Estoy despierto desde las nueve de la mañana, sin poder ignorar esta tristeza que me tritura el corazón y que anega mi mente como una neblina contaminante. He pasado toda la mañana intentando escribir y simplemente ninguna palabra y ninguna oración me convence. Cada palabra y cada oración que he escrito me han hecho sentir culpable. Debería estar leyendo –sí, en domingo– el libro de texto de la clase que impartiré el martes. Durante estas dos semanas de vacaciones, también estuve trabajando, pero nunca me siento lo suficientemente preparado.
Trato de enfocarme seriamente en estos sentimientos, pero siempre hay ruidos y necesidades burdas que deben ser prioridad. Escucho el mismo programa de televisión que mi esposa ha estado viendo desde hace mil años y quisiera desintegrarme. Somos tan triviales. Hagamos lo que hagamos, no dejaremos de dejar de comer ni de dormir, ni de hacer todas las cosas que todos los seres vivos necesitamos hacer para mantenernos vivos.
El domingo agoniza.
La tristeza que me tritura el corazón es como un dolor de muelas y como un zumbido en las sienes. También es como un hueco en el estómago y como el cansancio que aparece después del llanto inconsolable. También me hace sentir hiperalgésico y también me hace desear con las pocas fuerzas que tengo convertirme en música escandalosa que fluya como una cascada de melancolía y que sea capaz de quebrar los vidrios de mi existencia.
La tristeza también es nostalgia y frustración. Cada vez que se acercan las festividades de fin de año, me prometo que escribiré ociosamente al menos un par de relatos sobre todos los temas que me dan vueltas en la cabeza cuando estoy ocupado, pero, cuando llega el momento, mi cabeza y mi corazón suelen estar en otra parte, y entonces se acaban las vacaciones y no escribí ni un sólo párrafo de nada.
Son las dos y media de la tarde del primer domingo del 2021 y presiento el primer lunes del 2021 y también presiento el regreso a las actividades laborales del 2021. Me gusta mi trabajo –hago lo que me gusta hacer y me siento privilegiado–, pero es incierto, y la incertidumbre me lleva a ver cada día como el primer minuto de mi muerte. No tengo una plaza indeterminada y ya no soy tan joven. Si mi contrato como profesor investigador se termina con este año que comienza, no sé a qué podría dedicarme el resto de mi vida. Trato de no pensar en el más allá, pero es imposible, y acabo pensando en qué será de mí en diez o veinte años. Ni siquiera tengo hijos, ni mucho menos una cuenta bancaria con suficiente dinero para vivir mi vejez. Pensar en la jubilación es una utopía.
El domingo agoniza.
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