Tengo los pies fríos, la cabeza me duele, es como si estuviera sumergido en una tina con hielo, y al mismo tiempo mis globos oculares son una pelota ardiente, y mi garganta es un túnel incendiándose, y tengo varios kilos de ropa encima, y apenas puedo moverme, y todo me duele; siento que mis extremidades inferiores y superiores son ligas estiradas al máximo, como me imagino que se siente pisar una bomba en un camino minado, y volar en pedazos dolorosos en los confines de un campo de exterminio..., y mis coyunturas son cables de alta tensión que en cualquier momento harán corto circuito.
Tengo el cuerpo cortado, apenas puedo respirar, soy un animal que agoniza, soy una rata de laboratorio que va volviendo a la realidad, después de haber recibido una dosis letal de pentobarbital, a la que el pasante de licenciatura no sólo no le administró bien el pentobarbital sino que no decapitó bien; soy esa pobre rata de laboratorio que jadea y que agoniza, con la mitad del cerebro cercenada, y que pide clemencia, que resuella, que lanza sus estertores y que le suplica al pasante de licenciatura que acabe ya con el sufrimiento; soy ese individuo al que un malnacido le ha abierto la garganta de par en par, en un callejón oscuro, soy ese individuo que se desvanece poco a poco y que se despide de este mundo y que está ahogándose con su propia sangre.
Apenas puedo moverme con tanta ropa encima, y toso y estornudo, y moqueo y escupo, y sorbo mis mocos y me trago mis flemas, y mis pulmones suenan a estertor, a resuello, a jadeo, a agonía..., y me duele mucho la cabeza, pero no tengo fiebre, lo que sí tengo son casi 140 h en abstinencia de nicotina y casi 6 días enfermo, y durante estos casi 6 días no sólo no he fumado, sino que me he tomado los medicamentos que me recetaron, pero cada día me siento peor.
¿Es éste el fin?
Puse “Subterranean Homesick Alien” cuando comencé a escribir estas líneas, después de darme dos o tres disparos de Afrin Lub, y el ataque de tos es ya inminente, y la vorágine de flemas que ascienden desde mis pulmones hasta mi esófago son ya inminentes, y un breve episodio de ansiedad, provocado por un breve episodio de asfixia, es ya inminente..., y un calambre letal, que es un escalofrío como esos incontrolables latigazos que preceden al vómito, me recorre toda la piel: desde la punta de los dedos de mis pies fríos, hasta mi cabello más largo..., y sé que todo estará peor mañana, aunque me diga a mí mismo que no puedo ponerme peor.
Ni siquiera me siento libre dentro de mi propio cuerpo, me siento físicamente esclavizado a los kilos de ropa que traigo encima –los kilos de ropa son cadenas que me atan a la cama, y la cama es la plancha de un quirófano o un lecho de muerte de piedra–, y tanta ropa (y tantas cadenas) me impiden moverme y acostarme y sentirme un poco cómodo (nada más durante unos cuantos segundos, por favor), y no quiero estallar, no quiero encabronarme, no quiero resistirme a toser y no quiero resistirme a levantarme de la cama para orinar, y no quiero reparar en el amargo sabor a medicamentos que tengo en el paladar, y no quiero ponerme nostálgico, pero ¡cuánto añoro la primavera y el verano!, ¡esos días en los que puedo andar ligero de ropa y quedarme dormido en cualquier lugar, y despertarme en cualquier momento de la madrugada, o cuando va amaneciendo!, y cuánto extraño caminar descalzo hasta el baño y sentir que el calor de la vida se me mete por los poros...
Cuando hace frío, hasta para dormir hay que ponerse ropa caliente –calcetas, pantalones, suéter, gorro, guantes– y hay que preparar ropa caliente en la cama y a veces hasta hay que encender un calefactor. Nada de esto es práctico. No quiero entrar en discusiones con la gente que ama el frío, pero, ¿por qué no tenemos tanto pelaje como los osos de la Antártida...?
Cuando hace frío, incluso levantarse de la cama, nada más para ir al baño, es una odisea.
Cada día que pasa me siento peor.
El miércoles, hace casi una semana, me salí a la terraza a fumarme un Camel, y llovía y hacía mucho viento, y, de inmediato, sentí un escozor en la garganta, y repetí mi mantra –Siento un escozor en la garganta, espero no enfermarme–, y el jueves por la mañana desperté con un ataque de tos pero fue pasajero, incluso salí a la calle, y en la calle hacía mucho frío y el escozor iba y venía, junto con las flemas, pero nada con lo que no pudiera lidiar. Al volver a la casa, me tomé un paracetamol y un ibuprofeno, y me tumbé en la cama.
El viernes, comencé a tomar ambroxol y loratadina, y me sentí un poco mejor que el jueves –hasta creí que ya había pasado lo peor de la enfermedad–, pero, en la madrugada, tuve un ataque de tos que me levantó de la cama.
El sábado, durante la mañana y la tarde, me sentí mejor que todo el viernes –incluso se me antojó un Camel–, pero pasé una noche fatal: los ataques de tos me despertaron a la una, a las dos, a las tres, a las cuatro y a las cinco de la mañana...
El domingo continué con el tratamiento y salí un rato a tomar el sol y me puse a leer a Knausgård en la terraza, y estuve 40 minutos o algo así, y hacía un poco de viento, y luego, por la noche, ya me sentía peor: muy débil, muy cansado, con el cuerpo cortado..., y pasé una noche regular, sin tantos ataques de tos como los del sábado, pero el lunes, en cuanto puse un pie fuera de la cama, sentí la nariz tapada, un cúmulo de flemas precipitándose desde mis pulmones hasta mi garganta, los ojos hinchados, y todo el cuerpo cortado, como si alguien me hubiera hecho pedacitos con un afilado cuchillo de carnicero.
En fin, el lunes me sentí mucho peor que todos los días anteriores.
Y, por la noche del lunes, dejé de tomar ambroxol y loratadina, y empecé a tomar celestamine, amoxicilina y dextrometorfano, y, en fin, hoy, martes, me siento peor que ayer y que todos los días anteriores: ya hasta tengo mocos y de pronto la moquera coincide con un ataque de tos, y entonces las flemas, que ascienden desde los pulmones, y los mocos, que descienden desde los cornetes nasales, convergen en mi garganta y ¡es un horror! y no puedo respirar y me pongo ansioso..., y, de la nada, mientras lamento mi suerte y me pudro en la enfermedad y me aborrezco y visualizo una noche más del carajo y que mañana voy a sentirme mucho peor que hoy, me llega a la mente el dulce perfume que te ponías hace más de 20 años, cuando nos veíamos una que otra vez, cuando recorríamos las calles de la ciudad y nos metíamos a cines y a tiendas de discos y a cafeterías, mucho antes de que conociera a mi esposa y mucho antes de que te pareciera tan intolerable la vida como para que acabaras con tu propia vida.
Qué insignificante soy. Qué insignificantes son mis preocupaciones.
Esta sensación de asfixia, de sofocamiento, esta impresión de estar a punto de morir por falta de aire, de que mis pulmones son un par de globos que alguien ha pinchado, y, sin embargo, tener en la mente el dulce perfume que te ponías hace más de 20 años, es muy extraño, una anomalía, mi forma de delirar, de estar más cerca de la muerte que nunca antes, es como salir a la superficie después de haber estado buceando incansablemente, llevando los pulmones al límite, tostado por el sol, deshidratado, a instantes de morir en un punto perdido del océano.
¿Es éste el fin?