Haber colocado antes, durante todas estas mañanas (y algunas tardes) la tira reactiva sobre el lector del glucómetro para que, justo cuando presiono –con el pulgar de mi mano hábil– el dedo elegido en este sacrificio de glucosa, pueda dirigirlo al punto indicado en la tira reactiva lo más rápido posible –antes de que el bip del glucómetro deje de sonar y se desperdicie la tira reactiva– y entonces allí derrame su sustancia vital que terminará por decirme mi nivel de glucosa en ayuno.
Estar esperando el resultado, degustando el rancio sabor de la metformina en mi paladar, mientras procuro respirar pausadamente para evitar concentrarme en el dolor de estómago (ocasionado por el fármaco) que suele acompañarme todo el día y mientras el bip del glucómetro indica que el glucómetro está haciendo su trabajo.
Haber corrido alrededor de cuarenta minutos y cuatro kilómetros y medio, más o menos durante todas estas semanas, antes de haber pinchado el dedo elegido y antes de haber vertido la gota de sangre en el lector del glucómetro, y haber comido frutas y verduras y haber evitado los jugos, los refrescos y los dulces, y las harinas y las grasas, tanto como me haya sido posible –uno o dos días a la semana, me aburro del sabor de las calabazas y de los ejotes y de los espárragos y del brócoli y compañía, y me como una rebanada de pizza o una hamburguesa con papas a la francesa o una milanesa, pero nunca bebo ninguna bebida carbonatada ni azucarada– durante más de cuatro semanas, y que el lector diga “133 mg/dL”, es decepcionante.