lunes, 31 de octubre de 2022

manzana podrida

a mi izquierda, yoko está tumbada junto a la ventana. toma el sol y maúlla insistentemente. no sé si tiene hambre, no sé si le duele algo, no sé si quiere llamar mi atención. a mi derecha, más allá del comedor, las pilas de trastes en el fregadero me revientan los ojos. me hacen sentir que estoy atravesando un remolino y que las piedritas se me meten en los ojos. también quisiera ponerme a maullar como yoko y que un ser supremo se preguntara por qué maúllo y que buscara cómo mitigar mi indescifrable sufrimiento.

alexa vomita “the dope show” y marilyn manson vomita “all the pretty ones will leave you low and blow your mind” y me recuerdo en 1999 viendo MTV y procrastinando y divagando y viviendo mi vida cómoda, pero ahora el sonido del agua cayendo en la pileta y el sonido de la jerga que Katz exprime compulsivamente contra el lavadero de cemento me fulminan como una luz escandalosa que me deja ciego, sordo y aturdido. soy un adulto y estamos a 31 de octubre del 2022. 

(casi) todos los días son iguales, siempre hay trastes en el fregadero. los bonitos siempre están en los mejores lugares. me dan ganas de agarrar un cuchillo y clavárselo a una manzana podrida. 

sábado, 29 de octubre de 2022

todo lo hago mal

la temperatura desciende, leo esta novela de cyberpunk, dicen que es una novela de culto pero no me atrapa, la primera frase es asombrosa, pero los nombres de los dispositivos tecnológicos, de la inteligencia artificial y toda la tecnología, son confusas. 

la mañana me sabe como el último Camel que hay en la cajetilla de cigarrillos, como el último día de vacaciones de Navidad, como la última botella de alcohol disponible en el refrigerador... 


sábado, 22 de octubre de 2022

dale vuelta a la página de tu existencia

despertar de un sueño confuso que ya barrió el oleaje de la conciencia, medio recordar qué soñaste, que ibas a celebrar tu cumpleaños y que tus papás te prestarían su casa y que no estabas tan seguro de invitar a nadie pero que al final te decidías y te parecía una oportunidad genial para tocar con tu banda de punk y para invitar a la gente con quien aún tienes contacto en Facebook; tener que levantarte de la cama porque las ganas de orinar aumentan, sacar los pies de las sábanas y sentir el contacto de las sábanas y brevemente aspirar la fragancia de las sábanas recién lavadas mientras te las vas quitando de encima y recordar muchas cosas felices y luego sentir el madrazo del frío, y encabronarte y aborrecer el frío y la idea de tener que ponerte varios kilos de ropa encima para hacer cualquier cosa, para desplazarte por el día, de la cama al baño, del baño a la recámara, de la recámara a la cocina, y para evitar enfermarte y terminar tumbado indefinidamente en la cama, apenas lanzando estertores, con la garganta a punto de estallar como un globo y con los ojos borrosos de lágrimas; acabar de orinar, mirarte en el espejo, reconocer de soslayo todos los defectos que aborreces en ti mismo, bostezar, sentir una opresión en el pecho, ser incapaz de pensar claramente, ser incapaz de ser un zen y ser incapaz de no odiar a toda la gente que te ha puesto un pie para que tropieces o que te ha usado como pañuelo desechable, y que ha dado vuelta a la página de tu existencia rápidamente; tener mil ideas y querer ahondar en cada una de ellas y escribir sobre cada una de ellas –te transportan a distintos lugares catárticos y te alivian, te quitan un peso de encima, y te hacen sentir menos miserable–, pero continuar orinando y sintiendo cómo se esfuma el tiempo y cómo deteriora tus huesos y cómo mata a tus células; entrar en la recámara, avanzar en contra de las ráfagas de frío que cercenan tu movimiento, sacar el glucómetro, sacar la tira reactiva, sacar la lanceta, sacar la pluma, sacar el cuaderno, y pincharte un dedo elegido al azar, aunque casi siempre es el mismo, y hacer el sacrificio de una gota de sangre, y sentir que la yema de ese dedo que casi siempre es el mismo es como la gruesa piel de un elefante que ya no siente nada, y recordar las primeras veces que te medías la glucosa y cómo sentías intensamente ese pinchazo y cómo te predisponías a sentir ese pinchazo y cómo creías que sentías que ese pinchazo liberaba endorfinas en tu torrente sanguíneo y cómo pensabas que pincharte cada día con la lanceta para hacer un sacrificio de sangre y medirte la glucosa, y que habituarte a ese pinchazo, te abriría las puertas para experimentar con otras drogas administradas por vía intravenosa, y lidiar con el espantoso frío y calcular, entre las brumas de la conciencia que, repentinamente, tiene un bajón que te permite recordar algunos detalles de lo que estabas soñando, cuántas veces te has pinchado en el último año, cuántas tiras reactivas has usado, cuántas pilas de litio has comprado, cuántas gotas de sangre has vertido en el lector del glucómetro y cuántas ideas has olvidado mientras te mides la glucosa; acabar de anotar los mg/dl de glucosa en sangre, sentirte un fracasado, un tipo incapaz de resistirse a la tentación de la comida sabrosa –una hamburguesa, unas papas a la francesa– y a los efectos alienantes del alcohol, y disponerte a anotar cuáles fueron tus alimentos del día anterior, y tener un sobresalto porque el gato noruego llega de pronto a la recámara y empieza a llamar tu atención, a maullar, a subirse al escritorio, a mover la computadora, a pasarte una de sus patas por el cabello, y saber que todo ya se fue al carajo: que bajarás a la cocina, que le darás su comida blanda, que recogerás su arena, que te lavarás las manos, que le servirás agua limpia en su plato de agua limpia, que volverás al baño, que irá saliendo el sol, que la luz del sol te despojará del estado mental que requieres para escribir, que harás algunos estiramientos para evaluar si ya no te duele la ingle izquierda y si entonces puedes salir a correr cinco o seis kilómetros –al igual que la escritura de pendejadas introspectivas, resulta catártica, y es una estrategia para huir–, que lavarás los trastes, que te resignarás, que le preguntarás a Alexa por el pronóstico del tiempo, que repararás en el madrazo del frío, y que, tú mismo, le habrás dado vuelta a la página de tu existencia. 

jueves, 13 de octubre de 2022

la cuerda floja



sueñas que caminas por la cuerda floja, que cruzas la cuerda floja, que no quieres mirar abajo, que los dos puntos que unen esa cuerda floja están en alguna parte indefinida de dos rascacielos, sueñas y tus músculos están tensos y sientes el corazón latiendo como un tambor de guerra en la garganta, y escuchas a algunos colegas de la realidad murmurando desde las ventanas de esos rascacielos, y todos hablan buenas cosas de ti, y discuten sobre las oportunidades que te depara el futuro, y, de algún modo, sabes que también estás teniendo una conversación telefónica con ellos mientras cruzas el vacío entre los dos rascacielos y avanzas sobre la cuerda floja –es un sueño–, pero el sueño se empieza a romper como la cáscara de un huevo –las ganas de orinar ascienden a la conciencia como una sensación helada– y apenas abres los ojos, te das cuenta de que estás en tu cama y todos los horribles ruidos de la civilización aterrizan en tu cama: el motor del tráiler de carga, la alarma contra intrusos del fraccionamiento vecino, el espantoso motor infernal de la lavadora, el espantoso motor infernal de la bomba del agua, el espantoso motor infernal de la licuadora...

Y así transcurre la vida, in crescendo, y ya no puedes postergar un minuto más las ganas de orinar y tienes que levantarte de la cama, y, apenas pones un brazo fuera de la cobija, el frío te pega en la piel, se adhiere a tu epidermis como un veneno que inmoviliza y como una enfermedad que mata lentamente, y odias estar en esta época del año en la que no puedes andar descalzo por la casa, en la que tienes que ponerte varios gramos de ropa encima para hacer cualquier cosa, en la que levantarse de la cama es como decidirse a tirarse un clavado en una alberca con hielos, y te preguntas por qué a algunas personas les gusta el frío y odian el calor, y el espantoso motor infernal de la lavadora continúa martillando en la casa, y el espantoso motor infernal de la lavadora continúa martillando en la casa, y te preguntas si acaso no vives con alguien que está obsesionada con las labores domésticas, y odias todo, y te tocas en vano el lóbulo izquierdo, esperando tener perspectiva de los momentos que has pasado realmente mal, cuando tenías episodios de ERGE y el mundo estaba en su mundo y nadie sabía que estabas realmente mal, que casi cualquier alimento o casi cualquier bebida te ponía al borde de la muerte –y sí puede estar un poco obsesionada: son las siete de la mañana y la casa ya adoptó la forma de un museo de la limpieza–, y así te tocabas el lóbulo izquierdo para lidiar con la ansiedad que te provocaban los episodios de ERGE, pero ahora son sólo un recuerdo, y el ritual táctil ya no surte ningún efecto...

Y ya estás orinando, después de ponerte veinte mil cosas encima para cubrirte del frío, y añoras el calor, esa oportunidad de andar semidesnudo por tu casa y mojarte la cara y empaparte de pensamientos cálidos, y llenarte de ideas solitarias lejos de los tumultos, y vuelves a odiar encontrarte como te encuentras –en verdad el espantoso motor infernal de la lavadora suena como un taladro que se te va metiendo por los oídos y que hace trépanos en tu cráneo y que hace una limpieza en tus piezas dentales–, y no tener oportunidades de crecimiento, sentirte usado, como un bombero que apaga todos los fuegos que provoca la ineptitud de otras personas, y vuelves a odiarte por no ser capaz de postergar estas ganas de orinar, y por no poder sentarte a escribir todo lo que palpita en tu cabeza, en lugar de meterte a orinar al baño.

Y cuando sales del baño, más o menos con el impulso de escribir batiéndose entre la vida y la muerte como un pescado que acaba de salir a la superficie para no volver jamás a las profundidades, tienes que hacer lo de siempre: medirte la glucosa, pincharte un dedo, anotar los mg/dl de glucosa en sangre en ayuno; bajar a la cocina y buscar los platos de comida blanda de los gatos; servirles sus porciones de Royal Canin en los platos; cambiarles el agua; hincarte a limpiarles el arenero; meter la arena sucia en una bolsa; sacar esa bolsa al bote de basura del traspatio; poner arena limpia en el arenero; barrer el cuarto donde está el arenero; recoger y sacudir los tapetes en los que está el arenero...

Para cuando acabas esto, el pescado ya se murió, y tienes que ponerte a lavar los trastes –ya estás más cerca del espantoso motor infernal de la lavadora–, y empiezas por quitar del escurridor de trastes todos los trastes que ya están limpios, y hay varios tuppers gigantescos, más grandes que el fregadero y que el escurridor de trastes, juntos; y vuelves a sentir que odias tu existencia; y allí, vas: acomodas los trastes sucios de un modo que consideras práctico: todos los cubiertos en un tupper enorme –doce cucharas, cuatro tenedores, un cuchillo–, los platos largos debajo de todo, los tuppers más grandes que el fregadero encima de todo...

Le pides a Alexa que ponga alguna canción que te gusta y que pueda competir con el espantoso motor infernal de la lavadora, y apenas te escucha y apenas escuchas la canción que le pediste que pusiera –la cocina parece un campo de guerra; casi puedes ver las ráfagas de los obuses que cruzan el cuarto en llamas; casi puedes escuchar el fuego cruzado y las órdenes de los altos rangos y las lamentaciones de los soldados y las sirenas de las ambulancias–, y te concentras en acabar de lavar los trastes, y cuando crees que ya terminaste y ya te lavaste las manos y ya te secaste las manos y te dispones a sentarte a descansar unos segundos –desde que las ganas de orinar te levantaron de la cama, no te has vuelto a sentar–, y entonces ves otros tres platos en el comedor, y vuelves a lavar los trastes, y cuando acabas pasa lo mismo: te encuentras otros dos platos en la mesita de centro de la sala, y se repite la acción.

Para cuando terminas estos menesteres –aún suena el espantoso motor infernal de la lavadora–, el pescado ya está bien muerto y bien tieso y ya hiede, pero, por si fuera poco, tu sistema digestivo tiene otros planes para ti, como siempre ocurre después de cada comida, y tienes que regresar al baño.

Cuando finalmente ya acabaste con la rutina, reparas en que ya transcurrió casi una hora desde que te levantaste y que parece que no has hecho nada, en que no has tenido tiempo para ti mismo, y te preguntas “¿es esto la vida?”

miércoles, 5 de octubre de 2022

hice un reguero y nadie se dio cuenta

ya había hecho esto otra vez, cuando, en febrero de este año, mi futuro laboral (igual que ahora), de un momento a otro, era incierto, cuando, de un momento a otro, tuve que buscar obsesivamente convocatorias para evaluaciones curriculares –de las 20 existentes en ciencias biológicas, las 20 estaban abiertas para biólogos; de las 2 existentes en psicología biomédica, en las 2 podían concursar biólogos, químicos, médicos, psiquiatras, psicólogos sociales, psicólogos clínicos y, por supuesto, psicólogos biomédicos, como yo– y concursos de oposición. 

ya había hecho esto otra vez, cuando esa casa en la que hice ese reguero se quedó sola por otros motivos, cuando tenía un pretexto para entrar a esa casa, cuando mi mente estaba enloquecida, cuando no quería analizar ninguna situación, cuando el futuro era una pesada losa en mis hombros, cuando no veía de qué manera llegaría al siguiente mes –dramatizando–, si no ganaba una evaluación curricular para tener un trabajo como profesor temporal durante los próximos tres meses (sin oportunidad de crecimiento).

en esta ocasión, las oportunidades de trabajo son más escasas que en febrero. solo hay una evaluación curricular en psicología biomédica –continúan 20 ofertas en ciencias biológicas disponibles exclusivamente para biólogos–, pero el perfil es para un psicólogo clínico. yo podría hacer esas cosas que se piden en la convocatoria pero no soy psicólogo clínico: tengo más preparación que un psicólogo clínico, soy psicólogo experimental, psicofisiólogo, psicólogo biomédico, doctor en ciencias biomédicas con posdoc, miembro del SNI... incluso, a pesar de que me dedico a la investigación básica y de que todas mis publicaciones son preclínicas, tengo estudiantes de licenciatura con tesis en el área clínica y tengo en planes al menos dos publicaciones clínicas.

el martes vi esta convocatoria anunciada en la gaceta de la universidad y el jueves metí mi solicitud y ese mismo día recibí una notificación de mi registro. desde entonces, no he recibido nada, y supongo que eso significa que ni siquiera tendré la oportunidad de concursar. 

entonces el viernes, después de salir a correr, me metí a esa casa, que estaba vacía, por motivos diferentes a los motivos de febrero, y me metí a esa casa como si se tratara de un ritual... e hice un reguero... como si se tratara de un ritual. y nadie se dio cuenta.  

domingo, 2 de octubre de 2022

todo me hace feliz

me levanté a correr por la mañana para desasirme de estos enfermizos pensamientos obsesivos. todo el sábado estuve revisando compulsivamente mi teléfono celular, en espera de un correo-e que me informe si pasé el filtro de esta evaluación curricular y, si es así, cuáles son los pasos a seguir. por la noche