jon secada suena en el estéreo del Hyundai. su voz es nuestra guía espiritual en este viaje en uber de vuelta a la casa, y me siento asqueado por pensar en tonterías optimistas. el uber circula por la avenida Comonfort, Katz y yo lo esperamos apenas cinco minutos y acabamos de comer en el Toks, y el sol derrite el asfalto, como lo ha hecho en los últimos meses, y lidio con el sofocante calor, ha llovido apenas tres o cuatro veces en mayo y en junio, y el país es una caldera, pero nadie piensa seriamente en que haya alguna relación entre este calor y la tala indiscriminada de árboles y las conductas codiciosas y predadoras de las empresas que contaminan al mundo: la gente, a pesar de que tiene a su alcance la tecnología más sofisticada para informarse por sí misma, sigue siendo manipulada y sigue teniendo las mismas metas materialistas y ridículas y primitivas de todos los tiempos, desde la Revolución Industrial, y sigue creyendo en que lo único que importa, como lo obligan a creer los medios masivos de comunicación desde el Siglo XIX, es tener mucho dinero, en que no importa cómo lo obtengas ni en qué lo gastes: en que no hay nada más importante que el poder material.
estos pensamientos automáticos y negativos sobre el mundo y la sociedad, me asquean (todavía más que mis tonterías optimistas), y me asquean de un modo irreversible; todas estas cosas que son la clase de cosas que escupe mi boca cuando generalmente desayuno con Katz y acabo de correr 7 km y me meto a la casa y ya pasó el efecto liberador del nirvana de los endocannabinoides y de las endorfinas provocado por el ejercicio, cuando acabo de medirme la glucosa y de revisar mis redes sociales en el teléfono para, según yo, matar el tiempo y apagar mi cerebro, cuando acabo de sentirme frustrado y condenado a la extinción de la humanidad porque la gente –muy a pesar de lo que plantean los cognitivos de la motivación y de la emoción: que los humanos somos altamente pensantes y que nuestras emociones, a diferencia de las emociones de los animales, son altamente cognitivas; que nuestras emociones pasan por el filtro de la cognición y del procesamiento de orden superior de la neocorteza, y que no las experimentamos sin que hayamos analizado si tienen un significado verdadero, y cortical, para nosotros–, y me amarro el cabello con una dona, y siento cómo el sudor me escurre por la frente y por la nuca, y pienso en que quizá debería cortármelo, en que está demasiado largo ya, en que la gente que no me conoce –debido a mi aspecto–, me juzga, y en que no da un centavo por mí, y en que, en lugar de analizar, con el filtro de la neocorteza –como los cognitivos proponen que hacemos–, cómo diablos es que alguien como yo ha decidido hasta ahora no sólo no tener un auto, sino no aprender a conducir, y cómo ha hecho para vestirse y para traer el cabello como le da la gana y trabajar felizmente en algo que lo apasiona, sólo ve que soy un tipo que no viste con traje y corbata y en que no tiene un corte estándar de señor.
y también pienso en que el cabello me llega ya casi hasta los hombros, y en que, desde la pandemia, cuando el chico que me cortaba el cabello desde que nos mudamos a Lerma tuvo que cerrar su negocio y entonces tuve que buscar a otro estilista y en que al nuevo estilista le dije que quería dejarme el cabello largo (ya había pensado en dejármelo largo otra vez, como cuando estudiaba la licenciatura y el doctorado), y en que, desde entonces, no me lo he vuelto a cortar como “persona de bien” –como ese estereotipo que la sociedad ha aprendido a asociar con sus decadentes y mojigatas conceptualizaciones de “productividad” y de “decencia”–, pero todo esto es un pretexto: mientras pienso en estas trivialidades, también intento ahuyentar a los espíritus de mi experiencia con el antepenúltimo conductor de uber al que pedí un servicio para volver de la universidad a la casa y al que le tuve que exigir que cancelara un viaje.
apenas me subí a su auto –¿otro Hyundai?– y cerré la puerta, tal y como lo he hecho 2 veces al día, 4 ó 5 veces por semana, desde febrero del 2021, refunfuñó y me dijo “¡no es una camioneta; no azotes la puerta!”, y entonces me sentí incómodo, y me extrañó su actitud y le pregunté qué había dicho, nada más para cerciorarme de lo que había escuchado, y nada más para darle la oportunidad de replantear sus ideas y sus emociones –dándole crédito a los cognitivos de la emoción–, pero él repitió exactamente lo que había dicho (desaprovechó la oportunidad que la había dado: no usó su neocorteza para analizar si esa emoción tenía un significado vital), con una actitud más hostil que la de la primera vez, y entonces me quedé callado durante unos pocos segundos, visualizando mis próximos quince minutos infernales de recorrido hacia la casa, con ese conductor miserable e idiota y carente de empatía, con una percepción limitada y errónea de los hechos, y le pregunté: “¿cancelamos el viaje?” y él me respondió, apenas mirándome por el espejo retrovisor, con unos ojos hostiles que revelaban el consumo de algún estimulante del sistema nervioso, “como quieras”, y entonces refunfuñé y le ordené “¡cancélalo tú!” y me bajé inmediatamente del auto y cerré la puerta, con la misma fuerza con la que cierro la puerta de cada auto al que me subo y del que me bajo cada vez que pido un uber desde hace más de dos años, y él volvió a soltar, desde su lugar detrás del volante, el sermón de nuestro primer encuentro: “no es una camioneta, bla, bla, bla”. apagué mi cerebro y me metí a la universidad. el portero de la universidad, como si se tratara de una confirmación de mis pensamientos sobre los estereotipos, me tuteó y me pidió mostrarle mi credencial. se la mostré y le dije que era profesor.
no quiero pensar en lo encabronado que me sentí entonces, cuando volví a abrir la aplicación de uber y me senté en una banca, afuera de unas aulas, apenas a unos metros de unos estudiantes que, irónicamente, conversaban sobre la violencia en la humanidad (y que me hicieron recordar a Hobbes y su idea monárquica sobre la violencia innata y sobre la necesidad de un líder –un monarca– que domesticara a la sociedad y que le enseñara cómo dominar su violencia), y tampoco quiero pensar en lo alarmante que me pareció la posibilidad de que Katz o de que alguna de mis cuñadas o tías o primas, o de que mi mamá, o de que cualquier estudiante a la que le he impartido clases, o de que cualquier persona en general, tomara un servicio de Uber con ese miserable conductor (realmente era muy poco probable que yo hubiera azotado la puerta dos veces) y de que, quizá, se sintiera intimidada, o estuviera cansada y no tuviera la agilidad mental para exigirle que cancelara el viaje y se condenara a viajar en su auto.
en fin. no quiero pensar en lo engorroso que me resultó pedir otro viaje, ni en lo engorroso que me resultó reportar al miserable conductor anfetamínico en la aplicación de Uber.
me concentro en la canción. la voz de secada y la música me remontan a mis trece años de edad, cuando estaba por terminar el tercer año de secundaria y mandarla al carajo, con todo y sus disciplinas ridículas y primitivas (como en las que cree la gente que confía ciegamente en las apariencias y en “las personas de bien” que le venden los medios masivos de comunicación, desde el Siglo XIX: “cásate, forma una familia, endéudate, no pienses por ti mismo, compra un auto, compra una casa, trabaja de sol a sombra”), y pienso en la chica que ocupaba todos mis pensamientos entonces. pienso en que ella tenía el cabello largo y ensortijado, y en que usaba brackets. pienso en que ella tenía una sonrisa fulminante que me hacía perder la conciencia. pienso en que ella tenía unos ojos fabulosos que me hipnotizaban. pienso en que ella tenía una voz que me robaba el aire. pienso en la forma en la que ella se pasaba el cabello detrás de sus orejas de elfo. pienso en que ella tenía un cuerpo que me provocaba vértigo. pienso en que ella olía delicioso, y en que su perfume, cuando pasaba junto a mí y su cabellera parecía suspenderse en el aire tal y como lo hacían las modelos de los comerciales de shampoos que pasaban por la tv en la década de los 90, me provocaba arritmias. su presencia –pensar en ella– me hacía sentir excitado y temeroso, capaz de todo, capaz de lograr todo, capaz de fracasar en todo, capaz de convertirme en otra persona, capaz de convertirme en la mejor versión de mí mismo, y capaz de fingir algo que no era y capaz de ser la versión más transparente de mí mismo.
también pienso en que una vez escribí una novela en la que ella era la protagonista. pienso en que una vez envié a un concurso esa novela, y en que no pasó nada. pienso en que una segunda vez, cuando la universidad estaba en huelga y yo estaba casi en la quiebra (Katz y yo habíamos tenido un pésimo año), e iba recuperándome de una larga enfermedad que me llevó al quirófano y que me impidió rendir al máximo en el posdoc, y en que, incluso debido a mi salud, había perdido mi nombramiento del sistema nacional de investigadores, observo a Katz junto a mí, sentada detrás del conductor del uber. el sol que choca contra el asfalto en este sofocante calor, ilumina sus ojos del color del mar Caribe debajo de sus gafas de sol. ella me sonríe y nada más me pregunto qué será de esa chica que me volvía loco hace más treinta años. apago mi cerebro otra vez.
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