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Lo único que sé es que estaba en medio de la nada, como un barquito de papel a la deriva a punto de ser tragado por una coladera, tenía veintipocos años y no sabía nada de la vida, pero mi única experiencia con una mujer había terminado, y a ella la extrañaba muchísimo y la odiaba muchísimo. Antes de que ella se largara del país con su nueva pareja, en nuestra última conversación en Las Islas, una horrible mañana de octubre o noviembre del 2005, le había dicho «Ni aunque fueras la última mujer en el universo, volvería a relacionarme contigo», y realmente lo pensaba así (y hasta hoy, después de más de veinte años, sigo pensándolo); me encontraba en mi momento más vulnerable, como esa anécdota que relata Marilyn Manson en Long Hard Road Out of Hell y que quedó registrada en los primeros segundos de “Tourniquet”, pero en condiciones muchísimo menos glamorosas: me metí a trabajar de botones a un hotel de Naucalpan, el recorrido de la casa al hotel era una odisea de casi 3 horas, el trabajo era monótono, empezaba a las seis pm y terminaba a las once pm o doce am.
Mi primo era gerente del hotel y me había pedido apoyo en los últimos días del año; nadie quería trabajar esos días y el pago no era extraordinario, pero el trabajo me mantendría ocupado. A los minutos de mi primer día, uno de los empleados me explicó en qué consistiría el trabajo, caminamos por el pasillo del segundo piso del hotel, pasamos por una habitación recién desocupada, una mucama tendía la cama, medio nos vimos, me pareció que ella me sonrió amistosamente.
«Entonces estarás en el “departamento de quejas”», me dijo este sujeto, y sonrió. Y no había un nombre más apropiado para llamarlo: mi trabajo consistiría en caminar por los pasillos del hotel, en inspeccionar que todo estuviera en orden, que los gemidos, los lamentos y las quejas que provenían de las habitaciones correspondieran a personas que estaban relacionándose del modo en que la gente suele relacionarse en esa clase de hoteles, que nada se saliera de control. Ocasionalmente, me tocaba atender los pedidos de los clientes: llevarles a las habitaciones todo lo que pidieran –desde bebidas alcohólicas y cigarrillos, hasta condones y toallas extra–, lo más rápido posible. En esas ocasiones, tenía que bajar corriendo a recepción o a la cocina y luego subir hasta la habitación. A veces abría la puerta un hombre sudoroso y desnudo con una toalla en la cintura, a veces era imposible no atisbar, detrás del hombre, a una mujer semidesnuda tendida en la cama.
La tensión sexual era inherente a esos recorridos a toda velocidad desde los pasillos del hotel hasta la recepción/cocina y de vuelta a la habitación, y, para mí, que estaba en medio de la nada, como un barquito de papel a la deriva a punto de ser tragado por una coladera (apenas tenía veintipocos años y no sabía nada de la vida, pero mi única experiencia con una mujer había terminado), era complicado no sentirme arrastrado por esa tensión sexual que provenía de las habitaciones, no ponerme a pensar en cuántas historias había detrás de esas puertas: ¿quiénes eran esas personas disfrutando a escondidas de su vida sexual?, ¿eran parejas en la vida real?, ¿eran amantes?, ¿trabajaban en el mismo lugar?, ¿todo había comenzado con una serie de comidas entre colegas, cada jueves, durante casi dos meses ininterrumpidos...?, ¿eran parientes políticos...?, ¿se trataba de un asunto de negocios...?
También era complicado no pensar en que yo había tenido a una mujer y en que nosotros dos habíamos podido estar en condiciones similares, tal vez en un mundo paralelo, tal vez en una realidad distante, tal vez ella se convertía en una mujer apasionada cuando me amaba y creía que estaríamos juntos hasta el fin de los tiempos, mucho antes de nuestra primera discusión, cuando me llamó (de manera no intencional, espero) por el nombre de su ex y yo sentí un dolor imposible de explicar, una especie de cuchillada me atravesó el alma, el corazón, los sentidos y la razón; mucho antes de que ella me sacara de quicio porque un día, al volver a casa de sus papás después de una aburrida reunión familiar, olvidé abrirle la puerta del auto para que bajara, y entonces, repentinamente, se puso furiosa y me dijo que estaba profundamente decepcionada de mí y yo insistí en que me dijera qué había hecho mal para no volverlo a hacer (estaba quedándome dormido, y en verdad no me di por enterado de que no le había abierto la puerta del auto, y, en todo caso, había sido una exageración), y ella sólo me dijo, una y otra vez, que todo estaba jodido si yo no había sido capaz de darme cuenta qué había hecho mal –y tal vez, si no hubiera sido un gran idiota sin experiencia previa con otra mujer, habría visto una señal en todo ello y me habría alejado de ella; le habría dicho que tenía que superar a su ex, resolver todo lo que tuviera que resolver con su ex; que yo no estaba ni para sustituir ni para ayudarle a olvidar al ex; pero no: sólo me exasperé y acabé comportándome como un animal, abriendo una herida que jamás pudo sanar.
Cuando una pareja salía de una habitación, la recepcionista y los vigilantes del estacionamiento se comunicaban conmigo por walkie talkie y entonces tenía que correr a toda prisa hasta la habitación recién desocupada –podía estar haciendo un recorrido por el segundo piso y la habitación podía estar en el otro extremo del hotel, en el tercer piso– y supervisar que todo estuviera en orden; según algunos empleados, había algunos clientes que, quién sabe por qué, destrozaban la habitación o se robaban las toallas. Si estaba demasiado exhausto, podían pasar varias horas sin nada qué hacer, o poseído por esa tensión sexual que emergía del departamento de quejas, simplemente, después de inspeccionar que todo estuviera en orden, me sentaba en el borde de la cama recién desocupada. Casi siempre los clientes dejaban encendido el televisor y casi siempre lo dejaban en un canal con películas porno.
Cuando acabó mi primera jornada, quién sabe por qué me topé otra vez con la mucama, estaba tendiendo una cama en una habitación, pasé por la habitación y escuché risitas y murmullos, y me asomé a la habitación; y ella estaba platicando con otra chica, y se sonrojaron cuando me vieron. La chica debió de tener mi edad, no la recuerdo muy bien, pero era bonita, tenía el cabello rubio, era muy bajita y parecía de provincia. Y me quedé de pie en la puerta de la habitación, pensando en su vida –¿desde cuándo trabajaba en ese hotel?, ¿dónde vivía?, ¿tenía novio?– y le sonreí y le pregunté su nombre y ella se sonrojó aún más y me dijo su nombre, y su compañera dijo algo que ya no recuerdo con exactitud pero que debió implicar alguna especie de broma –¡te lo dije, fulanita!, ¡también le gustas!–, y tuve la misma impresión que había tenido algunas veces cuando Claudia y yo empezábamos a salir, cuando esas dos o tres chicas a quienes conocía desde hacía tiempo en la universidad comenzaron a mostrar un interés inusual en mí.
«Nos vemos mañana», le dije y me marché.
Esa noche volví rendido a la casa, metí el DVD de Nicotina que me había prestado mi primo y me tumbé en la cama; entre sueños, mientras en la pantalla del televisor de mi recámara Lolo espiaba a Andrea desde su computadora y los personajes que interpretaban Jesús Ochoa y Lucas Crespi discutían en una camioneta sobre las muertes y las coincidencias relacionadas con el tabaquismo, me acordé de Claudia, de lo mucho que la extrañaba y odiaba, y que le había dicho que nunca, aunque ella fuera la última mujer en el universo, volvería a relacionarme con ella; me acordé de la mucama de cabello rubio, me acordé de un hombre sudoroso con una toalla en la cintura, me acordé de una mujer semidesnuda en una cama, me acordé de un televisor encendido en una habitación del hotel y de una escena porno que pasaba por el televisor, y me quedé dormido.
Hace unos días volví a ver la película y me acordé de todo esto.