerme unas Chips con limón, y empecé a producir mucha flema, como si de repente me hubiera acatarrado. Las flemas se acumulaban en la garganta y me impedían respirar con facilidad. Después de algunos minutos, me sentí mejor, pero no cené más que un par de rebanadas de jamón (el ayuno prolongado también me provoca reflujo). Dormí bien y estoy despierto desde hace más de una hora. Ya alimenté a los gatos, ya comí un puño de pasas y ya tomé agua, pero estoy sintiéndome mal. Mientras el ácido sabor de la nieve de limón absorbe todos mis sentidos, tengo la sensación de que devolveré el estómago, tengo la sensación de que me acaban de sacar el aire con un puñetazo en el estómago, tengo la sensación de que comenzaré a toser incontroladamente, tengo la sensación de que una fría corriente de aire que recorre mi esófago acabará acumulándose en mi garganta y tengo la sensación de que no podré tragar saliva y de que me pondré paranoico. 
 

viernes, 12 de marzo de 2021

trapeador

¿Cuántas veces he pensado –y sentido– que mis párpados son como unas pesadas cortinas de acero que se cierran?, ¿cuántas veces he estado a punto de escribir en cualquiera de las doscientas libretas en las que siempre escribo, que mis párpados son unas pesadas cortinas de acero que se cierran? y ¿cuántas veces me he censurado porque me parece un lugar común demasiado común? No lo sé. Lo único que sé es que la sensación es constante, que con frecuencia la fatiga es implacable y que rara vez me siento descansado y realmente despierto. 

Mientras intento encontrar respuestas a mis preguntas e ignorar el malhumor que me provoca la fatiga y mi incapacidad para descansar, trato de enfocarme en otra cosas. Al cabo de algunos segundos en los que he hecho mi máximo esfuerzo para contar hasta diez y respirar y llevar aire a mis pulmones, lo único que escucho es el ir y venir del trapeador.

El sonido es monótono, suena como una navaja de plástico y de tela que atraviesa una superficie líquida. El ir y venir del sonido –¡splash, splash!– entra por mis oídos, y me hace visualizar cómo las ondas sonoras navegan en la marea de la impedancia como un ejército de naúfragos perdidos en las profundidades de la cóclea y cómo hacen temblar a la membrana tectoria y a la membrana basilar y cómo finalmente mueven los estereocilios y despolarizan o hiperpolarizan a una célula ciliada que enviará una señal eléctrica hasta la corteza auditiva, para que yo simplemente escuche splash, splash y no deje de pensar en que el sonido es como el que emite una navaja de plástico y de tela que atraviesa una superficie líquida.    

Por si esto no fuera suficiente, los ojos me escocen. Siento que han sido invadidos por una plaga. Siento que alguien me ha rociado un aspersor de cloro en ellos. Siento que alguien me ha vaciado una ametralladora de balas ácidas en ellos. Pero sólo es la fatiga acumulada, la costumbre de levantarse más temprano de lo necesario y andar como una mosca agonizante tropezando en las paredes del día que es tu existencia.

martes, 9 de marzo de 2021

El sufrimiento es privado





Las náuseas absorbían todas mis fuerzas y capturaban todos mis sentidos. Las náuseas eran el centro de todo. Las náuseas eran mi universo. Las náuseas eran mi hábito. Las náuseas eran mi miseria. Las náuseas eran mi sensación primordial. 

Tenía varios meses luchando estoicamente contra ellas. Algunos días eran menos malos que otros, pero este día que recuerdo en particular, ya estaba harto de las náuseas. Desde la mañana, mientras me bañaba y me vestía, había estado luchando contra ellas. En el trayecto al trabajo, mientras intentaba ignorar el pestilente aroma del desayuno de una familia en el transporte público, no habían dado tregua. En la caminata desde Rojo Gómez hasta la universidad, mientras mis pensamientos se enfocaban en el día en el que todo volviera a la normalidad y mi salud no me mantuviera contando las veces que producía saliva en cantidades ingentes a lo largo del día, no habían claudicado. Las náuseas, particularmente ese día que recuerdo ahora mismo, ya habían durado más que de costumbre y me sentía miserable e incapaz de tolerar un día más de miseria. 

Conforme caminaba hacia el Edificio S y trataba de contagiarme de la vida que iba colmando la universidad, vislumbraba mi día: entre 9 y 10 de la mañana, las náuseas remitirían, pero entre 11 y 12 serían tan intensas que tendría que salirme del cubículo y caminar por la explanada de la universidad, intentando distraerme y tomar aire. 

También pensaba que, a ojos de mis compañeros de trabajo, yo era un sujeto que acababa de terminar el doctorado y que nunca parecía entusiasmarse por nada. Me perturbaba no tener la suficiente confianza para decirles que me sentía del carajo desde hacía varios meses. Deseaba decirles que mi vida era un infierno y siempre estaba esperando el momento oportuno para decirlo, pero ese momento nunca llegaba.

Me recuerdo subiendo las escaleras hacia el tercer piso del edificio S, pensando en todas estas cosas nauseabundas, cuando él apareció en el rellano de las escaleras del segundo piso. Estoy seguro de que mi rostro era el de un condenado a muerte, pues lo primero que me dijo, fue:

“Uy, ¡no desbordes tanta pasión por tu trabajo!”

Inmediatamente tomé aire, para asegurarme de que el vómito no saliera expulsado por mi boca, y le expliqué brevemente que me sentía mal, que tenía alrededor de ocho meses bajo tratamiento médico, que me habían realizado varias endoscopías y que estaba evaluando la posibilidad de que me intervinieran quirúrgicamente. 

Su semblante, antes sarcástico, cambió. Sentí una especie de empatía de su parte. 
Se puso serio y me dijo que lo lamentaba y que esperaba que mi salud mejorara. Se fue a su oficina y yo continué mi camino hacia el tercer piso. 

Varios meses después –ya había pasado por el quirófano y por el periodo de recuperación post-operatoria–, nos volvimos a encontrar, pero en esta ocasión a la salida de la universidad. Serían las seis o siete de la tarde. Él iba en su camioneta Mazda de color gris y yo iba a caminando. Empezaba a llover. Apenas podía sostener el enorme paraguas que acababa de comprarme para la temporada de lluvias. Nuestras miradas se cruzaron y entonces él me hizo señas con las manos y detuvo la Mazda a unos metros de mí y bajó la ventana del lado del piloto y me preguntó hacia dónde iba y yo le dije que iba a la Calzada Javier Rojo Gómez. 

Me ofreció darme un aventón y me subí a la camioneta y me senté en el asiento del copiloto. En el breve recorrido de cinco minutos, me platicó algo sobre la camioneta. Me dijo que la camioneta necesitaba mantenimiento y que iba a llevarla al taller mecánico en ese preciso momento. Me dijo que su hijo saldría de la ciudad en la camioneta y que él quería asegurarse de que no le fallara nada. También creo que me dijo que no le agradaba la forma en la que su hijo trataba la camioneta.  

De un momento a otro, también encontró la manera de presumirme que había hecho su doctorado en el Reino Unido y que algunas de sus colaboraciones con investigadores del Edificio S estaban en marcha.

Me bajé al llegar a Rojo Gómez, abrí el enorme paraguas nuevamente y me despedí de él. 

No recuerdo exactamente cuándo fue la última vez que lo vi, pero recuerdo aquella ocasión en la que se portó muy hostil durante las presentaciones de los planes de trabajo de los candidatos a la Jefatura de un Departamento y uno de mis colegas le dijo que si así se portaba antes de ser Jefe de Departamento no quería imaginarse cómo sería si llegaba a ser Jefe de Departamento. 

También recuerdo aquellas otras ocasiones en las que llegaba a la oficina en la que nos habían dado asilo después del terremoto del 2017 –el Edificio S sufrió daño estructural y fue inhabilitado–, buscando al Jefe de Área, que también había sido candidato a la Jefatura del Departamento. Iba a pedirle su opinión o a informarle sobre alguna situación en particular –como, por ejemplo, cómo iban a reasignar espacios a los investigadores que habían sido desalojados del Edificio S. (Entonces, a pesar de su hostilidad aquel día de las presentaciones de los planes de trabajo, ya había ganado la Jefatura y sus colaboradores ya tenían espacios de trabajo y sin embargo nosotros estábamos asilados en una oficina y los jefes del laboratorio en el que yo trabajaba incluso pagaban una renta en un sitio externo a la universidad para que sus alumnos tuvieran un espacio donde pudieran realizar sus experimentos.)

En nuestra estancia en esa oficina, también recuerdo haber escuchado algunas veces cómo llegaba en busca del Jefe de Área. Si no lo encontraba, se dirigía de manera grosera a la gente que trabajaba en esa oficina (siempre y cuando no hubiera testigos del mismo rango académico que él) y a veces le llevaba algún té inglés. 

Esto es lo que recuerdo. 

(Ahora que lo pienso mejor, creo que la última ocasión en la que lo vi fue hace casi dos años, en el funeral del Jefe de Área.) 

En estos días algunos de sus allegados estuvieron solicitando en redes sociales cooperaciones para sostener los gastos de su hospitalización. Tenía Covid-19 y estuvo internado varios días en un hospital.  En este semana tuvo complicaciones y hoy falleció. 

martes, 23 de febrero de 2021

alfiler


El domingo agonizaba
Mi cuerpo también agonizaba
Mi cerebro recordaba aquellos tiempos terribles
Antes de que me abrieran en canal en un quirófano
Antes de que el anestesiólogo me hiciera contar de atrás hacia adelante
Antes de que tuvieran que suturar una porción de mi esófago con mi estómago 

Cuando bastaba un pequeño trago de cualquier bebida con azúcar
Cuando bastaba una pequeña mordida a una rebanada de pizza
Cuando bastaba un pequeño sorbo a un vaso con jugo de naranja
Cuando bastaba una pequeña mordida a una hamburguesa
Cuando había olvidado qué era el placer y tenía que comer como astronauta

De pronto llegaste y tu presencia entró en mis ojos como un alfiler

lunes, 22 de febrero de 2021

19 de febrero de 1995


Esta mañana me desperté con deseos de escribir en este blog. Antes de levantarme de la cama, antes de que los gatos se dieran cuenta de que ya había despertado, antes de que comenzaran a pedirme que les diera su desayuno especial de cada mañana y antes de postergar hasta el último minuto la incontrolable necesidad de orinar de cada mañana, había estado pensando escribir sobre el concierto de Caifanes del domingo 19 de febrero de 1995. 

En este momento tengo casi tres horas despierto, ya les di su desayuno a los gatos, ya me bañé, ya me vestí, ya escribí algunos datos en mi agenda y en mi libreta personal y ya contesté varios correos del trabajo. Aunque el deseo de escribir sigue presente, el impulso que sentía cuando estaba a punto de levantarme de la cama ya está desvaneciéndose. No sé si es algo común entre las personas que escribimos, pero, en mi caso, si sigo mis impulsos para escribir, en el momento en que aparecen, puedo escribir horas y horas sin parar; sin embargo, si debo ignorarlos o aplazarlos por alguna razón, luego, cuando intento escribir, no llego a ninguna parte. Tampoco sé si es algo común entre quienes escribimos, pero, en mi caso, parece que puedo escribir con más fluidez cuando está amaneciendo o cuando está anocheciendo. Creo que necesito sentirme un poco aislado o que todos estén dormidos o a punto de dormirse, para encontrar el camino

Ahora ya ha amanecido, los ruidos de la casa y del vecindario ya están inundando esta recámara desde la que escribo sentado frente a la computadora, y estoy perdiendo de vista cuál era la intención de escribir en este blog. 

Cuando estaba en la cama planeando escribir, también estaba recordando que el viernes pasado se cumplieron 26 años de este concierto de Caifanes y también estaba recordando que mi vida hace 26 años consistía en jugar futbol todos los días con mis compañeros de la preparatoria. Aunque tomaba mis clases, casi mi única prioridad era jugar futbol. Estaba harto de haber sido un estudiante excelente (había tenido una beca en la primaria y había renunciado a la beca en la secundaria) y me resultaba muy impresionante tener la libertad de vestirme como me diera la gana y de traer el cabello como me diera la gana. Hasta entonces había tenido que usar uniforme y traer el cabello corto. 

Mientras pensaba en mi vida de hace 26 años, recordé cuánto me gustaba jugar futbol. También recordé lo fácil que me resultaba jugar futbol –incluso podía dar pases tan precisos y podía hacer tiros tan precisos que me cuesta trabajo creer que llegué a ser tan hábil– y también recordé lo torpe que me sentí cuando quise probarme en el equipo de futbol de la preparatoria. Alguna tarde jugamos en la cancha de la escuela y después de algunos minutos me quejé porque nadie me daba el balón y entonces uno de los entrenadores que también estaba jugando en el equipo en el que yo estaba me escuchó y me dio un pase casi de inmediato y me dejó solo frente a la portería rival y yo ni siquiera pude patear el balón porque un contrincante me lo quitó. El juego era muy rápido y yo me sentía tan torpe que ni siquiera podía tomar el balón y dar un pase corto. La velocidad de los jugadores me hacía sentir de un nivel muy inferior al de ellos. Este contraste entre la facilidad que tenía para jugar futbol con mis amigos y las dificultades que sentía para jugar con jugadores más hábiles, incluso me ha perseguido a través de los años y he tenido pesadillas en las que juego futbol y no puedo ni siquiera mantenerme en pie y patear el balón con fuerza. 

El concierto debía comenzar al mediodía, pero fue gratuito y lo organizó Grupo Radio Centro. Estuvieron anunciándolo por varias estaciones de radio. Ocurrió en la explanada de la Delegación Venustiano Carranza. Estaba planeado que comenzaría Yo acababa de entrar a la prepa en agosto del '94 y desde septiembre u octubre de ese año había estado escuchando El Nervio del volcán. Nadie sospechaba que ese álbum que había sido lanzado al mercado en el verano, sería el último en el que tocarían juntos Alejandro Marcovich, Alfonso André y Saúl Hernández. 

Hace 26 años otras de mis prioridades eran escuchar música y escribir. Un compañero de la prepa me había grabado El Nervio en un cassette y algunas canciones como “Afuera”, “Miedo” y “Aquí no es así” sonaban frecuentemente en la radio. De lunes a viernes pasaba por la Delegación dos veces al día, de ida a la prepa y de regreso a la casa de mis papás, y al menos una vez a la semana mis primos iban a la casa de mis papás. Mi prima iba a cumplir quince años en 1995 y ella quería tener una fiesta tradicional de XV años y a todos nos habían obligado a ser sus chambelanes y ensayábamos el vals algún día entre semana...

domingo, 31 de enero de 2021

You know you're right



Me gustaría escribir sobre ti. Me acordé de ti por la mañana, mientras me tomaba un yogurt.
Recordé cuánto abrías la boca, cuando te tomabas tu yogurt en aquellos extraños seminarios de cada lunes y cada miércoles a las 7 am, en el Instituto de Psiquiatría. 

Abrías la boca descomunalmente. El mundo entero habría entrado en tu boca. 
Entonces vivía en Xola y me bastaba tomar el metro para llegar al Instituto. Me faltaban unos meses para concluir el doctorado y quedarme sin beca. Me faltaban unos meses para terminar de escribir mi tesis y me faltaba escribir dos artículos más como primer autor que ya no necesitaba para titularme. 

Sin embargo, este espacio será para escribir algunos detalles sobre la última canción de estudio que grabó Nirvana, el 31 de enero de 1994. Pero será otro día, hoy ya estoy cansado. Me he peleado con mi mujer por una tontería y estoy preocupado porque mañana, más o menos a esta hora, puede estallar la huelga en la universidad. Hace dos años, en la huelga más reciente, la situación fue muy difícil. Duró tres meses y tuvimos muchos problemas. 

jueves, 21 de enero de 2021

21 de enero del 21


 

Los ojos me arden, los párpados caen como dos pesadas cortinas de carne. 

lunes, 11 de enero de 2021

ese gol contra los daneses

Hace 25 años, estaba en primer año de prepa. Alrededor de las nueve de la mañana, estaba en una clase de alguna materia que probablemente me aburría —a pesar de que he intentado recordar cuál clase era, no lo he conseguido—, y mi mente ya visualizaba el partido de futbol que jugaríamos contra los compañeros del grupo con el que tomábamos Ética, en cuanto terminara la clase.

Casi la única razón por la cual asistía a la escuela era el futbol. Todos los días jugaba entre 4 y 5 horas. Mis compañeros y yo jugábamos entre clases, nos saltábamos clases para jugar futbol y jugábamos futbol al final de las clases. 

Nos llevábamos bien con los compañeros de ese grupo —en ese grupo había una chica que me gustaba— y nos los encontrábamos con frecuencia en las canchas. A veces incluso acordábamos vernos a cierta hora, para jugar. 

Entre ellos, había un chico que tenía un televisor de baterías portátil. En cuanto salimos de la clase y nos reunimos en el campo de futbol de la escuela, él encendió su televisor y nos dijo que Luis García acababa de anotarme a Dinamarca en El Estadio Rey Fahd. 

Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. 

domingo, 3 de enero de 2021

otro domingo agoniza


Estoy despierto desde las nueve de la mañana, sin poder ignorar esta tristeza que me tritura el corazón y que anega mi mente como una neblina contaminante. He pasado toda la mañana intentando escribir y simplemente ninguna palabra y ninguna oración me convence. Cada palabra y cada oración que he escrito me han hecho sentir culpable. Debería estar leyendo –sí, en domingo– el libro de texto de la clase que impartiré el martes. Durante estas dos semanas de vacaciones, también estuve trabajando, pero nunca me siento lo suficientemente preparado. 

Trato de enfocarme seriamente en estos sentimientos, pero siempre hay ruidos y necesidades burdas que deben ser prioridad. Escucho el mismo programa de televisión que mi esposa ha estado viendo desde hace mil años y quisiera desintegrarme. Somos tan triviales. Hagamos lo que hagamos, no dejaremos de dejar de comer ni de dormir, ni de hacer todas las cosas que todos los seres vivos necesitamos hacer para mantenernos vivos. 

El domingo agoniza.

La tristeza que me tritura el corazón es como un dolor de muelas y como un zumbido en las sienes. También es como un hueco en el estómago y como el cansancio que aparece después del llanto inconsolable. También me hace sentir hiperalgésico y también me hace desear con las pocas fuerzas que tengo convertirme en música escandalosa que fluya como una cascada de melancolía y que sea capaz de quebrar los vidrios de mi existencia. 

La tristeza también es nostalgia y frustración. Cada vez que se acercan las festividades de fin de año, me prometo que escribiré ociosamente al menos un par de relatos sobre todos los temas que me dan vueltas en la cabeza cuando estoy ocupado, pero, cuando llega el momento, mi cabeza y mi corazón suelen estar en otra parte, y entonces se acaban las vacaciones y no escribí ni un sólo párrafo de nada.  

Son las dos y media de la tarde del primer domingo del 2021 y presiento el primer lunes del 2021 y también presiento el regreso a las actividades laborales del 2021. Me gusta mi trabajo –hago lo que me gusta hacer y me siento privilegiado–, pero es incierto, y la incertidumbre me lleva a ver cada día como el primer minuto de mi muerte. No tengo una plaza indeterminada y ya no soy tan joven. Si mi contrato como profesor investigador se termina con este año que comienza, no sé a qué podría dedicarme el resto de mi vida. Trato de no pensar en el más allá, pero es imposible, y acabo pensando en qué será de mí en diez o veinte años. Ni siquiera tengo hijos, ni mucho menos una cuenta bancaria con suficiente dinero para vivir mi vejez. Pensar en la jubilación es una utopía.  

El domingo agoniza.