jueves, 13 de octubre de 2022

la cuerda floja



sueñas que caminas por la cuerda floja, que cruzas la cuerda floja, que no quieres mirar abajo, que los dos puntos que unen esa cuerda floja están en alguna parte indefinida de dos rascacielos, sueñas y tus músculos están tensos y sientes el corazón latiendo como un tambor de guerra en la garganta, y escuchas a algunos colegas de la realidad murmurando desde las ventanas de esos rascacielos, y todos hablan buenas cosas de ti, y discuten sobre las oportunidades que te depara el futuro, y, de algún modo, sabes que también estás teniendo una conversación telefónica con ellos mientras cruzas el vacío entre los dos rascacielos y avanzas sobre la cuerda floja –es un sueño–, pero el sueño se empieza a romper como la cáscara de un huevo –las ganas de orinar ascienden a la conciencia como una sensación helada– y apenas abres los ojos, te das cuenta de que estás en tu cama y todos los horribles ruidos de la civilización aterrizan en tu cama: el motor del tráiler de carga, la alarma contra intrusos del fraccionamiento vecino, el espantoso motor infernal de la lavadora, el espantoso motor infernal de la bomba del agua, el espantoso motor infernal de la licuadora...

Y así transcurre la vida, in crescendo, y ya no puedes postergar un minuto más las ganas de orinar y tienes que levantarte de la cama, y, apenas pones un brazo fuera de la cobija, el frío te pega en la piel, se adhiere a tu epidermis como un veneno que inmoviliza y como una enfermedad que mata lentamente, y odias estar en esta época del año en la que no puedes andar descalzo por la casa, en la que tienes que ponerte varios gramos de ropa encima para hacer cualquier cosa, en la que levantarse de la cama es como decidirse a tirarse un clavado en una alberca con hielos, y te preguntas por qué a algunas personas les gusta el frío y odian el calor, y el espantoso motor infernal de la lavadora continúa martillando en la casa, y el espantoso motor infernal de la lavadora continúa martillando en la casa, y te preguntas si acaso no vives con alguien que está obsesionada con las labores domésticas, y odias todo, y te tocas en vano el lóbulo izquierdo, esperando tener perspectiva de los momentos que has pasado realmente mal, cuando tenías episodios de ERGE y el mundo estaba en su mundo y nadie sabía que estabas realmente mal, que casi cualquier alimento o casi cualquier bebida te ponía al borde de la muerte –y sí puede estar un poco obsesionada: son las siete de la mañana y la casa ya adoptó la forma de un museo de la limpieza–, y así te tocabas el lóbulo izquierdo para lidiar con la ansiedad que te provocaban los episodios de ERGE, pero ahora son sólo un recuerdo, y el ritual táctil ya no surte ningún efecto...

Y ya estás orinando, después de ponerte veinte mil cosas encima para cubrirte del frío, y añoras el calor, esa oportunidad de andar semidesnudo por tu casa y mojarte la cara y empaparte de pensamientos cálidos, y llenarte de ideas solitarias lejos de los tumultos, y vuelves a odiar encontrarte como te encuentras –en verdad el espantoso motor infernal de la lavadora suena como un taladro que se te va metiendo por los oídos y que hace trépanos en tu cráneo y que hace una limpieza en tus piezas dentales–, y no tener oportunidades de crecimiento, sentirte usado, como un bombero que apaga todos los fuegos que provoca la ineptitud de otras personas, y vuelves a odiarte por no ser capaz de postergar estas ganas de orinar, y por no poder sentarte a escribir todo lo que palpita en tu cabeza, en lugar de meterte a orinar al baño.

Y cuando sales del baño, más o menos con el impulso de escribir batiéndose entre la vida y la muerte como un pescado que acaba de salir a la superficie para no volver jamás a las profundidades, tienes que hacer lo de siempre: medirte la glucosa, pincharte un dedo, anotar los mg/dl de glucosa en sangre en ayuno; bajar a la cocina y buscar los platos de comida blanda de los gatos; servirles sus porciones de Royal Canin en los platos; cambiarles el agua; hincarte a limpiarles el arenero; meter la arena sucia en una bolsa; sacar esa bolsa al bote de basura del traspatio; poner arena limpia en el arenero; barrer el cuarto donde está el arenero; recoger y sacudir los tapetes en los que está el arenero...

Para cuando acabas esto, el pescado ya se murió, y tienes que ponerte a lavar los trastes –ya estás más cerca del espantoso motor infernal de la lavadora–, y empiezas por quitar del escurridor de trastes todos los trastes que ya están limpios, y hay varios tuppers gigantescos, más grandes que el fregadero y que el escurridor de trastes, juntos; y vuelves a sentir que odias tu existencia; y allí, vas: acomodas los trastes sucios de un modo que consideras práctico: todos los cubiertos en un tupper enorme –doce cucharas, cuatro tenedores, un cuchillo–, los platos largos debajo de todo, los tuppers más grandes que el fregadero encima de todo...

Le pides a Alexa que ponga alguna canción que te gusta y que pueda competir con el espantoso motor infernal de la lavadora, y apenas te escucha y apenas escuchas la canción que le pediste que pusiera –la cocina parece un campo de guerra; casi puedes ver las ráfagas de los obuses que cruzan el cuarto en llamas; casi puedes escuchar el fuego cruzado y las órdenes de los altos rangos y las lamentaciones de los soldados y las sirenas de las ambulancias–, y te concentras en acabar de lavar los trastes, y cuando crees que ya terminaste y ya te lavaste las manos y ya te secaste las manos y te dispones a sentarte a descansar unos segundos –desde que las ganas de orinar te levantaron de la cama, no te has vuelto a sentar–, y entonces ves otros tres platos en el comedor, y vuelves a lavar los trastes, y cuando acabas pasa lo mismo: te encuentras otros dos platos en la mesita de centro de la sala, y se repite la acción.

Para cuando terminas estos menesteres –aún suena el espantoso motor infernal de la lavadora–, el pescado ya está bien muerto y bien tieso y ya hiede, pero, por si fuera poco, tu sistema digestivo tiene otros planes para ti, como siempre ocurre después de cada comida, y tienes que regresar al baño.

Cuando finalmente ya acabaste con la rutina, reparas en que ya transcurrió casi una hora desde que te levantaste y que parece que no has hecho nada, en que no has tenido tiempo para ti mismo, y te preguntas “¿es esto la vida?”

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