jueves, 31 de diciembre de 2020

Segundo Semestre



Tengo este enorme libro en mis manos. Aún no lo he abierto, pero intuyo el contenido y el aroma y la textura de sus páginas, y todos estos atributos me hacen recordar la época en la que lo compré y cuando te conocí.

Estábamos en el segundo semestre de la licenciatura y tomábamos tres horas consecutivas de Sensopercepción todos los jueves. 

Faltaban algunos meses para que la selección francesa ganara su primer mundial en el Estadio Saint-Dennis, Ronaldo ni siquiera había anotado su primer gol en un mundial, Luis Hernández tampoco le había anotado ese agónico gol a Van der Sar en los últimos segundos del último partido de la fase de grupos en la que la Selección Mexicana se había enfrentado a Corea del Sur y a Bélgica. Arturo Brizio Cárter ni siquiera había expulsado a Zidane. 

El profesor que impartía el curso era muy solemne –parecía un robot– y sus clases eran aburridas. Lo que más recuerdo de su clase son tres eventos: unas pinturas de Marc Chagall que vimos, cuando nos habló del sistema visual; un alumno al que invitó a tocar una canción sin sentido en un teclado, cuando nos habló del sistema auditivo; y la famosa novela de Patrick Süskind que nos pidió leer y reseñar, para que aprendiéramos sobre el sistema olfativo. 

Me preparo para abrir el libro y recuerdo que raras veces leí algún capítulo completo, y pienso que se debe a que el libro en sí es un tanto árido y a que el método de enseñanza del profesor robot no me alentaba a aprender por mi cuenta. 

Ahora, tras haber impartido clases por más de diez años, en cuatro universidades distintas (incluyendo la facultad en la que tomé el curso de Sensopercepción al que me refiero), tanto a nivel licenciatura como posgrado, comprendo la postura del profesor robot. 

Es peligroso impartir un curso y no limitarse a enseñar exclusivamente lo que dicen los programas de estudios. La mayoría de los estudiantes son listos y comprometidos, y aprecian el tiempo que uno se toma para pensar en ejemplos claros que tengan alguna relación con sus vidas o con el acontecer contemporáneo, pero, ocasionalmente, no faltan los seis o siete estudiantes exigentes y autocomplacientes que se reúnen y que se toman el tiempo para analizar exhaustivamente las videoconferencias del curso que les compartes, en busca de tus errores. 

Tampoco puede faltar el estudiante que se deslinda de toda responsabilidad y que culpa de su bajo desempeño académico al profesor –incluso si no entregó tareas ni contestó exámenes y no asistió ni a la tercera parte del curso– y que, además, acaba reclutando a sus amistades, para convencerlas de ser partícipes de su causa y de firmar una “dura” carta en la que expresa su “profunda preocupación por su aprendizaje” y en la que te acusa de ser un mal docente.

(Este es otro tema: todos tenemos la libertad de denunciar lo que nos parece injusto, pero no necesariamente todo lo que percibimos como injusto, es injusto. ¿Quién nos ha dicho que nuestro criterio, es el criterio imperante? ¿Otros sujetos de nuestra edad, que tienen una mentalidad similar a la de nosotros...?) 

En fin, allí estabas tú, querida, mirándome insistentemente desde tu banca, durante las clases. Desde el principio, me intrigó tu mirada. (Sobre todo porque algunas veces me sonreías.) Ya sabía tu nombre, pero te desconocía por completo. Imaginaba qué clase de vida tenías, qué clase de cosas hacías al salir de la escuela, cómo sería pasar contigo toda la tarde hablando por teléfono...

Algún día de alguna semana, te vi sola –generalmente, te acompañaban tus amigas–, sentada en una de las jardineras de la facultad, y me acerqué a ti.

Te pregunté si podías leer algo que había escrito y si podías darme tu opinión.

Me sonreíste como lo habías hecho tantas veces en las clases y me preguntaste de qué se trataba lo que había escrito. 

Te había escrito un poema de dos cuartillas. Con una máquina de escribir, lo había transcrito de alguna libreta a una hoja cuadriculada y sólo quería que lo leyeras. 

Debí de insistir en que lo leyeras, sin darte ninguna pista. Tomaste la hoja y comenzaste a leerla.

Era obvio lo que pasaba allí y sin embargo me seguiste el juego. 

Suspiraste y pusiste una mirada reflexiva. 
Me dijiste que creías que el autor hablaba de una persona a la que deseaba mucho, o algo así, y tal vez después me preguntaste qué significaban ciertas palabras que no eran tan comunes. 

Te dije que el poema hablaba de ti y que tenía varios días queriendo regalártelo. Antes de que dijeras algo, te dije rápidamente que me gustabas. Volviste a sonreír, pero de un modo distinto al que me tenías acostumbrado. Tu sonrisa me dejó sin palabras. Mi corazón latió rápidamente. Intuí que estábamos en la misma frecuencia

Me dijiste que te había gustado el poema y que yo también te gustaba, y casi de inmediato comenzamos a salir. 

Los recuerdos que detona este libro de Margaret Matlin, también me llevan a pensar en que un jueves, después de la clase del profesor robot, vimos Pulp Fiction en el cineclub de la facultad. 

Mientras nos sentábamos en una de las últimas filas del auditorio en el que proyectarían el filme de Quentin Tarantino, me dijiste que lo habías visto en la Cineteca, unos meses después de su estreno. Yo te sonreí y tú tomaste una de mis manos y yo sentí que toda mi sangre se concentraba en mi entrepierna y entonces me pregunté si las cosas habrían sido iguales entre los dos, de habernos conocido entonces. 

Antes de entrar a la universidad, lo que más deseaba era tener una novia.

En la escena en la que Fabienne le dice a Butch Coolidge que le hará sexo oral, te miré con el rabillo del ojo y me pregunté si tú y yo llegaríamos a tener una relación tan intensa como la de ellos dos. No estuvimos juntos ni dos meses. Te hartaste de mí. Me dijiste que sólo parecíamos amigos y que yo sólo me limitaba a verte en la escuela y que ni siquiera te llamaba por teléfono. Esperabas más de mí, y terminaste conmigo en el Metro Copilco. A los pocos días, volviste con tu ex –él trabajaba en OCESA y supuestamente incluso había sido escolta de Marilyn Manson en su primera visita a México– y pasé unas larguísimas vacaciones de verano lamentándolo. 

Más de veinte años después, preparo un curso de Sensopercepción, abro un libro de texto y pienso en ti.
 

sábado, 19 de diciembre de 2020

sentado en un sillón


El sábado me olvido de la incertidumbre 

Transcurro como un drogadicto a través de las horas
Sentado en un sillón 

Todo es viejo para mí 
Mi juventud quedó a años luz de este sol que apenas calienta 
Mi juventud quedó a años luz de este sol que quema mi espíritu 
como si estuviera hecho de cera

Todo es viejo para mí 
Mi infancia está en la prehistoria
Cuando la gente tomaba Pepsi
Cuando Madonna y Michael Jackson 
Hacían que los niños se vistieran como ellos 
Y que los jóvenes bailarán en las fiestas como ellos

Todo es viejo para mí
Mi energía dura menos que una llovizna en primavera
Mis sueños duran menos que un abrir y cerrar de ojos 

La nostalgia y el ocio de la juventud 
Me arden en los ojos llenos de virus 
Los escalofríos de la abstinencia de la infancia 
Hierven en mi epidermis y en mis pulmones secos y oprimidos 

Todo transcurre como un paraíso artificial
Como si fuera heroína recorriendo mis venas 
Y desfogándose en el corazón de mi memoria 
Como un tren silencioso
Como una muerte tranquila y sin dolor
Como una muerte que llega suave y en un momento inesperado 

Voy respirando con calma 
Y mis recuerdos van latiendo 
Y las horas avanzan hacia el barranco de la media noche 
Y se despeñan y sus ecos atraviesan mis oídos 
Y se quedan enjaulados como un nudo en la garganta 
Y me levanto del sillón en el que he estado
Leyendo algunas páginas de una biografía de una estrella de rock 
Y el sábado agoniza como un condenado a muerte 
Que ha perdido la cabeza en la guillotina 
Tras haber sido acusado de extrañar su juventud 

lunes, 14 de diciembre de 2020

Aneurysm


Este álbum que hoy cumple 28 años, tenía 2 ó 3 años de haber salido a la venta, cuando lo compré. Me cuesta trabajo creer que había transcurrido tan poco tiempo desde su lanzamiento y desde la muerte de Kurt Cobain. Me parece que 2 ó 3 años se van en un abrir y cerrar de ojos, y que uno no es consciente de ello sino hasta que lo analiza. Tan sólo tengo 2 años viviendo en esta casa que rentamos en Lerma y tan sólo tengo 2 años trabajando en esta universidad, y los dos años se han ido en un abrir y cerrar de ojos, a pesar de que hemos atravesado una larga huelga y una larga pandemia. 

Cuando compré el CD de Incesticide, estaba acabando el primer año, o estaba comenzando el segundo año, de la prepa. No lo recuerdo exactamente, pero lo que sí recuerdo es que mi “fiebre” por Guns N' Roses ya había pasado –ya tenía en cassette todos los álbumes de “la banda más peligrosa del planeta”–, y que, desde hacía más de medio año, escuchaba a Nirvana. 

En octubre o noviembre de 1994, un amigo de la prepa me había grabado Nevermind en cassette y yo me había comprado el Unplugged In New York en la Noche Buena de ese mismo año. Esto es muy importante para mí, pues el Unplugged había salido a la venta tan sólo unos días antes y yo pude escucharlo casi de inmediato. 

En los primeros días de 1995 compré un VHS pirata de Live Tonight Sold Out!!! y había estado viéndolo una y otra vez, sin ser plenamente consciente de que la muerte de Kurt Cobain tenía sólo unos cuantos meses. Me fascinaba su status de estrella de rock, cantando “Come As You Are” salvajemente en Ámsterdam, o dando entrevistas tumbado junto a una cama con gafas oscuras y respondiendo con apatía, o destrozando su Fender Stratocaster negra mientras Novoselic y Grohl continuaban tocando y un puñado de jóvenes eufóricos lo idolatraba. 

Antes de tener el VHS, ya había visto “About A Girl” –y parte de “Endless, Nameless”– en un canal de videos de la televisión abierta, y el contraste de la versión unplugged y de la versión eléctrica también me fascinaba. 

Una de las primeras canciones del VHS se llamaba “Aneurysm” y tampoco podía sacármela de la cabeza. Aunque la versión que conocía era “en vivo”, me gustaba cómo sonaban los tres acordes de la guitarra al inicio de la canción, me gustaban las partes en las que el bajo y la batería se apoderaban de la canción y me gustaba cómo se combinaban los tres instrumentos y la voz de Cobain en el coro. Me parecía una canción muy punk.

La parafernalia asociada a la muerte de Cobain –el montón de playeras con diferentes diseños de su rostro y que traía todo mundo en la escuela, el nombre de su banda pintado con la misma litografía que venía en los álbumes, en uno de los callejones detrás de la escuela; las letras de sus canciones más populares, rayoneadas con pluma en las bancas de las aulas, o los copycat que se vestían como él y que traían el cabello desaliñado como él, pero que ni siquiera podían tocar “Polly”–, también me daba vueltas en la cabeza. 

Me obsesionaba la música de Nirvana y me intrigaba Kurt Cobain. No entendía por qué había decidido terminar con su vida, cuando se encontraba en la cima del éxito y acababa de convertirse en papá. 

También estaba obsesionado en tener una guitarra eléctrica como la suya y en aprender a tocar “About A Girl” y Aneurysm”. Obviamente, quería formar una banda y convertirme en una estrella de rock.    

La prepa en la que estudié está a unas cuadras de La Merced, y a unos metros de La Merced había un Discolandia. A veces, entre clases, si ya nos habíamos aburrido de jugar futbol todo el día, algunos de mis compañeros (a los que les gustaban U2 y Caifanes) y yo, nos dábamos una escapada a esa tienda de discos.

Cierto día, un amigo y yo fuimos a Discolandia. 

Tenía suficiente dinero ahorrado para comprarme un CD –no trabajaba, pero mis papás me daban una mesada que me alcanzaba para los pasajes y para comprarme ocasionalmente alguna cosa para comer en la calle– y había planeado durante varias semanas ir a la tienda de música a comprar un álbum.

Originalmente, quería comprarme Appetite For Destruction en CD –a diferencia del cassette que tenía, el CD traía un “bonus track” de un cover de Rolling Stones–, pero cuando llegué al Discolandia vi el Incesticide y decidí comprarlo.

Me llamó la atención la portada del álbum. No sabía que era una pintura hecha por Kurt Cobain, pero, sin duda, era una portada muy distinta a las portadas de Bleach, de Nevermind o del MTV Unplugged In New York.

Le eché un vistazo a la contraportada, vi el pato de juguete que aparece allí y leí el nombre de las canciones. Entre otras canciones, el álbum traía “Aneurysm”, una versión new wave de “Polly”, “Been A Son” y “Sliver”.

Más o menos sabía de la existencia de algunas de las canciones y también sabía que ése realmente no era el tercer álbum de estudio de Nirvana, sino que era un álbum de lados B y que Dave Grohl ni siquiera tocaba todas las baterías en todas las canciones, pero estos detalles no me parecieron negativos.

Sin embargo, cuando pagué el álbum y lo metí en mi mochila y volví a la prepa con mi compañero, mientras él iba platicándome algunas cosas de Kurt Cobain y de Axl Rose, yo iba preguntándome si ésa había sido la mejor decisión. 

Temía arrepentirme. Pensaba que podría haber comprado otro de los álbumes de Nirvana que también estaban disponibles en la tienda, pero no me arrepentí. En cuanto llegué a la casa, después de todas las clases que se suponía que debía haber tomado, puse el CD en el reproductor y escuché “Aneurysm”. No sé cuántas veces la escuché, pero debieron de ser muchas.  

Mientras llego a este párrafo, suena “Aneurysm” en la grabadora. Me cuesta trabajo creer que estoy escuchando ese mismo CD que compré hace más de veinte años en una tienda de discos que estaba cerca de La Merced. 

La música me transporta a aquella mañana y me pregunto cuántas cosas ocurrieron de un modo distinto al modo en que las recuerdo. 

jueves, 10 de diciembre de 2020

Plazas Outlet



Tengo miles de cosas por hacer 
Tengo miles de pendientes por cumplir 
Tengo fiebre de insomnio
Estallo en fragmentos de angustia

La paranoia me mantiene al borde de la cama
Los recuerdos del viernes pasado me persiguen en mis sueños
Y me despiertan y me hacen sentir que me falta aire y que he contraído el virus

Tengo la impresión de que en cualquier momento comenzaré a toser
Y de que mi salud empeorará en un lapso de 24 horas

En los sueños que he tenido desde el viernes, la casa de mi abuela se ha convertido en la comarca y siempre intento cumplir una misión para salvar a la humanidad 
Y siempre debo escapar de seres malignos que quieren evitarlo
Y siempre aspiro la desolación de la Tierra Media y presiento la angustia de Frodo
Latiendo como una criatura a punto de nacer en mi vientre y de desgarrarme
Y siempre percibo mi propio lado oscuro y presiento a los entes mágicos que me observan con sus mentes codiciosas y destructivas
Y siempre fracaso en cada misión que debo cumplir
Y una porción de la ciudad estalla como si hubiera sido bombardeada por un ejército

El viernes tuve que estar en la calle más tiempo del que me hubiera gustado
Fui a la barbería, a que me cortaran el cabello
Luego tuve que ir a un centro comercial que no visitaba desde febrero o marzo

Los recuerdos de ese día me ponen paranoico 
Y ocupan mis pensamientos y me impiden concentrarme en lo que debo hacer 

La gente caminaba por los pasillos del centro comercial, como si se tratara de cualquier otro viernes antes de la pandemia

La mayoría de la gente portaba mascarillas, cubrebocas, lentes e incluso caretas
Algunas personas traían cubrebocas mal puestos, como si fueran corbatines
Otros sujetos portaban el cubrebocas egoísta de moda
Ese cubrebocas con válvula que las autoridades sanitarias y distintos medios en internet y distintas infografías en redes sociales han señalado mil veces como un cubrebocas egoísta que sólo protege a quienes lo portan 

Había algunos comensales en la sección de comida del centro comercial
Calculo que eran alrededor de veinte
Se veían tranquilos y despreocupados
Ni siquiera guardaban la sana distancia
Comían unos junto a las mesas de otros

Me pregunto cuántas veces han comido en lugares públicos en los últimos nueve meses
Me pregunto cuántas personas sin mascarillas se reunirán en sus casas para celebrar la Navidad y el Año Nuevo
Con la misma tranquilidad y despreocupación que mostraban el viernes

El cine estaba abierto, pero no había gente
Nadie hacía filas para comprar boletos o dulces
Recordé la cantidad de personas que estaban formadas hace un año
Todas querían ver el estreno de la última película de Star Wars

Junto a las taquillas había tres carteles que anunciaban los estrenos de tres películas
Las tramas de las películas parecían de lo más triviales
Una película sugería que el personal de limpieza se había rebelado a los dueños de la casa y que su rebelión nos desternillará de risa
Otra película con actores desconocidos parecía ser un musical romántico basado en la obra de Juan Gabriel
El último cartel mostraba a dos hombres y a una mujer
Sugería que uno de ellos era el esposo y que el otro era el amante 
La fotografía me hizo pensar que sólo la gente con escasa imaginación no podrá adivinar cuál será la trama

Sin embargo, lo que llamó mi atención fue el hecho de que las tres películas serán estrenadas en abril del 2021
No sé qué tan distinta sea la situación para entonces

En una de las salidas de la plaza un hombre disfrazado de Papá Noel y una mujer disfrazada de duende te invitaban a tomarte una fotografía con ellos

Tenían un pequeño negocio con escenografía ad hoc en la que resaltaban los colores rojo y verde y un triste árbol de Navidad 

Pocas personas se acercaban a tomarse la fotografía

Y sin embargo me pregunto cuál es la tasa de contagio a la que están expuestos diariamente

Ninguno de sus disfraces les permitía portar cubrebocas

Lamento que tengan que trabajar en esas condiciones
Y detesto que el egoísmo de unos ponga en riesgo la vida de otros 

Ha pasado una semana y me pregunto si todo lo que vi en el centro comercial es representativo de lo que hacen generalmente todas las personas en todo el mundo todos los viernes

A pesar de que vivimos tiempos que no son comunes

martes, 1 de diciembre de 2020

Tiempo de Vals

Escucho esta canción accidentalmente y me transporta al patio de la primaria. Puede ser cualquier día entre lunes y viernes, de mayo o junio de 1991. Faltan unas semanas para que termine el ciclo escolar y para que bailemos esta popular canción en un salón de fiestas. 

Cuando salgamos de la primaria, no volveremos a vernos. No se me ha ocurrido que no pasarás el examen de ingreso a la secundaria y que tu mamá te inscribirá en otra escuela y que nuestras vidas tomarán rumbos muy distantes. 

Tampoco sé que te llamaré por teléfono a la mitad de algunas aburridas y desesperantes vacaciones de verano de la preparatoria y que me contestarás cortantemente, como si estuvieras segura de que eres adulta y de que yo sigo siendo ese niño que ahora está junto a ti, en el patio de la escuela primaria mientras Chayanne canta.

, y me sentiré estúpido y arrepentido de haberte llamado para preguntar qué ha sido de tu vida. 

Los niños tenemos el uniforme de camisa blanca y suéter y pantalón azul con zapatos formales. Ustedes tienen la camisa azul y falda azul con zapatos formales. Me siento ridículamente emocionado. La canción me parece ridícula. No disfruto bailar, pero presiento tu cuerpo de niña y mi corazón late deprisa, como si fuera una locomotora y estuviera a punto de comenzar la marcha desde cero y hasta ochenta o cien kilómetros por hora. El tiempo se detiene por unos momentos, mientras nuestras miradas se cruzan y detecto esa sonrisa en tus labios que raras veré en otras personas a lo largo de mi vida.  

El sol nos rostiza las cabezas, pero somos demasiado jóvenes como para reparar en ello. La música suena desde una grabadora que se encuentra en una de las esquinas del patio. Somos más de doce parejas de niños de 9 ó 10 años, moviéndose torpemente e intentando lidiar con la vergüenza de bailar para una fiesta de graduación de la primaria. 

La profesora Irene nos indica cómo debemos movernos y yo pienso en las profundidades de almendra de tus ojos y el contacto de tu mano contra la mía es una explosión de emociones preadolescentes que todavía no comprendo tamos a punto de salir de la primaria. La profesora