martes, 21 de junio de 2022

the line begins to blur


llueve y el preticor atraviesa la puerta del patio que permanece semiabierta todo el día. jackson duerme sentando en su posición de esfinge egipcia en una silla, debajo de la mesa. el preticor inunda mis fosas nasales, y pienso cómo entran moléculas odoríferas en mis fosas nasales y cómo se transducen en señales eléctricas en el bulbo olfatorio y cómo luego estas señales viajan a la corteza olfativa y luego se comunican con otras regiones de la corteza y me hacen recordar un millón de cosas.

el preticor y el sonido de la lluvia y de la canción de Nine Inch Nails que estoy escuchando me hacen recordar otros días lluviosos, cuando Katz –mi único amor verdadero– y yo éramos novios y yo comenzaba a dar clases como profesor de asignatura en la facultad de psicología en la UNAM, y caminábamos horas y horas por La Condesa, antes de que se volviera un lugar de moda, y nos tomábamos un café en algún lugar o nos sentábamos a platicar y a fumar Camel en El Parque España, o buscábamos dónde vivir y entrábamos a algunos edificios que tenían departamentos en renta y los tipos que nos atendían nos miraban de arriba abajo –no cumplíamos sus expectativas– y nos decían que teníamos que pagar miles de pesos de adelanto, de estacionamiento, de gas, de luz, de agua y de renta, y esperaban que les dijéramos que ya no queríamos ver el departamento. pobres idiotas. nosotros hemos vivido en varios lugares ya –Xola, Agua Caliente, Lerma, San Mateo Atenco–, tenemos una vida feliz, convivimos con tres gatos geniales, he tenido trabajos muy privilegiados, tengo siete guitarras eléctricas y una esposa que me ama, y ellos probablemente siguen mostrando departamentos y esperando a que llegue una estrella de cine a hacerlos famosos.   

el preticor también me recuerda ese perfume que Katz usaba en aquellos días lluviosos de caminatas por La Condesa. se lo compró otra vez hace unas cuantas semanas y detonó mil recuerdos en mi cerebro, y me levanto de mi asiento y la música de Trent Reznor me remonta a otra época muy distante, cuando era un idiota y estaba atado emocionalmente a una mujer y viajé, con todo el dinero de mi primer sueldo como profesor en la Ibero, a La Riviera Maya y me gasté casi todo en una estancia absurda –pagué $100 USD de renta, en una casa en la que apenas estuve dos semanas, y no nadé ni una vez en el mar Caribe– y regresé a la ciudad de México sintiéndome más idiota todavía.

A ese viaje me llevé un disco compacto con canciones de Nirvana y de Nine Inch Nails, y estuve escuchándolos casi todos los días, mientras esa mujer y su esposo trabajan como hostess y como mesero (respectivamente) en diversos hoteles, y yo me quedaba solo en la casa y fumaba Argentinos y leía una novela aburridísima y pretenciosa de Javier Marías y me ponía a escribir.

La música también me remonta al concierto de NIN en El Palacio de Los Deportes, en el 2005, cuando también estaba solo y buscaba desesperadamente acabar con esa soledad. 

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