miércoles, 19 de enero de 2022

shot de moderna


A las 12: 50 llegué al centro de vacunación –es la misma escuela secundaria en la que me vacunaron en mayo del año pasado– y me formé en una fila de no más de veinte metros. Entre dos mujeres que estaban formadas adelante de mí, distinguí a dos conocidos de la universidad: un profesor que tenía su cubículo a dos cubículos de mi cubículo en las aulas que ocupábamos antes de la pandemia –en estos casi dos años de pandemia, una de las tantas cosas que han cambiado en la universidad, ha sido la inauguración de un edificio al que nos hemos mudado apenas a finales de octubre– y un chico que se encarga de coordinar diversos asuntos en el Campus Virtual de la universidad. 

Sólo el chico de Campus Virtual me ve y nos saludamos, y el breve encuentro me hace recordar aquella ocasión en agosto del año pasado en la que fui a la universidad a firmar unos documentos y a sacar un equipo de investigación. Aún estábamos en semáforo rojo y el acceso a la universidad estaba restringido y yo había solicitado el acceso y la salida del equipo por una vía errónea y él me dio la oportunidad de hacer el papeleo después. Hacía sol, pero, de un momento a otro, se nubló y comenzó a lloviznar y yo tuve que esperar casi 15 minutos un Uber para regresar a la casa.  

A diferencia de mi primera y única dosis de CanSino que recibí en mayo del 2021, ahora no me siento ansioso. Entonces tenía varios meses encerrado en la casa, apenas saliendo para lo indispensable. Todas mis clases eran por Zoom y estaba un poco obeso y mi vida era muy sedentaria. Estaba tan enajenado con mi trabajo, que ni siquiera sabía qué clase de vacuna recibiría. He estado yendo a la universidad regularmente desde noviembre, algunas de mis clases ya han sido presenciales –incluso he tenido que suspender mi clase de hoy–, corro 5 kilómetros regularmente, me queda la ropa que me ponía hace 5 años y he salido varias veces a la calle. 

Ahora hay más gente en la calle y sin embargo no hay tanto bullicio alrededor del centro de vacunación. Toda la gente parece acostumbrada a la pandemia y al uso de mascarillas. 

La fila avanza rápidamente. Unos sujetos nos piden tener a la mano los documentos que avalan que debemos recibir la vacuna ese día y en ese lugar –personal que trabaja en el sector educativo–, y nos dicen dos o tres cosas que debemos escribir en la solicitud –nombre y lote de vacuna– y revisan rápidamente los documentos.

A las 13: 03 estoy entregándole los documentos a otro sujeto adentro de la escuela. El trámite es muy rápido y camino hacia uno de los patios de la escuela en el que hay varias sillas dispuestas en un montón de filas, junto a unas mesas en las que están los médicos y las enfermeras y las hieleras con las vacunas. El lugar estaba en las mismas condiciones en mayo.

A las 13: 20 estoy saliendo del centro de vacunación.

lunes, 17 de enero de 2022

tirar la toalla


Tienes casi un mes con tos. El frío te carcome los huesos. El estrés no te deja dormir. Todas las cosas se juntan en una semana: la dosis de refuerzo de la vacuna contra el covid-19, el informe anual de actividades del consejo editorial que presides desde hace dos años, el examen de recuperación que debes preparar para un grupo de estudiantes que no asistieron a clases y que no entregaron ningún trabajo en tres meses pero que merecen la oportunidad de aprobar un curso, las dos clases de cuatro horas y media de esta semana para ese otro grupo de estudiantes que en general sólo esperan que les des cápsulas informativas de media hora sobre capítulos de ochenta páginas, la engorrosa burocracia de la actualización de la firma-e y las seis o siete horas que le has invertido el miércoles, el jueves y el sábado sin ningún éxito... 

Estás en un sueño cálido, que es como imaginas que es un sueño de morfina, y sueñas que ninguna de las cosas que ocurren en la realidad vale la pena y tienes un fuerte impulso para escribir y sabes que las palabras y que las oraciones y que los diálogos fluirán como en los viejos tiempos en los que podías dedicarte exclusivamente a escribir, pero la vejiga llama desde las profundidades del frío de la mañana del lunes y luego el gatito más grande de toda tu familia maúlla como la sirena de una ambulancia que se dirige a la escena de una tragedia y la vejiga y el gatito se convierten en las únicas sensaciones que se filtran por el tálamo y ya no puedes más y tienes que levantarte de la cama y luchar contra el frío que penetra tus poros como un cuchillo afilado.

Son las siete de la mañana. Extrañamente, no has tosido. Todavía el sábado y el domingo y los días anteriores estuviste teniendo infernales ataques de tos. Te gustaría salir a correr, tal y como lo hacías en el otro fraccionamiento. Comenzaste en julio, después de que tus análisis de sangre revelaran que tenías 300 mg/dl de glucosa en sangre en ayuno. Primero, te costó trabajo adaptarte. En diciembre, ya corrías 5 kilómetros en media hora –cada kilómetro en seis minutos– y disfrutabas salir a correr por las mañanas –entre siete y ocho de la mañana– y darle varias vueltas al fraccionamiento, escuchando música a través de tus audífonos, sin ser molestado por malas caras de nadie, excepto uno que otro perro y uno que otro humano que sacaba a pasear a su perro o que también salía a ejercitarse. 

En este fraccionamiento al que te mudaste hace poco más de un mes, todo es diferente: es más pequeño que el anterior, no hay más que paredes y casas –en el otro fraccionamiento había un paisaje de las montañas fabuloso y dos canchas de basquetbol y un jardín con juegos para niños y una pequeña pista para correr– y correr es muy monótono y muy familiar; no puedes correr con la misma privacidad que en el otro fraccionamiento y algunas personas se comportan como si creyeran que estás espiándolas. 

La tos y el frío y la incomodidad de correr en un lugar tan pequeño y tan monótono y todas las cosas que tienes que hacer, te quitan las ganas de salir a correr.

Te levantas a orinar. Estás allí varios minutos, de pie frente a la taza del baño, viendo cómo cae la orina como una cascada cristalina que fluye sin cesar. Sólo estás unos minutos, pero para ti son varias horas. Ya acallaste a la vejiga, pero el gatito no ha dejado de maullar. Está hambriento. Siempre tiene comida estándar disponible, pero cada mañana –y al mediodía, y a las tres de la tarde y a las siete de la noche– le das de comer comida blanda. Quisieras recordar todos los momentos felices que has compartido con él: cuando llegó a tu vida hace más de diez años, cuando tu esposa y tú acababan de mudarse a su primer departamento –un departamentito con una recámara, un baño, una pequeña cocina y una sala comedor, en el primer piso de un edificio en Xola, a unos metros de la Calzada de Tlalpan; todo quedaba cerca y también allí había un pequeño parque al que podías salir a correr, pero estabas tan presionado por el ritmo de trabajo del laboratorio en el que cursabas tus estudios de posgrado, que sólo bebías y fumabas como loco cada fin de semana y cuando tenías oportunidad– y el gatito te mostró su corazón y poco a poco se convirtió en un ser al que quieres mucho, pero ahora sólo piensas en su impaciencia.

Sales a encender el bóiler. 

En esta nueva casa hay que encender manualmente el bóiler. La primera vez que pagaron el gas, pagaron $600 y lo usaron 15 días. En la otra casa, el bóiler se encendía cada vez que usabas el agua caliente y pagaban $600 cada tres meses. 

Alimentas a los gatitos y los contemplas en su mundo felino, en el que son felices si les das de comer. Sales a la terraza y haces algunos estiramientos para lidiar con la frustración de no salir a correr a este pequeño fraccionamiento en el que algunos vecinos te miran como un espía cuando pasas corriendo por sus casas con tu equipamiento de jogger.

Entras de nuevo a la casa y subes al estudio a pincharte un dedo para medirte la glucosa, tal y como haces desde hace más de medio año. Tratas de calcular cuántas cajas con 50 tiras reactivas has comprado y cuántas veces te has pinchado y cuántas veces has tenido menos de 100 mg/dl de glucosa en ayuno, pero el resultado que comienzas a adivinar te decepciona –sabes que además viene la metformina, media pastilla cada tres veces al día, y adivinas el daño que eso le provocará a tus riñones– y dejas de calcular. 

Te sientas frente al escritorio y escribes dos o tres cosas en la libreta en la que registras tu glucosa en ayuno y te levantas del asiento y te metes a bañar y tratas de ignorar el hecho de que, en comparación con lo que pagaban en el otro fraccionamiento, han pagado el triple de agua y todos los días te has bañado con apenas un chorro de agua. 

El agua está caliente, pero el chorro de agua apenas cae por tu cuerpo y añoras los baños en la casa del otro fraccionamiento: el baño era más pequeño y más feo, pero siempre te bañabas con suficiente agua, aunque el agua estaba muy fría o muy caliente. 

Tratas de ignorar las imágenes de los cuerpos desnudos que merodean tu cerebro y que te llevan a procrastinar todo lo que tienes que hacer hoy, y te enfocas en rasurarte, en lavarte el cabello y en enjabonarte todo el cuerpo. 

Al cabo de unos minutos, cierras la llave del agua y atraviesas el umbral entre tu cuerpo caliente y tu cuerpo húmedo en el enfriamiento y abres la puerta del cancel y tomas la toalla y te secas la cabeza y el cabello y el resto del cuerpo y te mueves impulsivamente para subir la temperatura de tu cuerpo, deseando que en la primavera cambien las cosas, y piensas en cuánto quisieras tumbarte en la cama y tomar el sol desde tu cama y leer por placer y escribir por placer y percibir un sueldo por leer y por escribir y poder tener una vida decente por eso, y no tener que hacer tantos trámites engorrosos para que no pierdas el estímulo económico del SNI de este mes, pero tu realidad es todo lo que has escrito hasta hoy y a veces quisieras tirar la toalla.