jueves, 31 de octubre de 2024

You're In The Jungle, Baby


Volví al departamento después de tener un día malo. Me tumbé boca abajo en la cama. Yoko, la gatita, se me subió en la espalda. Ronroneó. Sentí un alivio momentáneo, la normalidad que no había sentido más que dos o tres veces, brevemente, cada día, desde casi un año. Tantos medicamentos, tantas consultas médicas, tantos recorridos en el metro desde la universidad hasta el Hospital Ángeles. Todo comenzó una noche del 2014. El mundial de futbol estaba terminando, había adquirido la costumbre de beber y de fumar y escribir. Escuchaba a Cloud Nothings y de pronto sentí atorado algo en la garganta. Carraspeé varias veces, sólo sentía algo atorado en la garganta, el alcohol y la mota me malviajaron. Empecé a ponerme ansioso. Tomé agua, la sensación se intensificó, no podía ignorar que sentía algo atorado en la garganta, carraspeaba una y otra vez, la sensación seguía allí, Cloud Nothings se convirtió en una banda de terror, pasé la peor noche de mi vida. Las interminables noches con gastroenteritis, tumbado en la cama, hecho ovillo, con un intenso dolor abdominal, incapaz de ignorar el dolor, contando cada segundo hasta el amanecer, comparadas con el ERGE, eran una simple cortada de papel en un dedo, una raspada en la rodilla por haber tropezado. 

Yoko seguía ronroneando. El sol entraba por la ventana. Iban a dar las dos de la tarde. Había salido de la universidad muy temprano, todo el camino a pie desde el Edificio S hasta Rojo Gómez me la pasé carraspeando, tragando saliva, sintiendo cómo la saliva no paraba, mi garganta estaba llena de saliva y de flema, como cuando estás acatarrado y no te cuidas y todo el tiempo estás tragando saliva y flema, excepto que yo no estaba acatarrado, tenía ERGE, me costó visitar a un par de especialistas y someterme a una endoscopía en un sanatorio de la Colonia del Valle, obtener ese diagnóstico. El primer médico, un hombre tan obeso que apenas podía respirar, me preguntó cuáles eran los síntomas. Cuando terminé de describírselos, me recetó clorfenamina compuesta y me dijo que lo más seguro era que tuviera faringoamigdalitis, que seguramente mi estilo de vida era muy sedentario, que seguramente fumaba tabaco todo el día, que seguramente bebía alcohol a todas horas, que seguramente sólo comía en el McDonald's... Ya sabes, esa clase de cosas que te dicen los médicos que creen que todas las personas somos genéricas.
  
La caminata hasta Rojo Gómez me había dejado exhausto. Me dolía la garganta, la tenía irritada por estar incesantemente tragando la saliva y la flema que generaba incesantemente mi sistema nervioso autónomo como respuesta a los jugos gástricos que ascendían desde el estómago y que quemaban el esófago. El gastroenterólogo ya me había advertido que no podía vivir eternamente en esas condiciones, que la constante erosión del esófago provocaría esofagitis y que la esofagitis podría provocar un tumor cancerígeno. Tumbado en la cama, con Yoko en mi espalda, sintiendo su cuerpo y sintiendo cómo los rayos del sol atravesaban la ventana, me pareció tan triste que Guns N' Roses fuera a dar un concierto esa tarde y que Lizzie y yo tuviéramos boletos de Zona General y que yo me sintiera del carajo. Después de más de veinte años, Axl y Slash volvían a subirse juntos a un escenario, Guns N' Roses era la primera banda de rock que me había vuelto loco en la adolescencia –el video de “Estranged” que pasaban constantemente en la tele en el verano de 1994, había cambiado mi switch sobre el significado de la música–, y ése sería el primer concierto de Guns N' Roses al que asistiría. Pero me sentía mortalmente cansado. 

Como casi todos los días previos durante casi un año, había ido a la universidad, había sobrevivido a las náuseas y había intentado trabajar, ni siquiera podía permanecer concentrado más de cinco minutos, los ataques de ansiedad provocados por las náuseas me obligaban a salir del cubículo y caminar y despejar mi mente. Mi vida era horrible. No le veía el fin a esa tortura, a sentirme del carajo, sin ganas de nada, considerando la posibilidad de regalarle los boletos a alguien más.

domingo, 27 de octubre de 2024

My Skeleton Won't Tell


Había salido a jugar futbol por la mañana con tus amigos, en ese paraje de pasto junto a Chapultepec y Constituyentes, como veníamos haciendo desde poco más de dos meses cada domingo, y ellos se lo tomaban muy en serio, iban con jerseys de sus equipos favoritos y con sus tachones Adidas, y hasta tenían porterías que habían mandado a hacer con un herrero, y no eran de tamaño oficial pero tenían un buen tamaño y se veían muy profesionales, hasta tenían redes, y uno de ellos llevaba el balón oficial de la Liga de futbol. En otra época, ellos y yo nos habríamos llevado muy bien, tal vez si los hubiera conocido cuando era Profesor Visitante, o hasta cuando era posdoc o estudiante de doctorado, pero cuando los conocí no era una buena época para mí. 

Fuimos juntos al kínder y a la primaria y dejamos de vernos toda la secundaria, toda la prepa y toda la universidad, y apenas nos habíamos visto una vez en un camión de pasajeros, tal vez en 1997, en los primeros días en la Facultad de Psicología, en Ciudad Universitaria, tú me dijiste que estudiabas en una universidad de esas que sólo conocía uno en los anuncios del periódico, y luego nos habíamos encontrado otra vez en una reunión de nuestras familias en el 2006, y entonces yo tenía pocos meses sin hacer absolutamente nada en la academia, en octubre del 2004 había realizado mi examen de grado de la licenciatura y a principios del 2005 había pasado por la Ibero como Profesor de Asignatura y en el verano del 2005 había hecho un tonto viaje relámpago a Playa del Carmen, más bien por la insistencia de Lulú –ella y Mike necesitaban a alguien que les ayudara a pagar la renta del departamento en el que vivían, y yo fui un idiota que mordió el anzuelo y que estuvo allí un par de semanas y que no hizo otra cosa más que fumar y caminar por la playa y leer al aburridísimo y petulante Javier Marías–, y, en fin, durante casi diez años no había sabido nada de ti y en esos diez años había vivido cosas estupendas, pero justamente en esa época en la que jugábamos futbol cada domingo con tus amigos en un paraje de pasto junto a Chapultepec y Constituyentes, todo se había ido al carajo: Lulú ya era historia para mí, yo era historia para Lulú, no tenía dinero, no tenía jerseys de los Pumas, no tenía tachones Adidas, no estaba pasándola nada bien y no tenía claro nada sobre mi vida, más bien me decía a mí mismo que estaba en un periodo de transición.

Lavaba mis viejísimos tennis, unos Vans que tenía desde la prepa y que usaba para jugar futbol, también había tenido unos Lotto de futbol rápido que habrían sido geniales para llevármelos cada domingo a jugar con tus amigos pero quién sabe dónde estaban, tal vez mi mamá los había regalado o tirado a la basura, había conseguido un absurdo trabajo temporal de un par de días, estaba por salir a la terminal de autobuses de Observatorio, haría un viaje relámpago a Morelia, entregaría unos documentos para una licitación de obra pública, y, mientras mis manos sujetaban el cepillo y tallaban las agujetas, me preguntaba qué diablos ocurría conmigo, por qué estaba estancado, tú y yo éramos de la misma edad, habíamos sido súper amigos en una etapa lejana, nos habíamos encontrado en un camión de pasajeros en los primeros días de mi vida universitaria, y al cabo de todo ese tiempo las cosas habían cambiado mucho: tú tenías un trabajo estable, un auto propio y unos amigos que se tomaban en serio el futbol y que se divertían cada domingo; yo no tenía nada, excepto un título de licenciatura que reflejaba dos o tres años de trabajo experimental en cajas operantes de Skinner, que había involucrado muchos días laborales, muchos fines de semana, muchos días feriados y una que otra Navidad y Año Nuevo. ¿Te envidiaba? Entonces no lo veía así, no lo sentía así, más bien me veía a mí mismo en un periodo de transición, pero, en retrospectiva, sí. Pero no te envidiaba por tu trabajo estable o por tu auto propio, ni siquiera por tus amigos que habrían sido amigos geniales para mí en otra época. Te envidiaba porque representabas todo lo que yo no quería hacer, todos mis conflictos con la sociedad, con el capitalismo y con el trabajo. Te envidiaba porque habías entrado al juego de la vida. Yo me rehusaba a seguir la corriente, a convertirme en un zombie de la sociedad, a hacer cualquier cosa lucrativa, a dedicar mi vida a una actividad esclavizante que el dinero me permitiera tolerar. 

He tenido momentos mejores desde entonces, he tenido momentos malos desde entonces, pero éste sería el momento ideal para vernos otra vez y para ir a jugar futbol con tus amigos otra vez. Pero supongo que algunos ya son abuelos o bisabuelos, tal vez algunos tienen hijos en la universidad, tal vez otros están en pésimas condiciones físicas o ya murieron. Yo salgo a correr desde hace más de tres años, al menos tres veces por semana. Apenas el viernes corrí 7 kilómetros. En promedio corrí cada kilómetro por debajo de 5 minutos. Ha habido meses en los que corro diariamente 10 kilómetros y cada kilómetro, en promedio, en 4' 24''. 

sábado, 26 de octubre de 2024

Shimmer Like A Girl


Siempre dejabas tu cartera sobre la mesa y yo le echaba un vistazo a tu mochila sobre la silla, y me preguntaba «¿Por qué siempre lo hace?, ¿acaso es una señal?, ¿acaso confía tanto en mí?, ¿sólo le vale madre?», y tu boca entonces se abría de par en par, se transformaba en un portal de luz, y sonreías y el sol que atravesaba el comedor como un torbellino silencioso le daba un brillo espectacular a tu escandaloso cabello color castaño, y tus ojos color almendra eran un puñetazo en el estómago, sentía que había algo allí, una especie de electricidad surcando cables invisibles entre nosotros, y luego te levantabas de tu asiento y te pasabas el cabello por detrás de una oreja y por un momento me recordabas a esa otra chica que conocí en la prepa, se llamaba Carolina y era más grande que yo y siempre se pasaba el cabello por detrás de la oreja y me volvía loco, y luego volvía a la realidad, y allí seguía tu cartera sobre la mesa y yo volvía a echarle un vistazo a tu mochila sobre la silla, y allí estabas otra vez, en esa realidad inundada por la luz del sol que era un torbellino que arrasaba con el comedor, y caminabas de esa manera singular, moviéndote ligera y tibia, y pesada y agonizante, como una bailarina de flamenco que se retiraba del escenario después de una mala noche, y no puedo apartarte de mi cabeza y tengo náuseas y toso y se me cierran los párpados y escucho a Veruca Salt y van a dar las seis de la mañana y sé que nunca volveré a verte y me acuerdo del aroma de tu perfume.  

sábado, 19 de octubre de 2024

Más o menos bien

Sonaba “Más o menos bien” y yo estaba ídem, con varios litros de Jim Beam estallando esporádicamente en mi sistema nervioso central, a punto de que todo, incluyendo sentirme una malísima copia de José Agustín, me valiera madre, pero el remordimiento era más fuerte que ese estado de semi inconsciencia. 

Había hecho enojar a Lizzie otra vez. 

La música y las luces de El Pata Negra me embotaron, me dio un ataque de tos, me faltó el aire, y me transportaron a un malviaje, como el de aquella noche en casa de Tobías, cuando habíamos fumado una hidropónica muy potente y Lizzie y yo nos quedamos en silencio, en medio de la sala, mientras Tobías y sus amigos escuchaban alguna triste canción de José José y yo sentía que estaba al borde de un ataque de ansiedad y quería vomitar y no quería precipitarme en el abismo de ese pensamiento que merodeaba mi mente –«¡Te sientes mal, y te sentirás peor!»– y que me llevaría a hiperventilar, pero, de pronto, la gente, coreando la canción y moviendo las manos en lo alto, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, en una fabulosa comunión con la banda, dejó de ser un espejismo, me despertó y me devolvió a la realidad. 

A lo mejor todos ya estábamos más o menos ebrios –excepto Lizzie, quien, desde entonces, era la única que se mantenía sobria siempre–, y, tal vez, una groupie de Nos Llamamos me había puesto una mano en el hombro y el contacto con la tibia piel de otro ser humano me hizo reparar en que no estaba soñando, en que no estaba a punto de hiperventilar en casa de Tobías, sino en que la groupie y yo estábamos de pie, a menos de un metro del escenario, y que todo eso habría podido convertirse en una experiencia feliz, excepto que no podía apartar mis pensamientos de Lizzie, de lo que ella significaba para mí, de que siempre la hacía enojar con tonterías, de que era tan idiota que nunca podía quedarme con la boca cerrada, de que era tan idiota que no podía darme cuenta de lo fabulosa que era conmigo.

Bajé la mirada, carraspeé, me quité la mano de la groupie de encima, ya no era un contacto reconfortante sino una invasión a mi espacio, y escuché:

«¡Todas las canciones las canta igual!»

Que era lo que Lizzie me decía cuando ponía por tercera o cuarta ocasión consecutiva La Dinastía Escorpio en el reproductor de discos compactos. Estaba obsesionado con ese álbum. Casi tanto como me había obsesionado Hasta Ahora Todo Va Bien, el álbum debut de esa banda que sonaba un poco a Sonic Youth y que había tocado varias veces con Nos Llamamos. Lizzie y yo vivíamos en un pequeño departamento en Xola y casi todos los fines de semana escuchaba La Dinastía Escorpio, y Lizzie, con toda razón, ya estaba harta. No le gustaba el cantante, decía que todo lo cantaba igual, y yo discutía con ella, a lo mejor en esos momentos ya me había tomado varios whiskies baratos, y no aceptaba que ése era su punto de vista. 

La Dinastía Escorpio era el álbum de Él Mató A Un Policía Motorizado que traía “Más o menos bien” –esa canción que estaban tocando en vivo, en la realidad de ese estado semi inconsciente que me arrastraba como una ola salvaje hacia afuera, hacia donde transcurría esa fabulosa comunión entre la banda y el público, y luego hacia adentro de mí mismo, hacia donde no había nada más que una oscura luminosidad de malos viajes con otros agentes químicos–, a menos de un metro de mí, entre esas manos que se movían en lo alto, de derecha e izquierda y de izquierda a derecha, y que parecían un espejismo mientras varios litros de Jim Beam iban estallando en mi sistema nervioso central y me sentía una malísima copia de José Agustín y al mismo tiempo me encontraba en un estado de semi inconsciencia.

Una especie de claridad subió desde mis entrañas hasta mi cabeza y me sentí miserable, y me pregunté cuándo había comprado ese álbum –¿acaso lo había comprado en otro concierto?, ¿acaso Él Mató A Un Policía Motorizado había tocado otras veces con Nos Llamamos?, ¿acaso me había obsesionado con ese álbum como me había obsesionado con Hasta Ahora Todo Va Bien, de Los Silencios Incómodos, esa banda que sonaba un poco a Sonic Youth y que me encantaba y que también había tocado varias veces con Nos Llamamos?–, y también me pregunté cosas más importantes: ¿por qué no podía dejar de ser un idiota...?, ¿cuánto tiempo más me soportaría Lizzie...? 

Apenas íbamos a cumplir tres años viviendo juntos y yo ostentaba el récord de provocar discusiones sin sentido y ella siempre era más lista que yo y me ignoraba, pero esa noche había sido la excepción –quizá ya la había hartado con mis recurrentes arranques de ira y de infantilismo, quizá esa noche en verdad estaba furiosa, quizá esa noche era el fin de los tiempos–, y, entre todas esas manos que se movían de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, por primera vez desde que escuchaba incansablemente La Dinastía Escorpio, me dio la impresión de que el cantante, tal y como me lo había dicho Lizzie en innumerables ocasiones, cantaba todo igual, todo lo cantaba en el mismo tono, y tuve un insight: nunca vas a cambiar, necesitas ayuda profesional, tienes un problema con tu control de ira.

No pensaba realmente en esa película en la que actúa Jack Nicholson, pero ésa era la idea.

Debió de ser junio o julio del 2013, aún no demolían El Plaza Condesa, Lizzie y yo íbamos a cumplir tres años en ese pequeño departamento en Xola que era como un congelador, apenas le daba el sol, Kilitos de Amor era un gato bebé, yo acababa de publicar un paper como primer autor, el doctorado se estaba convirtiendo en un infierno, mi tutor y yo nos llevábamos del carajo, los síntomas de esa espantosa enfermedad que me llevaría al quirófano años más tarde aún no salían a la superficie, esa noche habían tocado Nos Llamamos y El Mató A Un Policía Motorizado tenía diez o quince minutos en el escenario de El Pata Negra.

Ya pasaron casi diez años desde entonces, algunas cosas siguen igual y otras han mejorado y otras han empeorado, Kilitos de Amor ya es un senior cat y vino a llamar mi atención mientras escribía y se subió al escritorio y luego me pasó una de sus patitas sobre el rostro y se quedó unos minutos como estatua y después se fue, y van a dar las siete de la mañana y es sábado y Lizzie no está enojada conmigo.

domingo, 13 de octubre de 2024

Is there room enough for both of us?


Se acomodó en el asiento y me miró de reojo. Encendió la radio, sincronizó su teléfono a la radio y puso No Code. Los primeros acordes de “Sometimes” me remontaron brevemente a otros tiempos, cuando estaba en los últimos semestres de la carrera, hacía ya más de veinte años, cuando Karina y yo teníamos una relación tormentosa y fumamos yerba en una cabaña de Cuernavaca y ella se puso muy mal y acabó confesándome –vaya sorpresa– que aún no superaba a su ex. 

Moví la cabeza de un lado a otro, como para desasirme de esos recuerdos. 

«¿Todo bien, Doc?», me preguntó. 

Le contesté que sí y me dejé envolver por el aura que parecía rodearla. La luz del sol le daba un fulgor castaño a su cabellera negra y a sus ojos color almendra. Era como si un millón de átomos castaños flotaran a su alrededor. ¡Cuántas veces había recreado ese rostro y esos ojos y esa cabellera que tenía a unos centímetros de mí, al volver a la casa, después de haber estado en el comedor de la escuela con Ana!

Luego, pasó una mano sobre el volante y me sonrió con su amplia sonrisa. También había recreado cientos de veces esa sonrisa, al volver a la casa, después de haber estado en el comedor de la escuela con Ana! Esa sonrisa me atraía de un modo magnético y parecía devorarme. Con la otra mano, Ana acomodó esa cosa que es como un espejo retrovisor y a la vez una visera que les permite cubrirse del sol al piloto y al copiloto. Iban a dar las cinco de la tarde, pero era un día soleado. 

Mientras lo hacía, contemplé ese par de lunares que, quién sabe por qué, desde el primer momento en que los vi, en el segundo o tercer jueves del último mes en el que habíamos comido juntos, se convirtieron en una especie de maldición. Quién sabe por qué, desde ese momento en que los vi, sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago, imaginé que acabaría acariciándolos, nuestras manos enlazadas, los dos tumbados en una cama, olvidándonos de la realidad. 

Volvió a sonreírme. Carraspeé. Me sentía muy excitado, no podía creer lo que estaba ocurriendo y lo que iba a ocurrir. Le devolví la sonrisa. Ella pasó la mano de los lunares por mi hombro, más o menos como lo había hecho después de cada comida de los últimos cuatro o cinco jueves, cuando nos despedíamos, pero lo hizo de un modo más íntimo. 

«¿A dónde vamos?», me preguntó. Ajustó la visera del parabrisas y brevemente la luz del sol le iluminó el rostro otra vez. Me quedé embelesado durante unos segundos por la forma en que la luz del sol acentuaba el fulgor de sus ojos castaños. Los había visto tantas veces en secreto mientras hablábamos sobre cualquier cosa en el comedor, cada jueves del último mes. 

Suspiré. 

domingo, 6 de octubre de 2024

What do they know about love...?

Estoy sentado frente a la computadora por tercera o cuarta vez en lo que va del día, hace frío, son las seis de la tarde del domingo, ya me puse la pijama que compré hace rato en el Costco, había un montón de gente en el Costco pero no tanta gente como el martes, que fue día feriado porque Claudia Sheinbaum recibió la banda presidencial –¡la primera presidenta de México!–, y los ojos me lloran, me escuecen, tengo la nariz tapada y el cuerpo cortado, mi piel es un campo minado, y es la segunda vez que me enfermo en tres meses, o tal vez es la alergia estacional, una más de las razones por las cuales no me gusta esta época del año, y la odio, particularmente, porque, además, es la época del año en la que cumplo años (para mí, ya estamos en diciembre, ya cumplió años Jim Morrison, falta poco para que Eddie Vedder cumpla años y para que las familias se reúnan a cenar pavo y lomo relleno y ensalada de manzana, y para que el mundo mire el desfile en Times Square por televisión –¿suena “Over the rainbow”, de Israel Kamakawiwo'ole?–, y el año ya se acabó, y no puedo dejar de acordarme de todas las posadas del 20 de diciembre en las que me obligaron a escuchar “Las Mañanitas” y a soportar que un invitado genérico, que no tenía ni la más remota idea de quién era yo y cuánto odiaba los cumpleaños genéricos –no soy la clase de persona que usa como pretexto sus cumpleaños para mimarse y procrastinar, o que sube fotos de sus cumpleaños en redes sociales–, me aplastara la cabeza contra el pastel, mientras todos aplaudían y sonreían, y lo sé: no puedo superarlo, y tengo tantos prejuicios que no sé qué tipo de terapia sería la mejor para mí), pero, afortunadamente, cuando estoy a punto de precipitarme en el abismo, una canción de los Butthole Surfers inunda la estancia –What do they know about love, my friend...?, canta Gibby Haynes–, gracias Alexa, no reprodujiste a esa cursi banda pop llamada Melvins y que no tiene la más remota idea de que existen los Melvins de los 80, de Montesano, y suspiro, siento cómo el aire caliente inunda mis fosas nasales, y le doy otro sorbo al Jack Daniel's con Coca Cola –si fuera un ingenuo que no sabe nada de farmacología y que nunca ha tenido un malviaje, estaría preocupado, preguntándome si me voy a “cruzar” por mezclar loratadina, paracetamol y whiskey, pero sí estoy preocupado por el daño que le hago a mis riñones, por la cantidad de nefronas que han matado mis hábitos, por el daño que ha sufrido mi estómago, no sé qué tan saturada estará mi alcohol deshidrogenasa en este momento, cuando escupo estas líneas, y también estoy preocupado por el daño que ha sufrido mi hígado a lo largo de tantas décadas de atracones de alcohol en fines de semana–, pero empiezo a sentirme ligero, como la primera vez que tomé alcohol a escondidas, cuando acababa de volver a la casa de mis papás después de comprar el recién lanzado a la venta MTV Unplugged In New York, era la Noche Buena de 1994, acababa de terminar la secundaria, y me serví dos o tres vasitos de Johnnie Walker de la cantina de mi papá, estaba mortalmente aburrido, y subí a mi recámara y me los bebí en tiempo récord, mientras escuchaba a Kurt Cobain, desde el más allá, decirle a la audiencia de los Sony Studios de New York que iba a tocar una versión solista de “Pennyroyal Tea” y en la casa reinaba una atmósfera de funeral porque los abuelos maternos y paternos nos habían “dado el cortón” y no irían a cenar con nosotros– y, en fin, en el presente del domingo seis de octubre del 2024, mis ojos no son mis ojos ya, sino los ojos de otra persona, pero los ojos de esta otra persona anidan en las cuencas de mis ojos y son un par de granadas a punto de estallar. 

Cierro los párpados como si pudiera desasirme del par de granadas (que son los ojos de otra persona) que amagan con volar mi materia cefálica, y como si pudiera desasirme de esta maldición: en todo el día no he podido escribir; y no, no es 'el bloqueo del escritor'.

En la mañana, en cuanto me levanté (porque soñaba que unos evangelistas me bautizaban en una alberca y que Chinaski me pedía el divorcio en frente de todos los estudiantes del último curso que impartí; la clase de sueños que puedo tener después de terminar mi contrato temporal del 2024, después de haber visto Ed Wood, de Tim Burton, y después de haber tenido una discusión con Chinaski porque no le gustó Ed Wood, de Tim Burton, y porque yo mismo me siento mal por haber tenido un blackout provocado por el espíritu del vino de hace una semana y por haberle llamado la atención enfrente de mis colegas en un elevador) y todo estaba en penumbra y en silencio, vine a este mismo lugar, y me senté frente a la computadora, como ahora, y la encendí y me dispuse a escribir, como ahora, pero, al cabo de un par de minutos, cuando una idea comenzaba a fluir, cuando (creía) comenzaba a entrar en la zona, llegó Kilitos de Amor y maulló una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, y me pidió comida y atención. 

Tuve que abandonar lo que empezaba a escribir por la mañana, cuando Kilitos de Amor demandó mi atención, justo como ocurrió hace una semana (y lo que comenzaba a escribir esta mañana, igual que lo que comenzaba a escribir hace una semana, era una tontería con la que no conectaba del todo, una tontería colosal y pretenciosa sobre mi traumatizante experiencia en el Edificio S de X universidad durante el terremoto del 19 de septiembre del 2017, cuando era posdoc y estaba en el limbo de la academia), y cuando volví a sentarme frente a la computadora, después de darle de comer Royal Canin a Kilitos de Amor y a sus hermanos, y después de recoger la arena de Kilitos de Amor y de sus hermanos, releí lo que había escrito y lo que había escrito me pareció una tontería digna de las columnas semanales de uno de esos escritores “consagrados” a los que les pagan por escribir una columna semanal –lo que les da la gana: “me gustó el espectáculo del Superbowl; si no te gustó, es tu problema; no sabes de música; “el shrink anota quién sabe qué en su libreta, es fin de año y se me fue la onda”– en diarios de circulación nacional. 

«¡Cuánto me gustaría conocer a alguien que me pagara por escribir las mismas tonterías que escribo en mi blog!», me digo mentalmente, y los Butthole Surfers inundan la estancia, y Gibby Haynes me hace imaginarlo en Exodus con Kurt Cobain, sentados junto a una ventana, en los últimos días de marzo de 1994. «El tipo se saltó la barda, pero, ya sabes, puedes salir de Exodus por la puerta principal; nadie está aquí en contra de su voluntad», le dice Gibby a Cobain, mientras los dos se fuman un Marlboro.

«Aunque tengas tiempo, no puedes escribir todo el tiempo», me sorprendo diciéndome mentalmente, y ya tengo los puños crispados, intento no morderme los labios, estoy furioso, frustrado, necesito una IV de morfina para lidiar con mi rabia. Y este mantra, «Aunque tengas tiempo, no puedes escribir todo el tiempo», que me persigue desde que abrí mi primer blog, en el 2006, cuando era cool tener un blog, no es lo mismo que “el bloqueo de escritor”. Eso que los escritores 'consagrados' –a quienes les pagan por escribir cosas similares a las que yo escribo en mi blog–, llaman 'bloqueo del escritor' es un pretexto, es un capricho, es falta de imaginación, es falta de disciplina, es falta de creatividad y perspectiva. Cuando yo digo que no puedo escribir aunque tenga todo el tiempo del mundo, no me refiero a que estoy bloqueado; me refiero a que siempre escribo pero que no siempre me gusta lo que escribo. Es diferente. Soy quisquilloso.

Lo que ocurre ahora mismo, lo que ha ocurrido desde que me levanté de la cama y vine a este lugar a escribir y usé como pretexto la necesidad de atención de Kilitos de Amor, es lo mismo que ha ocurrido en las últimas cuatro o cinco semanas, o tal vez desde un par de meses: he vivido tantas cosas en tan poco tiempo, que no puedo procesarlas, ni escribir sobre ellas. 

Me gusta escribir sobre lo que vivo, jamás me iría a Las Vegas a escribir una novela sobre un alcohólico y jugador que pierde todo su patrimonio en Las Vegas, jamás intentaría ser una mala imitación de Dostoievksi. Me gusta escribir sobre lo que vivo, jamás me iría al Coliseo Romano a escribir una novela sobre un gladiador que era un asesino serial, jamás me bastaría con tener un libro en los anaqueles de novedades de Sanborns. ¿Y tú...?