Sentado frente al televisor pasan las horas, y las horas son como hormigas que me acalambran las manos y los dedos, y luego son como arcadas que me hacen la vida miserable, y luego me convierto en un parásito que se alimenta de la estática del televisor y luego siento que me fusiono con el televisor, y luego reparo en que me encuentro en una posición incómoda, haciéndole un terrible daño a mi columna vertebral, aplastado como una mosca en el parabrisas de un automóvil, pero sólo soy yo frente al televisor, y allí, aplastado e incómodo, como cosas poco saludables y bebo cosas poco saludables y envilezco y al cabo de unas horas trato de recuperar mi forma humana y me enderezo poco a poco y me acomodo en el sillón y luego acomodo la mesita portátil frente a mí y la ajusto a una altura adecuada y luego coloco la computadora en la mesita portátil y enciendo la computadora y espero a que se abran los archivos en los que escribo y que tengo abiertos desde hace varios días y en la espera me distraigo en Facebook y me percato de que las fotografías nunca fallan: son como un imán y siempre generan más reacciones que cualquier información escrita que publique en mi muro.
Word ya cargó totalmente los archivos en los que escribo y me concentro en escribir en la computadora y vuelvo a acomodarme en el sillón y tomo el control del televisor y tomo el control de la barra de sonido y enciendo el televisor y espero a que carguen las aplicaciones en el televisor y modulo el sonido de la barra de sonido y luego abro Spotify y pongo una canción que me ha estado dando vueltas en la cabeza, y me dispongo finalmente a escribir y le echo un vistazo a los dos archivos de Word que tengo abiertos desde hace varios días y entonces mi necesidad de cerrar textos me obliga a releer algunos párrafos de esos archivos en los que no quisiera perder tiempo, y entonces me encuentro en un callejón sin salida: quería escribir sobre ti, abuelo, como he querido hacerlo desde hace 2 meses, cuando mi hermano menor me avisó por WhatsApp que habías muerto durante la noche del día anterior, cuando, luego de dar mi clase, Katz y yo fuimos a la Ciudad de México y mis dos hermanos pasaron por nosotros a una estación del metro y nos llevaron al funeral, cuando te vi por última vez confinado en tu ataúd, con los párpados cerrados, con los brazos a los costados, y sonriente como siempre.
La música que escucho me transporta a otros años en los que éramos otras personas, a otros años en los que vivías y en los que nuestros días no variaban mucho entre sí; cuando ibas desde temprano a casa de mis papás en vacaciones de Navidad y nos enseñabas a pintar la casa a mi hermano y a mí, cuando él y yo éramos unos adolescentes que sólo escuchaban música y que acababan de descubrir a los Smashing Pumpkins.
La música también me remonta a otros años en los que éramos otras personas, a otros años en los que la vida parecía monótona y dulce; cuando ibas desde temprano a la casa de mis papás en otras vacaciones de Navidad y mi hermano y yo, en teoría, te ayudábamos a construir los clósets de las recámaras y las escaleras –sólo te pasábamos una que otra herramienta con algún nombre indescifrable– y veíamos día tras día cómo progresaba tu trabajo y luego, cuando te ibas por la tarde, nos encerrábamos en una recámara que olía a barniz y a madera y a clavos y a los Raleigh que fumabas mientras trabajabas, y allí escuchábamos Bleach en una grabadora que había sobrevivido desde la secundaria y jugábamos a ser estrellas de rock que daban entrevistas en programas de radio o que se aventaban a la batería, como en la portada de ese álbum de Nirvana, para dar por concluido un concierto.
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