No sólo hay caos en mis pensamientos y no sólo tengo un montón de pendientes; también estoy tenso. Se me antoja un cigarrillo, y soy consciente de que ayer, al volver de la reunión en la que platiqué con la fulana de los jeans ajustados, después de casi dos horas de viaje desde El Ajusco, me fumé la mitad del último Camel que me quedaba. Ya no quiero pensar cuándo tiempo tiene que me compré esa cajetilla.
Me concentro en la música que reproduce Alexa para mí –suena “Barbarism Begins At Home”–, y el bajo me hipnotiza, tal y como lo hicieron las caderas de la fulana con la que conversé ayer– y también me acuerdo de que en mayo de este año murió Andy Rourke, que él tenía 59 años y que padecía cáncer de páncreas, y que nunca, realmente, me han gustado The Smiths, que más o menos aborrezco a Morrisey, que soy de la misma opinión de Robert Smith: Morrisey representa una especie de intelectualismo pretencioso que consagra a muchas estrellas pop.
Aprieto los párpados y la quijada y los puños, y dejo todos mis pensamientos y pendientes en el caos, cierro la Mac, me levanto de mi asiento y me dispongo a salir a la calle a comprarme unos Camel Filters.
Justo cuando pongo un pie afuera de la casa, comienza a llover. El Oxxo no está lejos, pero hay que sortear aceras con el pasto crecido, cruzar de un extremo a otro de la avenida, hay que sortear tramos de la avenida que están en reparación, hay que sortear aceras en las que hay casas de las que a veces salen San Bernardos y Pitbulls Terrier, cruzar de un extremo a otro la avenida, y también hay que sortear automóviles y camiones de carga y camiones de pasajeros que pasan a toda velocidad y que nunca jamás le ceden el paso a los peatones.
Tengo que tomar el paraguas y emprender esa odisea, el precio que debo pagar por mi dependencia al tabaco es muy alto. Aquellos casi ocho años de abstinencia, que rompí en mayo de este año, parecen un espejismo. Me cuesta mucho trabajo pensar en que, en todo ese tiempo de abstinencia, aun cuando estaba acostumbrado a fumar en ayunas y caminando y adentro de mi casa y ya tenía dedos de nicotina, ni siquiera cuando me ocurrieron cosas estresantes, nunca jamás me cruzó por la cabeza la idea de salir a la calle y tomar un paraguas y emprender una odisea para comprarme una cajetilla de Camel Filters.
La odisea de ida me demora alrededor de quince minutos.
En el Oxxo, le pido a la dependienta de la tienda unos Camel Filters de 25, y le pago con un billete de $200 y ella me devuelve el cambio de un billete de $100. Estoy tan concentrado en fumar que me cuesta unos segundos caer en la cuenta de que me faltan $100 de cambio. Le digo lo anterior a la dependienta de la tienda, y ella no está segura de que yo le haya pagado con un billete de $200, pero, al final, o confía en mí o acepta que me no me dio todo el cambio de vuelta, y me da un billete de $100.
Emprendo la odisea de vuelta.
Continúa lloviendo, y no puedo dejar de pensar en la fulana de la reunión de ayer –también me dijo que el vodka no le gustaba, que siempre acababa vomitándolo, y yo le dije que me pasaba lo mismo pero que me gustaba mucho el Absolut de mandarina–, ni en que, probablemente, si me la topara en otra reunión y los dos nos emborracháramos, acabaríamos mal, haciendo cosas que normalmente no haríamos sobrios, y que tendría que cuidarla y que me sentiría muy culpable y que le tendría lástima, y que, quizá, ella acabaría devolviendo el estómago y que, quizá, en ese momento –a las dos o tres de la mañana–, estaría sonando una canción horrible, cumbia, banda, reggaetón o algo así.
Finalmente, después de otros veinte minutos, regreso a la casa.
Me vuelvo a sentar frente a la computadora, tengo una necesidad escalofriante de vaciar mis ideas sobre la odisea que acabo de emprender, en este blog –cosas que nadie leerá, excepto si me muero repentinamente–, y le pido a Alexa que continúe reproduciendo la playlist que escuchaba antes de salir a la calle, y me digo a mí mismo que, otra vez, debo dejar de fumar, que el viernes me fumé dos Camel y medio, que esa noche me bebí cuatro Victorias de 755 ml –a las cuatro de la tarde había tenido una entrevista con el Rector de la universidad–, y que me puse a escribir; y que ayer sólo me fumé la mitad de un Camel y que, mientras conversaba con esa fulana que no sólo vestía unos jeans ajustados que le acentuaban las caderas y una blusa escotada que dejaba a la vista parte de sus diminutos pechos, sino que también tenía una fabulosa cabellera negra y larga, también me bebí dos cervezas y un ron con Coca-Cola.
Suena “Velouria” –el álbum en el que viene esta canción cumplió 33 años el 13 de agosto y, por alguna razón, a pesar de que me gustan mucho los Pixies y que no sólo sigo su página oficial en Facebook, sino que también sigo a Black Francis y al mago David Lovering en sus redes sociales, raras veces los escucho y que leí sobre la noticia del aniversario de Bossanova y parece que Alexa me leyó la mente–, y la canción me recuerda también a otra fulana que escuchaba mucho a los Pixies –ella fue mi novia hace más de veinte años– y que ella también bebía mucho vodka, y que se ponía muy impertinente –se quejaba de su ex, conmigo, cuando estaba muy borracha– y que tuve que cuidarla unas cuantas veces, y que ella me cuidó unas cuantas veces.
Suspiro. La ex que escuchaba a los Pixies está totalmente fuera de mi vida. Hace dos años que ni siquiera nos felicitamos por Whats cuando cumplimos años.
Ahora me concentro en las líneas del bajo de Kim Deal –es extraño: la mayoría de las canciones de los Pixies tienen unas líneas de bajo que destacan por encima de las guitarras eléctricas, pero en esta canción las guitarras eléctricas destacan por encima del bajo–, y también pienso en que debo decirme a mí mismo, todos los días, a partir de hoy, que mi primer Camel me lo fumé a las tres de la tarde, que estuve en abstinencia durante casi ocho años, que hoy estuve en abstinencia hasta pasadas las tres de la tarde, y que debo parar.