La punzada apareció repentinamente en mi hemisferio derecho, más o menos a la altura de la corteza prefrontal. La sentí latir como si fuera una pequeña granada a punto de estallar.
En los momentos previos estaba pensando en que los escritores consagrados (como el autor de la novela que estaba leyendo), de una u otra manera, todos se parecen: tienen protagonistas irreverentes, perdedores (según los estándares de la sociedad mexicana), que escuchan música underground, que se quejan del sistema, que consumen enervantes, que tienen un amor platónico, que hacen cosas que se desvían de la normalidad. Que, en cierta forma, son como el Che Guevara: que prefieren morir como hombres en lugar de vivir como cobardes...
Más concretamente, estaba pensando en que los protagonistas de esta clase de novelas de “héroes subterráneos” son, obviamente, el álter ego de los autores consagrados. Los protagonistas son individuos marginales, viven en condiciones paupérrimas, son divorciados, casi no tienen dinero, pero, al final, ocurre, casi siempre, una de dos cosas: o reciben una inesperada herencia que les facilita la vida, o tienen un amigo empresario que se apiada de ellos y que les da un contrato por hacer cualquier cosa y que les permite cultivar sus intereses artísticos o intelectuales.
La vida, más allá de los libros y de los círculos literarios, es otra cosa: casi siempre, por más que te esfuerces, te quedas en los primeros peldaños de las escaleras.
Leía, concretamente, una de las últimas páginas de la novela, cuando el Yulian está en una plaza atestiguando cómo la estrella pop del momento firma autógrafos en una tienda de música, y se pone a tocar “Helther Skelter”, para lidiar con su frustración. Reflexiona sobre su vida. La veinteañera que lo admira y con quien se ha acostado unas cuantas veces, además de ser mucho menor que él, sólo lo usa y pertenece a otra clase social. Paty Kay –el pato, el patito, el patitito...*–, su amor platónico y, además, una excelsa guitarrista, está muy lejos, tocando la guitarra en un circo que está de gira por Estados Unidos. Yulian se ha resignado a ver de vez en cuando a Brenda –la veinteañera–, pero no tolera que el patito le haya confesado que ella también lo ama. Yulian sabe que patito es una mujer complicada.
Entonces, la gente se acerca a Yulian y la estrella pop del momento no tolera ser opacado por un desconocido y le tira unas monedas y le dice que toque algo que él pueda cantar. Justo cuando el Yulian, exorcizando sus frustraciones, le estrella la guitarra en la cabeza a la estrella pop del momento, sentí la punzada.
¿Coincidencia?
Tal vez no.
La noche anterior me había bebido 6 cervezas. Y no las disfruté. Quién sabe por qué ya no disfruto el alcohol. Últimamente no me lleva a la zona, ya no me desinhibe, ya no borra mis prejuicios, ya no me ayuda a escribir. Estaba escribiendo un relato sobre un tipo de la Prepa 7 –¿mi álter ego?– que acabó en el Ministerio Público un día en el que se celebraba la quema del burro. Pero ése es otro tema –no he podido concluir ese relato, desde hace más de dos meses–: el punto es que me desperté con una terrible resaca, con la paranoia de la resaca, con la deshidratación de la resaca, con el cansancio de la resaca, con las náuseas de la resaca, con la ansiedad de la resaca y con todos esos síntomas horribles de la resaca que no recuerdo ahora mismo.
Ya pasaron más de 24 horas desde entonces y sigo con la punzada. No es permanente, aparece esporádicamente. Casi cada dos horas. O menos. Cuando salí a correr, por la mañana, la sentía. Tengo la impresión de que ha ido disminuyendo el área que afecta. Que se ha ido recorriendo desde el extremo derecho de mi cerebro, hasta la línea media.
Esta punzada me hace pensar en la cefalea tensional que sentía en los días previos a la cirugía en la que me suturaron una parte del esófago, con una parte del estómago. Mi médica me dijo que la cefalea tensional podía deberse al estrés. Hace unos minutos, Google me dijo que la cefalea tensional también podría deberse a la falta de sueño y al consumo de alcohol.
Temo que pueda tratarse de algo más grave: una advertencia de un ACV.
Al rato tengo una cita telefónica. También puede ser eso. No me gusta hablar por teléfono. Mucho menos, si es una especie de cita. Mucho menos si es una videollamada. Nunca sé cómo concluir una llamada telefónica. No quiero ser grosero.
*La muletilla con la que el autor se refiere a su amor platónico, ¡durante más del 30% de la novela de casi 400 páginas!
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