Todos nos damos cuenta de que estás embarazada. La impresión que provoca vértigo. Primero me siento profundamente atraído hacia a ti –serás la primera mujer embarazada que me atrae de este modo– y luego siento una profunda envidia hacia mi primo. ¡Cómo es posible que él te haya enamorado!
A más de veintitantos años de distancia, mientras aporreo el teclado de la computadora, intento ignorar la áspera sensación de mis uñas que están creciendo y escucho una canción que me remontó a estos recuerdos, me pregunto si te habrías enamorado de mí, si me hubieras conocido unos tres o cuatro años más grande. (Probablemente, no; incluso tres o cuatro años más grande, no me parecía al adulto precoz que ya era mi primo por entonces.)
Te observo desde un rincón de la casa y mi corazón es una tormenta. No sabes que te observo en secreto. Mucho menos sabes que he pensado en ti desde que te conocí, desde aquel día en el que mi primo y tú llegaron a la casa de los abuelos, un domingo cualquiera. Mi primo nos presentó –yo veía algún programa de televisión sobre el mundial de futbol que comenzaría en el verano del año siguiente– y me diste un beso en la mejilla y me diste la mano.
Sonreías ampliamente y tu cabellera rizada tenía un poder electrizante. Tu dentadura y el carmín de tus labios pintados me deslumbraron. Tu cuerpo tenía un poder hipnótico. Entonces no sabía que tenías apenas tres años más que yo. Parecías tan mayor.
Dijiste “hola” de un modo tan amable. Tu voz naufragó en mis oídos como un sonido doloroso y frágil, lleno de misterio y éxtasis contenido.
Desde ese día, me hiciste pensar en cuánto cambiaría mi vida con una novia como tú.
Ninguna de las compañeras de la secundaria era tan atractiva como tú, ni tenía ese aire de mujer mayor que tú tenías.
Conforme salías de la habitación en la que yo veía la televisión, la ecuanimidad que había aparentado me abandonó. Deseaba besarte y acariciar tus manos hasta perder la capacidad de sentir mi propia piel. Deseaba perderme en tus ojos y sumergir mis manos púberes en tu cabellera rizada.
Te observo e intento desasirme del penetrante aroma de crema de señora de la tía de Estados Unidos. Te veo tan natural y tan hermosa y tan frágil y tan embarazada, que envidio profundamente a mi primo. Pienso que es un idiota con suerte y que te impresionaron su estatura –¡mide más de dos metros!– y su independencia y su carácter explosivo y desmadroso. Pienso que jamás podría convertirme en él. Pienso que serás mi amor imposible.
Escucho que mi primo le dice a mi papá que irán a casa de tus papás a cenar y que sólo pasaron a saludar. La noticia estruja mi corazón. Un escalofrío recorre mi columna vertebral y casi soy capaz de verme desde fuera, como si me hubiera desdoblado repentinamente y como si fuera posible verme a mí mismo en esa estancia, mientras también soy un espectro que flota y que chorrea ectoplasma.
Casi pierdo el sentido y veo cómo el espectro en el que me he convertido, arranca mi corazón y lo exhibe frente a mí y me permite ver que mi corazón se ha convertido en una pelota informe de papel arrugado que estuvo varios siglos en las profundidades del mar.
Mi corazón es un asco y pienso que tendré que aprovechar el tiempo que estés en la casa.
Soy tan tímido y tu belleza me impone tanto que sé que no podré articular ninguna frase inteligente si me acerco a ti. Mi corazón deja sus atavíos de papel arrugado y se convierte de nuevo en una tormenta. Me pregunto cómo podré acercarme a ti y cómo podré ocultar mi nerviosismo y cómo podré hacerte sonreír.
Tan sólo han transcurrido algunos minutos.
Mi primo y tú caminan hacia la cocina. Por alguna razón, le has simpatizado a mi mamá –décadas más adelante, repararé en este recuerdo y me preguntaré por qué mi mamá no tiene la misma simpatía hacia el amor de mi vida– y quieres platicar con ella.
Me transformo en un adolescente ecuánime una vez más y domino el temblor de mis piernas y la agitación de mi corazón, y camino hacia la cocina. ¿Qué te diré cuando esté frente a ti? ¿Qué le diré a mi primo, para que no sea obvio que quien me interesa eres tú? ¿Será tan obvio mi comportamiento? ¿Sabrán él y tú que tú me encantas...?
Allí estás, junto al refrigerador, de pie. Otra vez tu cabellera rizada y tus labios y tu sonrisa y tu voz que es como un alfiler que pincha mi alma, como las agujas de las tornamesas que hacen explotar a la música contagiosa. Me encantas, Silvia.
Observo con el rabillo del ojo tu vientre. Le dices a mi mamá que será un niño y que le van a poner el nombre de mi primo y que esperas dar a luz en el primer trimestre de 1994. Tu vientre, así como tu sonrisa, ejerce un efecto embriagador en mí. Me pareces tan humana y tan compleja y tan salvaje –en el sentido más biológico posible–, que no puedo evitar imaginarme cuántas veces han tenido relaciones sexuales mi primo y tú.
La idea me provoca vértigo y me hace sentir miserable. Por un momento, soy optimista y me pongo a pensar que soy más joven que ustedes dos y que mi vida adulta ni siquiera está a la vuelta de la esquina y que es probable que conoceré a la mujer indicada y que ella y yo nos enamoraremos y que nos reproduciremos...
No se me ocurre que, a pesar de que conoceré a una mujer más hermosa que tú, me la pasaré sobre analizando los pros y los contras de tener un hijo y que los años pasarán y que yo evitaré ver a la mujer de mis sueños encinta y que me privaré de experimentar esas sensaciones que evocaba tu rostro en la cocina de la casa de mis padres.