Se acomodó en el asiento y me miró de reojo. Encendió la radio, sincronizó su teléfono a la radio y puso No Code. Los primeros acordes de “Sometimes” me remontaron brevemente a otros tiempos, cuando estaba en los últimos semestres de la carrera, hacía ya más de veinte años, cuando Karina y yo teníamos una relación tormentosa y fumamos yerba en una cabaña de Cuernavaca y ella se puso muy mal y acabó confesándome –vaya sorpresa– que aún no superaba a su ex.
Moví la cabeza de un lado a otro, como para desasirme de esos recuerdos.
«¿Todo bien, Doc?», me preguntó.
Le contesté que sí y me dejé envolver por el aura que parecía rodearla. La luz del sol le daba un fulgor castaño a su cabellera negra y a sus ojos color almendra. Era como si un millón de átomos castaños flotaran a su alrededor. ¡Cuántas veces había recreado ese rostro y esos ojos y esa cabellera que tenía a unos centímetros de mí, al volver a la casa, después de haber estado en el comedor de la escuela con Ana!
Luego, pasó una mano sobre el volante y me sonrió con su amplia sonrisa. También había recreado cientos de veces esa sonrisa, al volver a la casa, después de haber estado en el comedor de la escuela con Ana! Esa sonrisa me atraía de un modo magnético y parecía devorarme. Con la otra mano, Ana acomodó esa cosa que es como un espejo retrovisor y a la vez una visera que les permite cubrirse del sol al piloto y al copiloto. Iban a dar las cinco de la tarde, pero era un día soleado.
Mientras lo hacía, contemplé ese par de lunares que, quién sabe por qué, desde el primer momento en que los vi, en el segundo o tercer jueves del último mes en el que habíamos comido juntos, se convirtieron en una especie de maldición. Quién sabe por qué, desde ese momento en que los vi, sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago, imaginé que acabaría acariciándolos, nuestras manos enlazadas, los dos tumbados en una cama, olvidándonos de la realidad.
Volvió a sonreírme. Carraspeé. Me sentía muy excitado, no podía creer lo que estaba ocurriendo y lo que iba a ocurrir. Le devolví la sonrisa. Ella pasó la mano de los lunares por mi hombro, más o menos como lo había hecho después de cada comida de los últimos cuatro o cinco jueves, cuando nos despedíamos, pero lo hizo de un modo más íntimo.
«¿A dónde vamos?», me preguntó. Ajustó la visera del parabrisas y brevemente la luz del sol le iluminó el rostro otra vez. Me quedé embelesado durante unos segundos por la forma en que la luz del sol acentuaba el fulgor de sus ojos castaños. Los había visto tantas veces en secreto mientras hablábamos sobre cualquier cosa en el comedor, cada jueves del último mes.
Suspiré.
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