despertar de un sueño confuso que ya barrió el oleaje de la conciencia, medio recordar qué soñaste, que ibas a celebrar tu cumpleaños y que tus papás te prestarían su casa y que no estabas tan seguro de invitar a nadie pero que al final te decidías y te parecía una oportunidad genial para tocar con tu banda de punk y para invitar a la gente con quien aún tienes contacto en Facebook; tener que levantarte de la cama porque las ganas de orinar aumentan, sacar los pies de las sábanas y sentir el contacto de las sábanas y brevemente aspirar la fragancia de las sábanas recién lavadas mientras te las vas quitando de encima y recordar muchas cosas felices y luego sentir el madrazo del frío, y encabronarte y aborrecer el frío y la idea de tener que ponerte varios kilos de ropa encima para hacer cualquier cosa, para desplazarte por el día, de la cama al baño, del baño a la recámara, de la recámara a la cocina, y para evitar enfermarte y terminar tumbado indefinidamente en la cama, apenas lanzando estertores, con la garganta a punto de estallar como un globo y con los ojos borrosos de lágrimas; acabar de orinar, mirarte en el espejo, reconocer de soslayo todos los defectos que aborreces en ti mismo, bostezar, sentir una opresión en el pecho, ser incapaz de pensar claramente, ser incapaz de ser un zen y ser incapaz de no odiar a toda la gente que te ha puesto un pie para que tropieces o que te ha usado como pañuelo desechable, y que ha dado vuelta a la página de tu existencia rápidamente; tener mil ideas y querer ahondar en cada una de ellas y escribir sobre cada una de ellas –te transportan a distintos lugares catárticos y te alivian, te quitan un peso de encima, y te hacen sentir menos miserable–, pero continuar orinando y sintiendo cómo se esfuma el tiempo y cómo deteriora tus huesos y cómo mata a tus células; entrar en la recámara, avanzar en contra de las ráfagas de frío que cercenan tu movimiento, sacar el glucómetro, sacar la tira reactiva, sacar la lanceta, sacar la pluma, sacar el cuaderno, y pincharte un dedo elegido al azar, aunque casi siempre es el mismo, y hacer el sacrificio de una gota de sangre, y sentir que la yema de ese dedo que casi siempre es el mismo es como la gruesa piel de un elefante que ya no siente nada, y recordar las primeras veces que te medías la glucosa y cómo sentías intensamente ese pinchazo y cómo te predisponías a sentir ese pinchazo y cómo creías que sentías que ese pinchazo liberaba endorfinas en tu torrente sanguíneo y cómo pensabas que pincharte cada día con la lanceta para hacer un sacrificio de sangre y medirte la glucosa, y que habituarte a ese pinchazo, te abriría las puertas para experimentar con otras drogas administradas por vía intravenosa, y lidiar con el espantoso frío y calcular, entre las brumas de la conciencia que, repentinamente, tiene un bajón que te permite recordar algunos detalles de lo que estabas soñando, cuántas veces te has pinchado en el último año, cuántas tiras reactivas has usado, cuántas pilas de litio has comprado, cuántas gotas de sangre has vertido en el lector del glucómetro y cuántas ideas has olvidado mientras te mides la glucosa; acabar de anotar los mg/dl de glucosa en sangre, sentirte un fracasado, un tipo incapaz de resistirse a la tentación de la comida sabrosa –una hamburguesa, unas papas a la francesa– y a los efectos alienantes del alcohol, y disponerte a anotar cuáles fueron tus alimentos del día anterior, y tener un sobresalto porque el gato noruego llega de pronto a la recámara y empieza a llamar tu atención, a maullar, a subirse al escritorio, a mover la computadora, a pasarte una de sus patas por el cabello, y saber que todo ya se fue al carajo: que bajarás a la cocina, que le darás su comida blanda, que recogerás su arena, que te lavarás las manos, que le servirás agua limpia en su plato de agua limpia, que volverás al baño, que irá saliendo el sol, que la luz del sol te despojará del estado mental que requieres para escribir, que harás algunos estiramientos para evaluar si ya no te duele la ingle izquierda y si entonces puedes salir a correr cinco o seis kilómetros –al igual que la escritura de pendejadas introspectivas, resulta catártica, y es una estrategia para huir–, que lavarás los trastes, que te resignarás, que le preguntarás a Alexa por el pronóstico del tiempo, que repararás en el madrazo del frío, y que, tú mismo, le habrás dado vuelta a la página de tu existencia.
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