miércoles, 29 de junio de 2022

La notificación menos importante

Los gatos pasan encima de mí en la cama, como si no pesaran más que una almohada de plumas, me despiertan, y no puedo ignorar cuánto me duele el tobillo izquierdo; siento mucho dolor, como una punzada terrible, como si los músculos estuvieran rotos, como si un nervio estuviera inflamado, como si el hueso del tobillo estuviera carbonizado; como si mi tobillo tuviera mucho sueño, como si mi tobillo estuviera resfriado, como si mi tobillo tuviera cólicos premenstruales, como si mi tobillo tuviera diarrea, como si mi tobillo tuviera tos y alergia estacional y todos los padecimientos posibles; como si yo hubiera contraído raquitismo en el Siglo XIX y las secuelas me hubieran dejado cojo y aún estuviera adaptándome a usar una prótesis que me lastima el tobillo.

Los gatos pasan encima de mí, me despiertan, miro el reloj en la pared de la recámara, son las siete de la mañana, y repaso mentalmente lo que haré hoy, y me siento culpable porque no he podido salir a correr más que un día en esta semana –hoy debería correr, y el viernes también debería correr, pero lo más probable es que el tobillo continúe doliéndome y que no saldré a correr hasta el sábado o el domingo–, y pienso en la presentación que debo terminar para la plática que daré mañana por la tarde para un diplomado de investigación y medicina del sueño; me han invitado a este diplomado desde que era candidato a doctor, sino recuerdo mal en el 2012, cuando Katz y yo vivíamos en Xola, en una colonia bonita que quedaba cerca de todo, cuando Gatusso era un minino y era nuestro único amigo felino y su cabeza cabía en la palma de una de mis manos y le daba su biberón –lo abandonaron en la calle, y su mamá no lo amamantó– y yo me fumaba inconscientemente un Camel al mismo tiempo; y en otras ocasiones que me han invitado a este diplomado me he sentido un poco fuera de mi hábitat, hablando de temas que no me gustan mucho (y que incluso me aburren un poco), pero en esta ocasión, cuando la presidenta de la sociedad que organiza este diplomado que ocurre cada dos años más o menos desde el 2008 se comunicó conmigo en diciembre le planteé hablar sobre un tema que me fascina y ella me dio luz verde.

Los gatos pasan encima de mí, ya estoy despierto, y reparo en que tendré una junta a las 13: 30 por Zoom con los colegas del departamento de ciencias de la salud; allí la jefa de departamento nos presentará a una profesora temporal (como yo) que impartirá estadística avanzada durante este trimestre (yo impartiré una clase los lunes, los martes y los jueves, de las 13:00 a las 18:00, cada día, y otra clase los miércoles, de las 14:00 a las 17:00), nos hablará sobre la página de internet del departamento y sobre la necesidad de retomar los seminarios departamentales; también repaso mentalmente lo que me espera dentro de la siguiente hora: ir al estudio y pincharme un dedo y medirme la glucosa y anotar cuántos mg/dl de glucosa en sangre tengo en ayuno, bajar a la cocina y buscar los platos de los gatos y darles comida blanda, cambiarles el agua –Gatusso siempre ensucia y tira el agua– y la arena, y buscar a Jackson –raras veces baja a la cocina, a la hora del desayuno– y llevarle su plato con comida blanda, y esperar a que Yoko o Gatusso o Jackson usen el arenero justamente cuando acabo de limpiarlo y entonces tener que limpiarlo otra vez, y entonces tener que barrer otra vez el cuarto donde está el arenero y entonces tener que volver a sacar la arena que acaban de ensuciar al bote de basura del patio.


Los gatos pasan encima de mí y ya se dieron cuenta que desperté y comienzan a maullar –sobre todo Gatusso– y a merodear alrededor de la cama como si fueran tiburones merodeando la balsa en la que agoniza un sujeto después de varias semanas de naufragio, y pienso que debería quedarme otros minutos tumbado en la cama, pero ya no tengo sueño y los maullidos de los gatos son cada vez más insistentes. 

Me siento en un borde de la cama, escucho la respiración de Katz que continúa de visita en algún mundo onírico que olvidará apenas despierte y que nunca me contará, y estiro un brazo hacia la mesita de centro y tomo mi teléfono celular y lo enciendo, y recuerdo todas las cosas que tengo que hacer en cuanto me levante y vuelvo a pensar que debería tumbarme en la cama otros cinco minutos, pero también vuelvo a reparar en que ya no tengo sueño y en que los gatos están cada vez más impacientes y en que Katz sigue dormida y en que no quisiera perturbar su descanso. 

Estoy en estos pensamientos que son como un torbellino, cuando suena una notificación del teléfono celular. Apenas distingo el sonido, por debajo de los maullidos de Gatusso, de Yoko y de Jackson. Puede ser cualquier cosa –un Whats que requiere una respuesta urgente, un depósito inesperado de $20 MDD en mi cuenta bancaria, un nuevo seguidor en twitter, un mensaje del messenger de Facebook de alguien que no veo desde hace más de quince años–, pero tengo la certeza de que se trata de la notificación más innecesaria de todas las aplicaciones que tengo en mi teléfono: Google Fotos. 

Y sí: la aplicación me recuerda que, hace exactamente 9 años, después de haber vivido alrededor de cinco años en el pequeño departamento de Xola, Katz y yo nos mudamos de vuelta a Pantitlán. No me cuesta mucho trabajo recordar que ese día fue sábado y que había cajas por todas partes, y que tomé un par de fotografías mientras Katz bajaba a la calle a abrirle a un sujeto que la había contactado en una página de trueques en Facebook y con quien intercambiaríamos nuestro tanque de gas por dos o tres bolsas de Scoop Away. 

Todos estos recuerdos son curiosos, pues en la novela que estoy escribiendo –es mi tercer proyecto: tengo dos versiones de una novela ya terminada que envié dos veces a un concurso “para jóvenes escritores” que resultó un fraude, y tengo otra novela más o menos avanzada, a la que no he vuelto desde que vivimos en Toluca-Lerma–San Mateo Atenco– y que comencé a escribir en enero del 2021, y que es una novela de ficción autobiográfica, el fin de semana intentaba escribir sobre este día y sobre el sujeto que se llevó nuestro tanque de gas y que nos dio dos o tres bolsas de arena para gatos.

Serían como las diez de la mañana cuando el sujeto llegó al departamento. Mi papá había conseguido una camioneta para la mudanza y ya andaba por allí con nosotros, y mientras Katz se había encargado de empacar prácticamente todas nuestras pertenencias, además de encontrar el departamento al que nos mudaríamos y recoger las llaves y acordar con el dueño del departamento cuánto pagaríamos de renta cada mes y cuánto deberíamos depositarle en el primer mes, el papá de Katz había estado ayudándole a ella toda la semana y yo había estado, como siempre que han ocurrido estos traslados, como un inútil quejumbroso toda la semana, escudándome en el estrés que me provocaba el ambiente tóxico del laboratorio de mi tutor de doctorado. Ya no soportaba un día más en ese laboratorio. 

Mi tutor había perdido el control sobre su grupo de investigación y yo estaba a punto de quedarme sin beca doctoral –como la dueña del pequeño departamento de Xola nos iba a subir la renta y como Katz y yo tendríamos que vivir algunos meses con nuestros ahorros y con los ingresos de Katz, que trabajaba en una agencia aduanal, nos mudábamos de vuelta a Pantitlán–, estaba empezando a escribir mi tesis doctoral y terminando los experimentos de mi cuarto artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada; y, sin embargo, aunque incluso había sacrificado mi estabilidad económica para publicar más artículos que los que necesitaba para titularme –como requisito de titulación el posgrado sólo exigía un artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada–, cuando mi tutor perdía la cabeza, nos reunía a todos los que formábamos parte de su grupo y nos decía frente a todos (o nos enviaba un correo-e masivo) todo lo que le parecía que hacíamos mal cada uno, y a mí me decía que yo sólo seguía sus instrucciones y que no tenía iniciativa y que no era ambicioso, así que yo ya no soportaba un día más en su laboratorio.

Cuando el tipo de la arena llegó al departamento, Katz me lo presentó y me pidió que le entregara el tanque de gas, y entonces el tipo, mi papá y yo subimos a la azotea. Mi papá y el tipo de la arena me decían algunas cosas y no podía prestarle atención a ninguno de los dos. Mientras mi papá me hablaba sobre su trabajo, sobre algún padecimiento que le molestaba y sobre algunos problemas familiares, el tipo de la arena me decía que era editor en jefe de una revista literaria y que sus oficinas estaban enfrente del Parque Hundido y que él y su chica se habían mudado recientemente a un departamento que estaba cerca de las oficinas y que los tanques de gas estaban carísimos y que nos agradecían muchísimo el intercambio.

Yo le pregunté sobre la revista literaria al tipo de la arena y allí vi una oportunidad, y entonces le dije que yo escribía, y quería contarle sobre ese aspecto de mi vida con un poco de detalle para que no se quedara con la idea de que yo escribía, tal y como millones de personas dicen que escriben, pero mi papá estaba muy angustiado por los problemas que tenían mi tía, mi prima y mis sobrinas, y necesitaba desahogarse conmigo.

Ante mi incapacidad para controlar la situación, apoyé los codos en una de las bardas de concreto de la azotea y me quedé mirando desde allí la colonia de ese edificio de tres pisos junto a Tlalpan, frente a un Sanborns, a unas cuadras de las estaciones Xola y Villa de Cortés del metro, a unas cuadras de la estación Las Américas del metrobús, en el que Katz, Gatusso y yo habíamos vivido.

Por primera vez reparé en que era una colonia bonita y bien ubicada, y en que nunca la había disfrutado. Pensé en todas las cosas que habían pasado en un lapso de cinco años, y me pregunté si algún día regresaríamos a vivir a una colonia similar.

Bajamos hasta la calle, el tipo de la arena se encargó de bajar él solo el tanque de gas, mi papá y yo lo acompañamos hasta su auto, el tipo me dio un par de ejemplares de la revista en la que era editor en jefe y me dijo que le enviara uno de mis textos y que seguíamos en contacto. Yo le dije que me bastaba con su retroalimentación. 

Apenas acabamos de instalarnos en el departamento de Pantitlán –teníamos pocas cosas, y Katz y yo terminamos de instalarnos en menos de 24 horas–, me puse a escribir un relato para enviárselo al tipo –algo sobre un sujeto que llevaba a su novia ebria de vuelta a su casa, después de una fiesta, el día que la selección sub 21 había ganado el mundial de la categoría en Perú– y se lo envié. Por supuesto: nunca me contestó. 

Ya pasaron nueve años de ese día, y mi tía, mi prima y mis sobrinas continúan teniendo problemas, y me pregunto quién vivirá ahora en ese departamento de Xola qué será de la vida del tipo de la arena: ¿al menos habrá leído el texto que le envié? (¿alguno de los integrantes de los comités de los concursos “para jóvenes escritores” leería una de las novelas que envié...?); si ahora mismo el tipo de la arena leyera esta entrada, ¿le parecería trivial?, ¿sentiría curiosidad por leer aquel texto que le envié en el 2013...?, si un desconocido leyera esta entrada fortuitamente, creyendo que no la escribí yo, sino una estrella de rock de las letras, ¿le volaría la cabeza...?


lunes, 27 de junio de 2022

33 fósforos


El tobillo izquierdo me duele. Me lastimé hace 3 días, corriendo. Me levanté de la cama, hace casi una hora, con el dolor. Me medí la glucosa. Bajé a la cocina. Salí a encender el bóiler. Conté hasta 20 y solté la perilla del bóiler. Recogí 33 fósforos de la bodega donde está el bóiler, mientras sonaba el fuego en el bóiler. Me metí a la casa, les di de comer Royal Canin a los gatos. Les cambié el agua. Serví agua para Katz y para mí en una jarra. Recogí la arena de los gatos. Saqué la arena de los gatos al bote del patio trasero. Barrí el cuarto del arenero de los gatos y abrí una bolsa de arena y les cambié la arena. Jackson y Yoko se peleaban, y los Separé. Subí a bañarme. Katz, aunque ya habían pasado más de 30 minutos desde que me levanté de la cama, precisamente en ese momento entró al baño. 

martes, 21 de junio de 2022

the line begins to blur


llueve y el preticor atraviesa la puerta del patio que permanece semiabierta todo el día. jackson duerme sentando en su posición de esfinge egipcia en una silla, debajo de la mesa. el preticor inunda mis fosas nasales, y pienso cómo entran moléculas odoríferas en mis fosas nasales y cómo se transducen en señales eléctricas en el bulbo olfatorio y cómo luego estas señales viajan a la corteza olfativa y luego se comunican con otras regiones de la corteza y me hacen recordar un millón de cosas.

el preticor y el sonido de la lluvia y de la canción de Nine Inch Nails que estoy escuchando me hacen recordar otros días lluviosos, cuando Katz –mi único amor verdadero– y yo éramos novios y yo comenzaba a dar clases como profesor de asignatura en la facultad de psicología en la UNAM, y caminábamos horas y horas por La Condesa, antes de que se volviera un lugar de moda, y nos tomábamos un café en algún lugar o nos sentábamos a platicar y a fumar Camel en El Parque España, o buscábamos dónde vivir y entrábamos a algunos edificios que tenían departamentos en renta y los tipos que nos atendían nos miraban de arriba abajo –no cumplíamos sus expectativas– y nos decían que teníamos que pagar miles de pesos de adelanto, de estacionamiento, de gas, de luz, de agua y de renta, y esperaban que les dijéramos que ya no queríamos ver el departamento. pobres idiotas. nosotros hemos vivido en varios lugares ya –Xola, Agua Caliente, Lerma, San Mateo Atenco–, tenemos una vida feliz, convivimos con tres gatos geniales, he tenido trabajos muy privilegiados, tengo siete guitarras eléctricas y una esposa que me ama, y ellos probablemente siguen mostrando departamentos y esperando a que llegue una estrella de cine a hacerlos famosos.   

el preticor también me recuerda ese perfume que Katz usaba en aquellos días lluviosos de caminatas por La Condesa. se lo compró otra vez hace unas cuantas semanas y detonó mil recuerdos en mi cerebro, y me levanto de mi asiento y la música de Trent Reznor me remonta a otra época muy distante, cuando era un idiota y estaba atado emocionalmente a una mujer y viajé, con todo el dinero de mi primer sueldo como profesor en la Ibero, a La Riviera Maya y me gasté casi todo en una estancia absurda –pagué $100 USD de renta, en una casa en la que apenas estuve dos semanas, y no nadé ni una vez en el mar Caribe– y regresé a la ciudad de México sintiéndome más idiota todavía.

A ese viaje me llevé un disco compacto con canciones de Nirvana y de Nine Inch Nails, y estuve escuchándolos casi todos los días, mientras esa mujer y su esposo trabajan como hostess y como mesero (respectivamente) en diversos hoteles, y yo me quedaba solo en la casa y fumaba Argentinos y leía una novela aburridísima y pretenciosa de Javier Marías y me ponía a escribir.

La música también me remonta al concierto de NIN en El Palacio de Los Deportes, en el 2005, cuando también estaba solo y buscaba desesperadamente acabar con esa soledad. 

viernes, 10 de junio de 2022

todas las cosas que todos debemos hacer



Lo odio con todo mi corazón. Entro en la zona, después de haber hecho mil cosas –por ejemplo: correr 5 kilómetros, lavar los trastes, darles comida blanda a los gatos, limpiar su arena, cambiarles su arena, barrer y trapear la casa, leer un par de horas, escribir un aburrido documento burocrático durante dos horas– y debo dejar de escribir, ¿para qué? ¡PARA COMER!

Luego de comer, me da sueño, me siento pesado, como un parásito que vive en constante hibernación después de comer, y cuando logro despabilarme y trato de escribir otra vez, resulta imposible. Me encuentro en otra frecuencia, en una frecuencia en la que estoy mentalizado a hacer todas las cosas que todos tenemos que hacer. 

Lo odio con todo mi corazón.  
Así van pasando los días y cada mañana comienzo a escribir en alguno de mis blogs y tengo que dejar de hacerlo PARA COMER y luego se repite el ciclo: no puedo escribir y estoy mentalizado para hacer todas las cosas que todos tenemos que hacer. 

jueves, 9 de junio de 2022

je pense très fort à toi

En este sueño perdido del primer fin de semana de febrero y que recuerdo ahora que el cielo se cae y gracias a los garabatos y a las anotaciones que hago en una decena de libretas todo el tiempo, y gracias a que esta libreta en particular y gracias a que estas hojas en particular en las que escribí sobre este sueño llegaron en este momento a mis manos y a mis ojos, justo cuando Yoko y Gatusso me maúllan y se cae el cielo y el sol es un recuerdo distante y los gatos con sus maullidos me intentan decir que quite a The Mars Volta porque no soportan el escándalo o porque intentan decirme que les dé comida blanda por tercera vez en el día, tú me llamabas por teléfono –quién sabe por qué apareciste en mi sueño; no recuerdo haberte invocado antes de dormirme– y yo estaba buscando enloquecidamente un empleo y juntando documentos engorrosos para llenar una solicitud de empleo, y la llamada que hacías estaba llena de estática y se entrecortaba y entonces decidías hacer una videollamada y entonces veía parte de tu casa, y era enorme y estabas en un estudio enorme y tenías una Mac en un escritorio de caoba y había una ventana enorme en el estudio que iluminaba el escritorio de caoba, y todo estaba en armonía con un suelo de duela de madera, y una mujer que parecía tu compañera sentimental permanecía de pie a tu lado, y yo recordaba que recientemente me habías platicado que tenías problemas económicos y me confundía la situación, pues, a juzgar por tu casa, no parecía que tuvieras problemas económicos y entonces me intrigaba tu situación y quería saber qué significaba para ti tener problemas económicos, y me encontraba en estos pensamientos vagos cuando recibía otra llamada telefónica de otra mujer y entonces tu voz y la voz de la otra mujer se confundían y la estática de mi línea telefónica hacía imposible cualquier tipo de comunicación entre los tres y eso me enfurecía y me frustraba, pues ni siquiera sabía exactamente qué querían contarme cada una de las dos, y me resignaba y me acordaba de aquella ocasión, mucho antes de que conociera a Katz, cuando tú y otra amiga tuya y yo nos encontramos circunstancialmente en Ciudad Universitaria y nos fuimos a beber al Centro Histórico y comenzamos alrededor de las cuatro de la tarde en una tienda detrás de las ruinas del Templo Mayor y acabamos después de visitar dos o tres cantinas y bares alrededor de las dos de la mañana en La Alameda Central, y nos emborrachamos tanto que todo parecía formar parte de una ensoñación sin consecuencias, como si existir formara parte de la alucinación de un sueño dentro de otro sueño, y me resultó imposible no recordarte en otra ocasión en la que habíamos salido a beber los tres y en la que también nos emborrachamos y en la que te besaste con un desconocido en un bar y luego volviste medio tambaleándote a la mesa y nos dijiste que habías sentido la erección del desconocido en una de tus piernas y sonreíste, y desde entonces no pude apartar esa idea de mi cabeza y me obsesioné con tus labios y también te quise besar, y alrededor de las dos de la mañana en La Alameda Central fue el momento propicio para que te lo dijera, y entonces guardaste silencio y los dos sabíamos que tu amiga se sentía atraída por mí, y sin embargo tú accediste y tú y yo nos besamos y todo mundo estaba tan ebrio que todo parecía parte de una ensoñación y no recuerdo exactamente cómo fue el beso pero sí recuerdo que antes de que nos besáramos me dijiste que no sólo lo hacías porque Samantha era tu amiga o que sólo lo hacías porque Samantha era tu amiga, y jamás he analizado qué era más probable que dijeras, y me quedé atontado por ese breve roce entre tus labios y mis labios y no podía creer que hubiera ocurrido finalmente y que pudiera tener para mí mismo el recuerdo de esa sensación fugaz de tus labios alcoholizados y ardientes sobre los míos, y ahora mismo pienso que también había otro tipo con nosotros tres y que tú lo habías llamado por teléfono en algún punto de esa tarde y que ese tipo terminó casándose con tu amiga y que probablemente desde entonces ella le interesaba a él y que probablemente tú lo habías llamado para que ellos dos tuvieran la oportunidad de estar juntos y para que tú y yo tuviéramos la oportunidad de tratarnos en un nivel más íntimo, pero, quién sabe, tal vez sólo divago, pero de cualquier forma todas estas ideas acabarán en un relato, y ahora mismo recuerdo que antes de que te besaras con el desconocido y dijeras que habías sentido su erección en una de tus piernas –¿por qué lo dijiste?–, ya te había visto ebria en una fiesta en casa de tus papás y tu ebriedad y tu impulsividad me habían vuelto loco y había presentido en esa fiesta que podríamos habernos besado, pero entonces tenías una pareja, y ahora mismo recuerdo que hace un par de semanas cambiaste tu fotografía de perfil en Facebook y que en esa fotografía te ves justamente como te recordaba en aquella fiesta. 

domingo, 5 de junio de 2022

sueño perdido de una noche de febrero


Abro los ojos y medio miro el reloj en la mesita de noche. Son las cuatro de la mañana y me duelen los ojos, me duele el cansancio, me duele pensar levantarme de la cama, me duele imaginarme las rutinas que deberé seguir: picotearme un dedo, medirme la glucosa, darles comida blanda a los gatos, ponerme mi ropa para correr, salir a correr... El frío inunda la estancia como la caricia de una muerte chiquita, y las ganas de orinar se han vuelto insoportables. La punzada de la necesidad de orinar surca la entrepierna como un trasatlántico, y se convierte en una sensación primordial y captura toda mi atención. 

El frío que inunda la estancia me sacude el cerebro, como cuando alguien te arroja a una alberca con el agua helada o como cuando alguien te golpea la cabeza y ves estrellitas durante algunos segundos. Siento que el frío anida en mi piel como el huevecillo de un virus letal, y me resulta imposible ignorarlo. 

Bostezo y tomo la decisión más difícil del día: levantarme de la cama, ir a orinar al baño y ya no volver a acostarme. Hay cinco minutos en los que podría quedarme en la cama y volver a soñar, o levantarme de la cama y condenarme a hacer las cosas que hago todos los días y volver a la cama rendido hasta las 10 de la noche y leer o ver alguna serie en Netflix y quedarme dormido a las 11 ó 12 de la noche. 

Pongo un pie fuera de la cama y lo dejo caer en el suelo. Siento la textura del tapete y el contacto es tan suave y reconfortante que me pregunto si podría aguantarme las ganas de ir a orinar unos minutos más, pero mi vejiga dice ¡NO! Así pues, dejo caer el otro pie al suelo y, finalmente, me incorporo de la cama. 

Me calzo los Vans viejos que se han convertido en mis pantuflas y mientras camino hacia el baño y el calambre trasatlántico en la entrepierna me duele como una marca de hierro incandescente medio recuerdo lo que soñé y no entiendo por qué a veces sueño a personas en las que no pienso en todo el día. También vuelvo a pensar que ya valió madre: que cuando esté orinando y mis ojos y mi conciencia se vayan aclarando, ya no volveré a la cama. Se acabó: soñé las horas que tenía que soñar; dormí las horas que tenía que dormir. Es mi condena. Arrastro esta condena desde hace varios años. 

Todos los días me levanto de la cama en las mismas condiciones que hoy: tengo ganas de orinar o tengo frío, o las dos cosas. El resultado es el mismo: aunque esté somnoliento y vuelva a la cama sintiéndome cansado, incluso después de orinar o de echarme encima un montón de cobijas, ya no puedo volverme a dormir, y permanezco tumbado en la cama buscando en vano una posición adecuada. Transcurren las horas y amanece y yo sigo igual: intentando conciliar el sueño o pensando en tonterías. Ocasionalmente, no tengo ni ganas de orinar ni frío, pero tengo pesadillas horribles y me despierto asustado y ya no puedo conciliar el sueño.

Generalmente, cuando reconozco que no podré volverme a dormir, quiero aprovechar el tiempo y me vuelvo a levantar de la cama y me pongo a escribir tonterías inconexas en alguno de mis blogs o en alguno de los mil y tantos archivos en Word que tengo en espera en alguno de los rincones de las carpetas de la computadora, o me quito la pijama y me pongo mi ropa para correr y les doy sus porciones de Royal Canin a los gatos y hago unas flexiones y salgo a correr treinta minutos. 

Mientras realizo alguna de estas cosas que haya decidido hacer, lucho contra la somnolencia, me abofeteo dos o tres veces y me resigno: sé que es mi condena y que todo el día estaré cansado y somnoliento. Es un círculo vicioso que me hace recordar los problemas de insomnio que tenía el narrador de El Club de la pelea, aunque sé que lo mío no es exactamente insomnio, sino mi incapacidad para mantenerme dormido. 

La orina cae en el water como una lenta cascada, y me alivia tanto como imagino que podrían aliviarme otros quince minutos de sueño profundo, y recuerdo con más claridad el último sueño que tuve. Estaba en un recinto gris que parecía un separo del Ministerio Público, pero había una reunión con ex compañeros de la secundaria. Todos estaban en sus grupitos de entonces, cuando éramos adolescentes e íbamos a la secundaria. Yo me sentía excluido, como entonces, pero más conservado (físicamente) que la mayoría de ellos y trataba de integrarme en sus conversaciones, pero todos me ignoraban. 

Me preguntaba qué demonios hacía allí, en esa reunión, y confundía la realidad con los sueños: en la realidad, en el grupo de Facebook de ex compañeros de la secundaria (alguien lo formó por ahí del 2008), a alguien (¿la misma persona que formó, por ahí del 2008, el grupo de ex compañeros de la secundaria en Facebook?) se le ocurrió proponer una reunión dentro de algunos días. Yo no le encuentro sentido asistir a esa reunión (en la realidad): para empezar, no me gustan las reuniones, ni vivo en la misma ciudad que ellos; para terminar, algunos de mis ex compañeros y yo no somos amigos ni en la realidad ni en la virtualidad de las redes sociales –algunos de ellos, incluso después de haberme enviado solicitud de amistad, de buenas a primeras, me eliminaron de sus contactos en Facebook. 

Me daría mucho gusto ver a algunos ex compañeros con quienes, curiosamente, después de más de veinte años de no vernos y de nunca habernos llevado en la secundaria, he consolidado una relación más o menos estable en Facebook por más de cinco años, pero a esos otros ex compañeros que hasta me eliminaron de sus contactos en Facebook, ¿por qué quisiera verlos?

Esta reflexión me lleva a preguntarme qué los llevó a enviarme solicitud de amistad y luego a eliminarme de sus contactos de Facebook. Vagamente recuerdo que, además de no haber sido grandes amigos –ni en la secundaria teníamos intereses en común; mucho menos ahora–, alguna vez compartí en ese grupo de ex compañeros en Facebook algo que escribí sobre Nirvana en uno de mis blogs –alguien del grupo quería alardear sobre cuánto sabía de rock y de Kurt Cobain, pero se veía a leguas de distancia que era un farsante, y no pude resistirme a la tentación. 

Me sacudo las últimas gotas de la orina y me dispongo a acomodarme el boxer y el pantalón de la pijama, cuando tengo un insight: esa es la razón por la que les caí mal; les parecí un presumido. 

También recuerdo que, en ese mismo blog, hice una especie de crónica medio ficticia y medio autobiográfica sobre una quema del burro en la que uno de estos ex compañeros a los que seguí viendo en la prepa se comportó como todo un ojete. Ese día de la quema, después de que algunos estudiantes y algunos porros detuvieron a un camión de refrescos en una calle cercana a la prepa y se robaron varios refrescos, algunos compañeros y yo nos dirigíamos al metro y en el camino nos detuvo una patrulla y nos llevó a los separos del MP. Nosotros no habíamos hecho nada: ni habíamos detenido al camión de refrescos, ni habíamos robado refrescos. Acaso nuestro máximo delito era vestir fachosos, como vagabundos y punks –íbamos a un concierto de rock a Ciudad Universitaria. 

Fue una experiencia horrible. Los patrulleros nos trataron como delincuentes, nos metieron a un cuarto con narcomenudistas y con delincuentes de verdad, nos hicieron quitarnos cinturones y agujetas... Mientras todo esto pasaba, este ojete ex compañero salía de otro separo del MP con su novia –a ellos también los habían detenido, aunque se veían como 'personas de bien'– y nos miró y nos sonrío, y un sujeto –a lo mejor era su papá– quién sabe qué hizo pero consiguió que a él y a su novia los dejaran ir. Mientras escribo estas líneas, aún recuerdo la sonrisa del ojete ex compañero cuando nos miró. Su mirada decía 'Rásquense con sus propias uñas'. Tal parece que ahora es abogado.

Medio me lavo las manos, me veo de reojo en el espejo del baño y cavilo. Vuelvo a tener un insight y me pregunto si cabe la posibilidad de que los ex compañeros que me enviaron solicitud de amistad en Facebook –¿en el 2008?– y que luego me eliminaron de sus contactos –¿unos meses después?–, hayan leído esta entrada de la quema del burro, hayan atado cabos –cuando escribo esta clase de crónicas medio ficticias y medio autobiográficas, nunca uso los nombres reales de nadie, pero doy pistas– y hayan tomado partido... A lo mejor les estoy dando mucho crédito, y el asunto es más simple: tal y como sucedía en la secundaria, ellos siguen creyendo que no tengo nada interesante que aportarles... o, simplemente, les parezco un presumido.