Los gatos pasan encima de mí en la cama, como si no pesaran más que una almohada de plumas, me despiertan, y no puedo ignorar cuánto me duele el tobillo izquierdo; siento mucho dolor, como una punzada terrible, como si los músculos estuvieran rotos, como si un nervio estuviera inflamado, como si el hueso del tobillo estuviera carbonizado; como si mi tobillo tuviera mucho sueño, como si mi tobillo estuviera resfriado, como si mi tobillo tuviera cólicos premenstruales, como si mi tobillo tuviera diarrea, como si mi tobillo tuviera tos y alergia estacional y todos los padecimientos posibles; como si yo hubiera contraído raquitismo en el Siglo XIX y las secuelas me hubieran dejado cojo y aún estuviera adaptándome a usar una prótesis que me lastima el tobillo.
Los gatos pasan encima de mí, me despiertan, miro el reloj en la pared de la recámara, son las siete de la mañana, y repaso mentalmente lo que haré hoy, y me siento culpable porque no he podido salir a correr más que un día en esta semana –hoy debería correr, y el viernes también debería correr, pero lo más probable es que el tobillo continúe doliéndome y que no saldré a correr hasta el sábado o el domingo–, y pienso en la presentación que debo terminar para la plática que daré mañana por la tarde para un diplomado de investigación y medicina del sueño; me han invitado a este diplomado desde que era candidato a doctor, sino recuerdo mal en el 2012, cuando Katz y yo vivíamos en Xola, en una colonia bonita que quedaba cerca de todo, cuando Gatusso era un minino y era nuestro único amigo felino y su cabeza cabía en la palma de una de mis manos y le daba su biberón –lo abandonaron en la calle, y su mamá no lo amamantó– y yo me fumaba inconscientemente un Camel al mismo tiempo; y en otras ocasiones que me han invitado a este diplomado me he sentido un poco fuera de mi hábitat, hablando de temas que no me gustan mucho (y que incluso me aburren un poco), pero en esta ocasión, cuando la presidenta de la sociedad que organiza este diplomado que ocurre cada dos años más o menos desde el 2008 se comunicó conmigo en diciembre le planteé hablar sobre un tema que me fascina y ella me dio luz verde.
Los gatos pasan encima de mí, ya estoy despierto, y reparo en que tendré una junta a las 13: 30 por Zoom con los colegas del departamento de ciencias de la salud; allí la jefa de departamento nos presentará a una profesora temporal (como yo) que impartirá estadística avanzada durante este trimestre (yo impartiré una clase los lunes, los martes y los jueves, de las 13:00 a las 18:00, cada día, y otra clase los miércoles, de las 14:00 a las 17:00), nos hablará sobre la página de internet del departamento y sobre la necesidad de retomar los seminarios departamentales; también repaso mentalmente lo que me espera dentro de la siguiente hora: ir al estudio y pincharme un dedo y medirme la glucosa y anotar cuántos mg/dl de glucosa en sangre tengo en ayuno, bajar a la cocina y buscar los platos de los gatos y darles comida blanda, cambiarles el agua –Gatusso siempre ensucia y tira el agua– y la arena, y buscar a Jackson –raras veces baja a la cocina, a la hora del desayuno– y llevarle su plato con comida blanda, y esperar a que Yoko o Gatusso o Jackson usen el arenero justamente cuando acabo de limpiarlo y entonces tener que limpiarlo otra vez, y entonces tener que barrer otra vez el cuarto donde está el arenero y entonces tener que volver a sacar la arena que acaban de ensuciar al bote de basura del patio.
Los gatos pasan encima de mí y ya se dieron cuenta que desperté y comienzan a maullar –sobre todo Gatusso– y a merodear alrededor de la cama como si fueran tiburones merodeando la balsa en la que agoniza un sujeto después de varias semanas de naufragio, y pienso que debería quedarme otros minutos tumbado en la cama, pero ya no tengo sueño y los maullidos de los gatos son cada vez más insistentes.
Me siento en un borde de la cama, escucho la respiración de Katz que continúa de visita en algún mundo onírico que olvidará apenas despierte y que nunca me contará, y estiro un brazo hacia la mesita de centro y tomo mi teléfono celular y lo enciendo, y recuerdo todas las cosas que tengo que hacer en cuanto me levante y vuelvo a pensar que debería tumbarme en la cama otros cinco minutos, pero también vuelvo a reparar en que ya no tengo sueño y en que los gatos están cada vez más impacientes y en que Katz sigue dormida y en que no quisiera perturbar su descanso.
Estoy en estos pensamientos que son como un torbellino, cuando suena una notificación del teléfono celular. Apenas distingo el sonido, por debajo de los maullidos de Gatusso, de Yoko y de Jackson. Puede ser cualquier cosa –un Whats que requiere una respuesta urgente, un depósito inesperado de $20 MDD en mi cuenta bancaria, un nuevo seguidor en twitter, un mensaje del messenger de Facebook de alguien que no veo desde hace más de quince años–, pero tengo la certeza de que se trata de la notificación más innecesaria de todas las aplicaciones que tengo en mi teléfono: Google Fotos.
Y sí: la aplicación me recuerda que, hace exactamente 9 años, después de haber vivido alrededor de cinco años en el pequeño departamento de Xola, Katz y yo nos mudamos de vuelta a Pantitlán. No me cuesta mucho trabajo recordar que ese día fue sábado y que había cajas por todas partes, y que tomé un par de fotografías mientras Katz bajaba a la calle a abrirle a un sujeto que la había contactado en una página de trueques en Facebook y con quien intercambiaríamos nuestro tanque de gas por dos o tres bolsas de Scoop Away.
Todos estos recuerdos son curiosos, pues en la novela que estoy escribiendo –es mi tercer proyecto: tengo dos versiones de una novela ya terminada que envié dos veces a un concurso “para jóvenes escritores” que resultó un fraude, y tengo otra novela más o menos avanzada, a la que no he vuelto desde que vivimos en Toluca-Lerma–San Mateo Atenco– y que comencé a escribir en enero del 2021, y que es una novela de ficción autobiográfica, el fin de semana intentaba escribir sobre este día y sobre el sujeto que se llevó nuestro tanque de gas y que nos dio dos o tres bolsas de arena para gatos.
Serían como las diez de la mañana cuando el sujeto llegó al departamento. Mi papá había conseguido una camioneta para la mudanza y ya andaba por allí con nosotros, y mientras Katz se había encargado de empacar prácticamente todas nuestras pertenencias, además de encontrar el departamento al que nos mudaríamos y recoger las llaves y acordar con el dueño del departamento cuánto pagaríamos de renta cada mes y cuánto deberíamos depositarle en el primer mes, el papá de Katz había estado ayudándole a ella toda la semana y yo había estado, como siempre que han ocurrido estos traslados, como un inútil quejumbroso toda la semana, escudándome en el estrés que me provocaba el ambiente tóxico del laboratorio de mi tutor de doctorado. Ya no soportaba un día más en ese laboratorio.
Mi tutor había perdido el control sobre su grupo de investigación y yo estaba a punto de quedarme sin beca doctoral –como la dueña del pequeño departamento de Xola nos iba a subir la renta y como Katz y yo tendríamos que vivir algunos meses con nuestros ahorros y con los ingresos de Katz, que trabajaba en una agencia aduanal, nos mudábamos de vuelta a Pantitlán–, estaba empezando a escribir mi tesis doctoral y terminando los experimentos de mi cuarto artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada; y, sin embargo, aunque incluso había sacrificado mi estabilidad económica para publicar más artículos que los que necesitaba para titularme –como requisito de titulación el posgrado sólo exigía un artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada–, cuando mi tutor perdía la cabeza, nos reunía a todos los que formábamos parte de su grupo y nos decía frente a todos (o nos enviaba un correo-e masivo) todo lo que le parecía que hacíamos mal cada uno, y a mí me decía que yo sólo seguía sus instrucciones y que no tenía iniciativa y que no era ambicioso, así que yo ya no soportaba un día más en su laboratorio.
Cuando el tipo de la arena llegó al departamento, Katz me lo presentó y me pidió que le entregara el tanque de gas, y entonces el tipo, mi papá y yo subimos a la azotea. Mi papá y el tipo de la arena me decían algunas cosas y no podía prestarle atención a ninguno de los dos. Mientras mi papá me hablaba sobre su trabajo, sobre algún padecimiento que le molestaba y sobre algunos problemas familiares, el tipo de la arena me decía que era editor en jefe de una revista literaria y que sus oficinas estaban enfrente del Parque Hundido y que él y su chica se habían mudado recientemente a un departamento que estaba cerca de las oficinas y que los tanques de gas estaban carísimos y que nos agradecían muchísimo el intercambio.
Yo le pregunté sobre la revista literaria al tipo de la arena y allí vi una oportunidad, y entonces le dije que yo escribía, y quería contarle sobre ese aspecto de mi vida con un poco de detalle para que no se quedara con la idea de que yo escribía, tal y como millones de personas dicen que escriben, pero mi papá estaba muy angustiado por los problemas que tenían mi tía, mi prima y mis sobrinas, y necesitaba desahogarse conmigo.
Ante mi incapacidad para controlar la situación, apoyé los codos en una de las bardas de concreto de la azotea y me quedé mirando desde allí la colonia de ese edificio de tres pisos junto a Tlalpan, frente a un Sanborns, a unas cuadras de las estaciones Xola y Villa de Cortés del metro, a unas cuadras de la estación Las Américas del metrobús, en el que Katz, Gatusso y yo habíamos vivido.
Por primera vez reparé en que era una colonia bonita y bien ubicada, y en que nunca la había disfrutado. Pensé en todas las cosas que habían pasado en un lapso de cinco años, y me pregunté si algún día regresaríamos a vivir a una colonia similar.
Bajamos hasta la calle, el tipo de la arena se encargó de bajar él solo el tanque de gas, mi papá y yo lo acompañamos hasta su auto, el tipo me dio un par de ejemplares de la revista en la que era editor en jefe y me dijo que le enviara uno de mis textos y que seguíamos en contacto. Yo le dije que me bastaba con su retroalimentación.
Apenas acabamos de instalarnos en el departamento de Pantitlán –teníamos pocas cosas, y Katz y yo terminamos de instalarnos en menos de 24 horas–, me puse a escribir un relato para enviárselo al tipo –algo sobre un sujeto que llevaba a su novia ebria de vuelta a su casa, después de una fiesta, el día que la selección sub 21 había ganado el mundial de la categoría en Perú– y se lo envié. Por supuesto: nunca me contestó.
Ya pasaron nueve años de ese día, y mi tía, mi prima y mis sobrinas continúan teniendo problemas, y me pregunto quién vivirá ahora en ese departamento de Xola qué será de la vida del tipo de la arena: ¿al menos habrá leído el texto que le envié? (¿alguno de los integrantes de los comités de los concursos “para jóvenes escritores” leería una de las novelas que envié...?); si ahora mismo el tipo de la arena leyera esta entrada, ¿le parecería trivial?, ¿sentiría curiosidad por leer aquel texto que le envié en el 2013...?, si un desconocido leyera esta entrada fortuitamente, creyendo que no la escribí yo, sino una estrella de rock de las letras, ¿le volaría la cabeza...?