Las náuseas absorbían todas mis fuerzas y capturaban todos mis sentidos. Las náuseas eran el centro de todo. Las náuseas eran mi universo. Las náuseas eran mi hábito. Las náuseas eran mi miseria. Las náuseas eran mi sensación primordial.
Tenía varios meses luchando estoicamente contra ellas. Algunos días eran menos malos que otros, pero este día que recuerdo en particular, ya estaba harto de las náuseas. Desde la mañana, mientras me bañaba y me vestía, había estado luchando contra ellas. En el trayecto al trabajo, mientras intentaba ignorar el pestilente aroma del desayuno de una familia en el transporte público, no habían dado tregua. En la caminata desde Rojo Gómez hasta la universidad, mientras mis pensamientos se enfocaban en el día en el que todo volviera a la normalidad y mi salud no me mantuviera contando las veces que producía saliva en cantidades ingentes a lo largo del día, no habían claudicado. Las náuseas, particularmente ese día que recuerdo ahora mismo, ya habían durado más que de costumbre y me sentía miserable e incapaz de tolerar un día más de miseria.
Conforme caminaba hacia el Edificio S y trataba de contagiarme de la vida que iba colmando la universidad, vislumbraba mi día: entre 9 y 10 de la mañana, las náuseas remitirían, pero entre 11 y 12 serían tan intensas que tendría que salirme del cubículo y caminar por la explanada de la universidad, intentando distraerme y tomar aire.
También pensaba que, a ojos de mis compañeros de trabajo, yo era un sujeto que acababa de terminar el doctorado y que nunca parecía entusiasmarse por nada. Me perturbaba no tener la suficiente confianza para decirles que me sentía del carajo desde hacía varios meses. Deseaba decirles que mi vida era un infierno y siempre estaba esperando el momento oportuno para decirlo, pero ese momento nunca llegaba.
Me recuerdo subiendo las escaleras hacia el tercer piso del edificio S, pensando en todas estas cosas nauseabundas, cuando él apareció en el rellano de las escaleras del segundo piso. Estoy seguro de que mi rostro era el de un condenado a muerte, pues lo primero que me dijo, fue:
“Uy, ¡no desbordes tanta pasión por tu trabajo!”
Inmediatamente tomé aire, para asegurarme de que el vómito no saliera expulsado por mi boca, y le expliqué brevemente que me sentía mal, que tenía alrededor de ocho meses bajo tratamiento médico, que me habían realizado varias endoscopías y que estaba evaluando la posibilidad de que me intervinieran quirúrgicamente.
Su semblante, antes sarcástico, cambió. Sentí una especie de empatía de su parte.
Se puso serio y me dijo que lo lamentaba y que esperaba que mi salud mejorara. Se fue a su oficina y yo continué mi camino hacia el tercer piso.
Varios meses después –ya había pasado por el quirófano y por el periodo de recuperación post-operatoria–, nos volvimos a encontrar, pero en esta ocasión a la salida de la universidad. Serían las seis o siete de la tarde. Él iba en su camioneta Mazda de color gris y yo iba a caminando. Empezaba a llover. Apenas podía sostener el enorme paraguas que acababa de comprarme para la temporada de lluvias. Nuestras miradas se cruzaron y entonces él me hizo señas con las manos y detuvo la Mazda a unos metros de mí y bajó la ventana del lado del piloto y me preguntó hacia dónde iba y yo le dije que iba a la Calzada Javier Rojo Gómez.
Me ofreció darme un aventón y me subí a la camioneta y me senté en el asiento del copiloto. En el breve recorrido de cinco minutos, me platicó algo sobre la camioneta. Me dijo que la camioneta necesitaba mantenimiento y que iba a llevarla al taller mecánico en ese preciso momento. Me dijo que su hijo saldría de la ciudad en la camioneta y que él quería asegurarse de que no le fallara nada. También creo que me dijo que no le agradaba la forma en la que su hijo trataba la camioneta.
De un momento a otro, también encontró la manera de presumirme que había hecho su doctorado en el Reino Unido y que algunas de sus colaboraciones con investigadores del Edificio S estaban en marcha.
Me bajé al llegar a Rojo Gómez, abrí el enorme paraguas nuevamente y me despedí de él.
No recuerdo exactamente cuándo fue la última vez que lo vi, pero recuerdo aquella ocasión en la que se portó muy hostil durante las presentaciones de los planes de trabajo de los candidatos a la Jefatura de un Departamento y uno de mis colegas le dijo que si así se portaba antes de ser Jefe de Departamento no quería imaginarse cómo sería si llegaba a ser Jefe de Departamento.
También recuerdo aquellas otras ocasiones en las que llegaba a la oficina en la que nos habían dado asilo después del terremoto del 2017 –el Edificio S sufrió daño estructural y fue inhabilitado–, buscando al Jefe de Área, que también había sido candidato a la Jefatura del Departamento. Iba a pedirle su opinión o a informarle sobre alguna situación en particular –como, por ejemplo, cómo iban a reasignar espacios a los investigadores que habían sido desalojados del Edificio S. (Entonces, a pesar de su hostilidad aquel día de las presentaciones de los planes de trabajo, ya había ganado la Jefatura y sus colaboradores ya tenían espacios de trabajo y sin embargo nosotros estábamos asilados en una oficina y los jefes del laboratorio en el que yo trabajaba incluso pagaban una renta en un sitio externo a la universidad para que sus alumnos tuvieran un espacio donde pudieran realizar sus experimentos.)
En nuestra estancia en esa oficina, también recuerdo haber escuchado algunas veces cómo llegaba en busca del Jefe de Área. Si no lo encontraba, se dirigía de manera grosera a la gente que trabajaba en esa oficina (siempre y cuando no hubiera testigos del mismo rango académico que él) y a veces le llevaba algún té inglés.
Esto es lo que recuerdo.
(Ahora que lo pienso mejor, creo que la última ocasión en la que lo vi fue hace casi dos años, en el funeral del Jefe de Área.)
En estos días algunos de sus allegados estuvieron solicitando en redes sociales cooperaciones para sostener los gastos de su hospitalización. Tenía Covid-19 y estuvo internado varios días en un hospital. En este semana tuvo complicaciones y hoy falleció.