Camino de un lado a otro. El trimestre está terminando y vine exclusivamente a una reunión de trabajo con unos colegas. Llegué temprano –veinte minutos antes de la hora acordada– y mato el tiempo. Hace tres meses aún tenía un cubículo. Y antes de eso, durante los últimos meses de la pandemia, venía a la universidad más o menos diariamente e impartía mis clases en línea desde el cubículo. Ahora soy un nómada, me asignaron un espacio en una sala de juntas que hace las veces de sala de observación de cámara de Gesell y que comparto con otro profesor y con algunos estudiantes, y debo caminar de un lado a otro, matar el tiempo, y fingir que todo está bien. Pero nada está bien. Todo es un paliativo, una forma de postergar la catástrofe, un vaticinio de la catástrofe. La catástrofe es la realidad.
Recorro uno de los patios de la universidad, donde están las aulas más viejas –si no me falla la memoria, fueron inauguradas en el 2008–, y me dirijo hacia uno de los edificios más nuevos –fue inaugurado durante la pandemia, hace menos de seis meses–, y escucho en los audífonos la playlist de Spotify que creé para correr cada tercer día desde hace más de diez meses, cuando me enteré, fortuitamente, que soy prediabético.
Intento ignorar mi situación laboral y mi salud. No es agradable estar condenado a depender de metformina, ni a estar condenado a hacer ejercicio y a comer verduras y pechuga asada. No es agradable estar dependiendo de concursos de oposición o de evaluación curricular en las universidades de todo el país, esperando que haya transparencia, equidad y justicia. Antes de mudarnos a Lerma, cuando aún estaba en el posdoc y buscaba una plaza académica, solicité un trabajo en una universidad privada en Nuevo León. El perfil que buscaban era como el mío. Me entrevistaron por Skype y me dijeron que estaban muy satisfechos con mi perfil y que aún verían a otros candidatos, pero que era muy probable que yo me quedara con la plaza; al final, se comunicaron conmigo y me dijeron lo lamentaban, que, “por razones de fuerza mayor”, habían tenido que cambiar totalmente el perfil y que la plaza la había ganado una recién egresada de esa universidad.
Intento enfocarme en la voz de Dave Grohl, en las notas de su guitarra eléctrica, en el ritmo de su batería y en el acompañamiento de su bajo eléctrico –él tocó todos los instrumentos en “X-Static”–, e intento recordar cuáles son los acordes de la guitarra eléctrica para esta canción en particular. Hace más de diez años aprendí a tocarla, pero es una de esas canciones que no son tan difíciles de tocar y que voy dejando de tocar, hasta que olvido cómo tocar.
Suena el coro de la canción y me invade la nostalgia de mi juventud, cuando el álbum debut de Foo Fighters tenía unas semanas de haber salido a la venta, casi un año después de la muerte de Kurt Cobain, y yo lo acababa de comprar en la sección de discos de un centro comercial y lo escuchaba en mi recámara día y noche, y me preguntaba qué me depararía el futuro, qué estaría haciendo dentro de diez o veinte años. Aún vivía en casa de mis papás y tenía la certeza de que llegarían la primavera, el verano, el otoño y el invierno, y que no me faltaría el dinero, ni un lugar dónde vivir, y que todo permanecería (relativamente) igual durante varios años. Ahora es difícil imaginarme incluso qué estaré haciendo –dónde estaré viviendo–, en Navidad.
No quiero pensar en cómo la falta de oportunidades me ha traído hasta aquí, hasta este momento en el que camino de un lado a otro por la universidad, matando el tiempo. No quiero pensar en que debí ganar un concurso de evaluación curricular, ni en que competí con otras trece personas –con doctorado, con posdoc y con experiencia como docente e investigador, como yo, o con menos grados académicos– para estar aquí. No quiero pensar en el estrés que viví en los últimos días de febrero.
Todos estos pensamientos me fatigan y me llenan de inseguridad. Cuando me notificaron que había ganado el concurso, justo el día en que murió Mark Lanegan, me sentí poderoso (sí, poderoso), seguro de mí mismo, convencido de que podía conseguir lo que quisiera, buscar nuevos horizontes... Ahora camino de un lado a otro, bajo escaleras, subo escaleras, finjo que todo está bien, pero nada está bien, y me siento cansado e inseguro.
Todo este trimestre he estado tan ocupado en la preparación e impartición de clases –imparto tres horas de Motivación y Emoción, tres horas de Neurodesarrollo y cuatro horas de Neurobiología de la Adicción, para alrededor de 100 estudiantes, por semana– y en la coordinación de un Consejo Editorial –soy el presidente y lo conformamos siete miembros, pero es complicado reunir a todos, y debemos entregar, en los próximos días, un documento de Políticas Operacionales para la Producción Editorial de la División a la que estoy adscrito– y en la gestión administrativa de un proyecto de investigación financiado por el CONACyT –el trabajo implica redactar minutas, elaborar cotizaciones, coordinar traslados de equipos, etc.–, que no he tenido tiempo para pensar en mi futuro.
He estado tan ensimismado todo este trimestre, que ya no sé ni quién soy –¡estoy a kilómetros de distancia de mí mismo!– y me resulta difícil aceptar que mi situación laboral nunca ha estado bien. Siempre he estado cazando concursos por obra determinada.
Los ruidos de los estudiantes que pasan cerca de mí, los ruidos de los trabajadores que taladran las paredes que atravieso, los rostros de los estudiantes y de los trabajadores que inundan los pasillos de la universidad (algunos, como parásitos), los rostros de los estudiantes y de los trabajadores que parecen alimentarse de la luz del sol (algunos, como cocodrilos), y las voces y los rostros de estos colegas que veo a lo lejos y con quienes me reuniré en unos segundos –ya transcurrieron veinte minutos desde que llegué a la universidad–, así como mi dificultad para ser feliz e ignorar que ellos tienen algo que yo no tengo –en un caso, una plaza indeterminada; en otro caso, contrato hasta enero–, y la cordialidad monótona en su trato y mi frustración contenida en mi trato para fingir que todo está bien y que todo me da igual, y los movimientos de arriba abajo de los ojos de uno de los colegas, y las confesiones que sólo yo encuentro en los ojos lúgubres de una de las colegas y que mandan a segundo término “Somewhere, Some Woman” –la canción de Brant Bjork que ahora suena en la playlist–, y los recuerdos volátiles de todo lo que soñé anoche (y que me mantuvo escribiendo durante varias horas), y mis inefables deseos de correr y correr como Forrest Gump hasta que mis pulmones revienten, hasta perder el aire, y mis inefables deseos de sentarme a escribir hasta que mis uñas se caigan y hasta que mis dedos queden adormecidos, y querer que se inviertan los papeles y que mi vida dependa de lo que leo y de lo que escribo.
Me siento junto a mis colegas en el aula y me quito los audífonos y les sonrío y continúo perdiéndome en sus ojos lúgubres, y pienso en la cantidad de personas de ojos lúgubres que he conocido en mi vida y en la cantidad de infiernos personales que revelan los ojos lúgubres, y continúo sintiéndome inspeccionado por sus miradas incómodas de arriba abajo, y pienso en la cantidad de personas que en algún momento de mi vida me han mirado de arriba abajo y que a lo mejor ellas no apuestan gran cosa por mí y creen que me la paso viendo televisión para pasar el tiempo, y que no reflexiono en los pormenores terribles de cada segundo terrible ni en las vicisitudes de mi carrera académica, y acabo odiándome a mí mismo y sintiéndome ridículo e inseguro, y quisiera gritar y romperlo todo.
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