después de salir catapultado de un sueño con fiebre –era testigo de mi propio funeral y escuchaba a la gente hablar mal de mí y decir mentiras sobre mí, y, claramente, no podía defenderme– y levantarme a trompicones de la cama, sintiéndome totalmente borracho de sueño, noqueado, y como una bestia incapaz de coordinar sus movimientos; después de medirme la glucosa, de anotar lo que comí ayer, de lidiar con los cohetes que no han dejado de sonar esporádicamente desde que me desperté y que son una especie de estresor crónico impredecible –debe de haber una fiesta en el pueblo en el que vivo–, bajo a la cocina y les sirvo una porción de Health Science a cada uno de los gatos, que han estado maullando más o menos desde que me desperté.
Hago las cosas de los gatos que hago todos los días –alimentarlos, cambiarles el agua, servirles más croquetas, recoger su arena sucia, cambiarles la arena–,
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