Las tripas, para variar, gruñen. Parece que he estado en ayuno toda una vida. El frío atraviesa mi piel, desde los dedos de los pies. No parece que la primavera esté por llegar, ni que esos días calurosos en los que la vida es como un enorme centro vacacional estén por llegar.
Saco la libreta en la que llevo mis registros de glucemia desde julio del año pasado. Tomo una pluma del escritorio y anoto la fecha de hoy en la libreta. Saco de su estuche el glucómetro, el frasco con tiras reactivas y la lanceta. Tomo la lanceta y me pincho el índice derecho con mucha destreza –casi como una máquina diseñada con ese propósito–, y coloco la tira reactiva en el glucómetro y espero el bip bip del aparato que me dice cuándo debo depositar la gota de sangre en la tira reactiva.
Al principio, en julio del año pasado, cuando comencé a medirme la glucosa en ayuno, cada vez que iba a pincharme un dedo resultaba escalofriante. La noche anterior estaba pensando cómo sería la sensación de pincharme el dedo. Cuando llegaba la hora, me ponía la lanceta sobre el dedo elegido para el sacrificio de sangre y me quedaba inmóvil e indeciso durante algunos segundos. No podía dejar de pensar en todas las posibilidades que detonaría el pinchazo. ¿Me dolería?, ¿me gustaría?, ¿sería como un ligero pellizco?, ¿sería como la última vez que me sacaron sangre y me dejaron un hematoma que me duró casi un mes...? Conforme iba sopesando todas estas posibilidades, mi cerebro también fabricaba una expectativa del pinchazo y me ponía un poco nervioso.
Mientras me decidía a pincharme, me preguntaba cuánto me dolería y me preguntaba cómo podía haber gente que se acostumbraba a inyectarse opiáceos (o insulina) de manera intravenosa (o intramuscular), y entonces continuaba dilatando el pinchazo para postergar la oleada del dolor. Provocarme dolor voluntariamente, me hacía sentir aversión a mí mismo, como si este breve dolor fuera totalmente dañino y no tuviera ninguna relación con el daño que me provocaba a mí mismo cuando cada fin de semana bebía ingentes cantidades de alcohol y me comía una pizza familiar o un paquete familiar de hamburguesas yo solo; como si este breve dolor con fines terapéuticos y provocado por un breve pinchazo, fuera totalmente dañino y no tuviera ninguna relación con el daño que me provocaba cuando fumaba compulsivamente, incluso en ayuno o mientras caminaba del metro al laboratorio o del laboratorio a la facultad o mientras alimentaba a Gatusso cuando era un minino y Katz y yo teníamos que darle un biberón y cuando era mi turno lo sentaba en mis piernas y lo alimentaba y no dejaba de fumar. Ahora, pincharme cualquier dedo es un evento más sin importancia en mi día a día.
La pantalla del glucómetro dice “112 mg/dL”, y es la medida más baja que he tenido desde el 19 de febrero, a pesar de que no cené nada saludable.
Los párpados se me cierran. Tuve una mala noche. No descansé. Los gatos me robaron la almohada y mi cabeza fue invadida por todas las preocupaciones y enojos que me persiguieron durante el día. No entiendo la actitud de ciertas personas. No entiendo por qué debería estar preocupándome por los problemas de los demás. Yo mismo tengo mis propios problemas –por ejemplo, ¿qué voy a hacer dentro de tres meses?, ¿volveré a concursar con otras doce personas, con doctorado, con posdoctorado y que son miembros del SNI, como yo, para tener otro empleo fijo de tres meses?– y nunca estoy contándoselos a nadie. No entiendo a la gente. Trabajo más de lo necesario y busco cómo solucionar cualquier contratiempo, y me gusta lo que hago, pero tal parece que, si no te quejas de tu trabajo, la gente asume que no tienes problemas de ningún tipo y que te sobra el tiempo. Tampoco entiendo a las personas que asumen que ellas son las únicas que tienen ocupaciones (preocupaciones) y que todos los demás deben ayudarles cuando lo necesiten.
Los dedos aporrean el teclado de la Mac. Mis uñas chocan contra el teclado. El contacto de las uñas con el teclado es desagradable. La sensación es tan intensa que no me deja concentrarme en otra cosa. Siempre me ha disgustado tener las uñas un poco largas. Me hacen sentir ajeno a mí mismo, como si las uñas largas fueran otro organismo independiente de mí mismo y como si mi sistema del tacto tuviera que supeditarse a ese organismo independiente para permitirme sentir.
Desde hace casi dos semanas he estado estudiando sobre neurodesarrollo y no he podido enfocarme en otros temas que debo estudiar para impartir las tres clases que debo impartirles a 100 estudiantes cada semana. Tuve un par de sueños muy extraños, frío y dolor de estómago. Me gustaría escribir sobre ellos, pero debo volver a trabajar.